TEMA 33. El
cuarto mandamiento del Decálogo: honrar padre y madre
El cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones
con sus padres. Pero, se refiere también a otras relaciones de parentesco,
educativas, laborales, etc.
1. Diferencia entre los tres primeros mandamientos del Decálogo y los siete
siguientes
Los tres primeros mandamientos enseñan el amor a Dios, Sumo Bien y Último Fin
de la persona creada y de todas las criaturas del universo, infinitamente digno
en sí mismo de ser amado. Los siete restantes tienen como objeto el bien del
prójimo (y el bien personal), que debe ser amado por amor de Dios, que es su
Creador.
En el Nuevo Testamento, el precepto supremo de amar a Dios y el segundo,
semejante al primero, de amar al prójimo por Dios, compendian todos los
mandamientos del Decálogo (cfr. Mt 22,36-40; Catecismo, 2196).
2. Significado y extensión del cuarto mandamiento
El cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con
sus padres. Se refiere también a las relaciones de parentesco con los demás
miembros del grupo familiar. Finalmente se extiende a los deberes de los
alumnos respecto a los maestros, de los subordinados respecto a sus jefes, de
los ciudadanos respecto a su patria, etc. Este mandamiento implica y
sobreentiende también los deberes de los padres y de todos los que ejercen una
autoridad sobre otros (cfr. Catecismo, 2199).
a) La familia. El cuarto mandamiento se refiere en primer lugar a las
relaciones entre padres e hijos en el seno de la familia. «Al crear al hombre y
a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución
fundamental» (Catecismo, 2203). «Un hombre y una mujer unidos en
matrimonio forman con sus hijos una familia» (Catecismo, 2202). «La
familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión
del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo» (Catecismo, 2205).
b) Familia y sociedad. «La familia es la célula original de la vida
social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don
de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida
de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la
libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad (...) La
vida de familia es iniciación de la vida en sociedad» (Catecismo, 2207).
«La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la
responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o
disminuidos, y de los pobres» (Catecismo, 2208). «El cuarto mandamiento
ilumina las demás relaciones en la sociedad» (Catecismo, 2212)[1].
La sociedad tiene el grave deber de apoyar y fortalecer el matrimonio y la
familia, reconociendo su auténtica naturaleza, favoreciendo su prosperidad y
asegurando la moralidad pública (cfr. Catecismo, 2210)[2]. La Sagrada Familia es modelo de toda
familia: modelo de amor y de servicio, de obediencia y de autoridad, en el seno
de la familia.
3. Deberes de los hijos con los padres
Los hijos han de respetar y honrar a sus padres, procurar darles alegrías,
rezar por ellos y corresponder lealmente a su sacrificio: para un buen
cristiano estos deberes son un dulcísimo precepto.
La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (cfr. Ef
3,14); es el fundamento del honor debido a los padres (cfr. Catecismo,
2214). «El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para
quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos
al mundo y les han ayudado a crecer en edad, en sabiduría y en gracia. “Con
todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre.
Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?”
(Sir 7,27-28)» (Catecismo, 2215).
El respeto filial se manifiesta en la docilidad y obediencia. «Hijos, obedeced
en todo a vuestros padres, pues esto es agradable al Señor» (Col 3,20).
Mientras están sujetos a sus padres, los hijos deben obedecerles en lo que
dispongan para su bien y el de la familia. Esta obligación cesa con la
emancipación de los hijos, pero no cesa nunca el respeto que deben a sus padres
(cfr. Catecismo, 2216-2217).
«El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus
responsabilidades para con los padres. En la medida en que puedan, deben
prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus
enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento» (Catecismo,
2218).
Si los padres mandaran algo opuesto a la Ley de Dios, los hijos estarían
obligados a anteponer la voluntad de Dios a los deseos de sus padres, teniendo
presente que «es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch
5,29). Dios es más Padre que nuestros padres: de Él procede toda paternidad
(cfr. Ef 3,15).
4. Deberes de los padres
Los padres han de recibir con agradecimiento, como una gran bendición y muestra
de confianza, los hijos que Dios les envíe. Además de cuidar de sus necesidades
materiales, tienen la grave responsabilidad de darles una recta educación
humana y cristiana. El papel de los padres en la formación de los hijos
tiene tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse[3]. El derecho y
el deber de la educación son, para los padres, primordiales e inalienables[4].
Los padres tienen la responsabilidad de la creación de un hogar, donde se viva
el amor, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado. El
hogar es el lugar apropiado para la educación en las virtudes. Han de
enseñarles —con el ejemplo y con la palabra— a vivir una sencilla, sincera y alegre
vida de piedad; transmitirles, inalterada y completa, la doctrina católica, y
formarles en la lucha generosa por acomodar su conducta a las exigencias de la
ley de Dios y de la vocación personal a la santidad. «Padres, no irritéis a
vuestros hijos, antes bien educadles en la doctrina y enseñanzas del Señor» (Ef
6,4). De esta responsabilidad no deben desentenderse, dejando la educación
de sus hijos en manos de otras personas o instituciones, aunque sí pueden –y en
ocasiones deben– contar con la ayuda de quienes merezcan su confianza (cfr. Catecismo,
2222-2226).
Los padres han de saber corregir, porque «¿qué hijo hay a quien su padre no
corrija?» (Hb 12,7), pero teniendo presente el consejo del Apóstol:
«Padres, no os excedáis al reprender a vuestros hijos, no sea que se vuelvan
pusilánimes» (Col 3,21).
a) Los padres han de tener un gran respeto y amor a la libertad de los hijos,
enseñándoles a usarla bien, con responsabilidad[5]. Es fundamental el ejemplo de su propia
conducta;
b) en el trato con los hijos deben saber unir el cariño y la fortaleza, la
vigilancia y la paciencia. Es importante que los padres se hagan “amigos” de
sus hijos, ganando y asegurándose su confianza;
c) para llevar a buen término la tarea de la educación de los hijos, antes que
los medios humanos —por importantes e imprescindibles que sean— hay que poner
los medios sobrenaturales.
«Como primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de
elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este
derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de
elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos
(cfr. Concilio Vaticano II, Declar. Gravissimum educationis, 6). Los
poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de
asegurar las condiciones reales de su ejercicio» (Catecismo, 2229).
«Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la
par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la
vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los
padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus hijos para
seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del cristiano es
seguir a Jesús (cfr. Mt 16,25): “El que ama a su padre o a su madre más
que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no
es digno de mí” (Mt 10,37)» (Catecismo, 2232) [6]. La vocación divina de un hijo para
realizar una peculiar misión apostólica, supone un regalo de Dios para una
familia. Los padres han de aprender a respetar el misterio de la llamada,
aunque puede ser que no la entiendan. Esa apertura a las posibilidades que abre
la trascendencia y ese respeto a la libertad se fortalece en la oración. Así se
evita una excesiva protección o un control indebido de los hijos: un modo
posesivo de actuar que no ayuda al crecimiento humano y espiritual.
5. Deberes con los que gobiernan la Iglesia
Los cristianos hemos de tener un «verdadero espíritu filial respecto a la
Iglesia» (Catecismo, 2040). Este espíritu se ha de manifestar con
quienes gobiernan la Iglesia.
Los fieles «han de aceptar con prontitud y cristiana obediencia todo lo que los
sagrados pastores, como representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en
cuanto maestros y gobernantes. Y no dejen de encomendar en sus oraciones a sus
prelados, para que, ya que viven en continua vigilancia, obligados a dar cuenta
de nuestras almas, cumplan esto con gozo y no con pesar (cfr. Hb 13,17)»
[7].
Este espíritu filial se muestra, ante todo, en la fiel adhesión y unión con el
Papa, cabeza visible de la Iglesia y Vicario de Cristo en la tierra, y con los
Obispos en comunión con la Santa Sede:
«Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia
más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la
tierra, para el Papa.
Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen
Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre»[8].
6. Deberes con la autoridad civil
«El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos los que, para
nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad. Este
mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad como
los de quienes están sometidos a ella» (Catecismo, 2234)[9]. Entre estos
últimos se encuentran:
a) respetar las leyes justas y cumplir los legítimos mandatos de la autoridad
(cfr. 1 P 2,13);
b) ejercitar los derechos y cumplir los deberes ciudadanos;
c) intervenir responsablemente en la vida social y política.
«La determinación del régimen y la designación de los gobernantes han de
dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos»[10]. La responsabilidad por el bien común
exige moralmente el ejercicio del derecho al voto (cfr. Catecismo,
2240). No es lícito apoyar a quienes programan un orden social contrario a la
doctrina cristiana y, por tanto, contrario al bien común y a la verdadera
dignidad del hombre.
«El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las prescripciones de
las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias
del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las
enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las autoridades
civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta conciencia,
tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y el servicio
de la comunidad política. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios” (Mt 22,21). “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch
5,29)» (Catecismo, 2242).
7. Deberes de las autoridades civiles
El ejercicio de la autoridad ha de facilitar el ejercicio de la libertad y de
la responsabilidad de todos. Los gobernantes deben velar para que no se
favorezca el interés personal de algunos en contra del bien común[11].
«El poder político está obligado a respetar los derechos fundamentales
de la persona humana. Y a administrar humanamente la justicia respetando los
derechos de cada uno, especialmente los de las familias y los de los
desamparados. Los derechos políticos inherentes a la ciudadanía (...) no pueden
ser suspendidos por la autoridad sin motivo legítimo y proporcionado» (Catecismo,
2237).
Antonio Porras
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2196-2257.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 209-214; 221-254;
377-383; 393-411.
--------------- [1]
Cfr. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 209-214; 221-251.
[3]
Cfr. Concilio Vaticano II, Declar. Gravissimum educationis, 3.
[4]
Cfr. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-81, 36; Catecismo,
2221 y Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 239.
[5] Y,
«cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber y el
derecho de elegir su profesión y su estado de vida» (Catecismo, 2230).
[6]
«Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús —¡tres días de ausencia!—
disputando con los Maestros de Israel (Lc 2,46), quedará muy grabada en
tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al
Padre Celestial» (San Josemaría, Santo Rosario, 5º misterio gozoso).
[7]
Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 37.