TEMA 38. El
noveno y el décimo mandamientos del Decálogo
Estos dos mandamientos ayudan a vivir la santa pureza (el noveno) y el
desprendimiento de los bienes materiales (el décimo) en los pensamientos y
deseos.
«No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa de tu prójimo,
ni su tierra, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni ninguna
cosa que sea de tu prójimo» (Dt 5, 21).
«El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su
corazón» (Mt 5, 28).
1. Los pecados internos
Estos dos mandamientos se refieren a los actos internos correspondientes a los
pecados contra el sexto y el séptimo mandamientos, que la tradición moral
clasifica dentro de los llamados pecados internos. De modo positivo ordenan
vivir la pureza (el noveno) y el desprendimiento de los bienes materiales (el
décimo) en los pensamientos y deseos, según las palabras del Señor:
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» y «Bienaventurados
los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt
5, 3.8).
La primera cuestión a la que habría que dar respuesta es si tiene sentido
hablar de pecados internos; o dicho de otro modo, ¿por qué se califica
negativamente un ejercicio de la inteligencia y de la voluntad que no se
concreta en una acción externa reprobable?
La pregunta no es evidente, pues en las listas de pecados que nos ofrece el
Nuevo Testamento aparecen sobre todo actos externos (adulterio, fornicación,
homicidios, idolatría, hechicerías, pleitos, iras, etc.). Sin embargo en esos
mismos elencos vemos citados también, como pecados, ciertos actos internos
(envidias, mala concupiscencia, avaricia)[1].
Jesús mismo explica que es del corazón del hombre de donde proceden «los malos
pensamientos, muertes, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios,
blasfemias» (Mt 15, 19). Y en el ámbito específico de la castidad, enseña «que
cualquiera que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón»
(Mt 5, 28). De estos textos procede una importante anotación para la moral,
pues hacen entender cómo la fuente de las acciones humanas, y por tanto de la
bondad o maldad de la persona se encuentra en los deseos del corazón, en lo que
la persona “quiere” y elige. La maldad del homicidio, del adulterio, del robo
no está principalmente en la fisicidad de la acción, o en sus consecuencias
(que tienen un papel importante), sino en la voluntad (en el corazón) del
homicida, del adúltero, del ladrón, que al elegir esa determinada acción, la
está queriendo: se está determinando en una dirección contraria al amor del
prójimo, y por tanto, también al amor a Dios.
La voluntad se dirige siempre a un bien, pero en ocasiones se trata de un bien
aparente, algo que aquí y ahora no es ordenable racionalmente al bien de la
persona en su conjunto. El ladrón quiere algo que considera un bien, pero el
hecho de que ese objeto pertenezca a otra persona hace imposible que la
elección de quedárselo se pueda ordenar a su bien como persona, o lo que es lo
mismo, al fin de su vida. En este sentido, no es necesario el acto exterior
para determinar la voluntad en un sentido positivo o negativo. El que decide
robar un objeto, aunque después no pueda hacerlo por un imprevisto, ha obrado
mal. Ha realizado un acto interno voluntario contra la virtud de la justicia.
La bondad y maldad de la persona se dan en la voluntad, y por tanto,
extrictamente hablando habría que utilizar esas categorías para referirse a los
deseos (queridos, aceptados), no a los pensamientos. Al hablar de la
inteligencia utilizamos otras categorías, como verdadero y falso. Cuando el
noveno mandamiento prohibe los “pensamientos impuros” no se está refiriendo a
las imágenes, o al pensamiento en sí, sino al movimiento de la voluntad que
acepta la delectación desordenada que una cierta imagen (interna o externa) le
provoca[2].
Los pecados internos se pueden dividir en:
— “malos pensamientos” (complacencia morosa): son la representación
imaginaria de un acto pecaminoso sin ánimo de realizarlo. Es pecado mortal si
se trata de materia grave y se busca o se consiente deleitarse en ella;
— mal deseo (desiderium): deseo interior y genérico de una acción
pecaminosa con el cual la persona se complace. No coincide con la intención de
realizarlo (que implica siempre un querer eficaz), aunque en no pocos casos se
haría si no existieran algunos motivos que frenan a la persona (como las
consecuencias de la acción, la dificultad para realizarlo, etc.);
— gozo pecaminoso: es la complacencia deliberada en una acción mala ya
realizada por sí o por otros. Renueva el pecado en el alma.
Los pecados internos, en sí mismos, suelen tener menor gravedad que los
correspondientes pecados externos, pues el acto externo generalmente manifiesta
una voluntariedad más intensa. Sin embargo, de hecho, son muy peligrosos, sobre
todo para las personas que buscan el trato y la amistad con Dios, ya que:
— se cometen con más facilidad, pues basta el consentimiento de la
voluntad; y las tentaciones pueden ser más frecuentes;
— se les presta menos atención, pues a veces por ignorancia y a veces
por cierta complicidad con las pasiones, no se quieren reconocer como pecados,
al menos veniales, si el consentimiento fue imperfecto.
Los pecados internos pueden deformar la conciencia, por ejemplo, cuando se admite
el pecado venial interno de manera habitual o con cierta frecuencia, aunque se
quiera evitar el pecado mortal. Esta deformación puede dar lugar a
manifestaciones de irritabilidad, a faltas de caridad, a espíritu crítico, a
resignarse con tener frecuentes tentaciones sin luchar tenazmente contra ellas,
etc.[3]; en algunos
casos puede llevar incluso a no querer reconocer los pecados internos,
cubriéndolos con razonadas sinrazones, que acaban confundiendo cada vez más la
conciencia; como consecuencia, fácilmente crece el amor propio, nacen
inquietudes, se hace más costosa la humildad y la sincera contrición y se puede
terminar en un estado de tibieza. En la lucha contra los pecados internos, es
muy importante no dar lugar a los escrúpulos[4].
Para luchar contra los pecados internos, nos ayudan:
— la frecuencia de sacramentos, que nos dan o aumentan la gracia, y nos sanan
de nuestras miserias cotidianas;
— la oración, la mortificación y el trabajo, buscando sinceramente a Dios;
— la humildad —que nos permite reconocer nuestras miserias sin desesperar por
nuestros errores—, y la confianza en Dios, sabiendo que está siempre dispuesto
a perdonarnos;
— el ejercitarnos en la sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la
dirección espiritual, cuidando con esmero el examen de conciencia.
2. La purificación del corazón
El noveno y décimo mandamientos consideran los mecanismos íntimos que están a
la raíz de los pecados contra la castidad y la justicia; y, en sentido amplio,
de cualquier pecado[5]. En sentido positivo, estos mandamientos
invitan a actuar con intención recta, con un corazón puro. Por esto tienen una
gran importancia, ya que no se quedan en la consideración externa de las
acciones, sino que consideran la fuente de la que proceden dichas acciones.
Estos dinamismos internos son fundamentales en la vida moral cristiana, donde
los dones del Espíritu Santo, y las virtudes infusas son moduladas por las
disposiciones de la persona. En este sentido, tienen una importancia particular
las virtudes morales, que son propiamente disposiciones de la voluntad y de los
demás apetitos para obrar el bien. Teniendo presente estos elementos es posible
desterrar una cierta caricatura de la vida moral como lucha por evitar los
pecados, descubriendo el inmenso panorama positivo de esfuerzo por crecer en la
virtud (por purificar el corazón) que tiene la existencia humana, y en
particular la del cristiano.
Estos mandamientos se refieren más específicamente a los pecados internos
contra las virtudes de la castidad y de la justicia, que están bien reflejados
en el texto de la Sagrada Escritura que habla de «tres especies de deseo
inmoderado o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia
de los ojos y la soberbia de la vida (1 Jn 2,16)» (Catecismo, 2514). El
noveno mandamiento trata sobre el dominio de la concupiscencia de la carne; y
el décimo sobre la concupiscencia del bien ajeno. Es decir, prohíben dejarse
arrastrar por esas concupiscencias, de modo consciente y voluntario.
Estas tendencias desordenadas o concupiscencia consisten en «la lucha que la
“carne” sostiene contra el “espíritu”. Proceden de la desobediencia del primer
pecado» (Catecismo, 2515). Después del pecado original nadie está exento
de la concupiscencia, a excepción de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima
Virgen.
Aunque la concupiscencia en sí misma no es pecado, inclina al pecado, y lo
engendra cuando no se somete a la razón iluminada por la fe, con la ayuda de la
gracia. Si se olvida que existe la concupiscencia, es fácil pensar que todas
las tendencias que se experimentan “son naturales” y que no hay mal en dejarse
llevar por ellas. Muchos se dan cuenta de que esto es falso al considerar lo
que sucede con el impulso a la violencia: reconocen que no hay que dejarse llevar
por este impulso, sino dominarlo, porque no es natural. Sin embargo, cuando se
trata de la pureza, ya no quieren reconocer lo mismo, y dicen que nada malo hay
en dejarse llevar por el estímulo “natural”. El noveno mandamiento nos ayuda a
comprender que esto no es así, porque la concupiscencia ha torcido la
naturaleza, y lo que se experimenta como natural es, frecuentemente,
consecuencia del pecado, y es preciso dominarlo. Lo mismo se podría decir del
afán inmoderado de riquezas, o codicia, al que se refiere el décimo
mandamiento.
Es importante conocer este desorden causado en nosotros por el pecado original
y por nuestros pecados personales, puesto que tal conocimiento:
— nos espolea a rezar: sólo Dios nos perdona el pecado original, que dio
origen a la concupiscencia; y, de igual modo, sólo con su ayuda lograremos
vencer esta tendencia desordenada; la gracia de Dios sana nuestra
naturaleza de las heridas del pecado (además de elevarla al orden
sobrenatural);
— nos enseña a amar todo lo creado, pues ha salido bueno de las manos de
Dios; son nuestros deseos desordenados los que hacen que se pueda hacer mal uso
de los bienes creados.
3. El combate por la pureza
La pureza de corazón significa tener un modo santo de sentir. Con la
ayuda de Dios y el esfuerzo personal se llega a ser cada vez más “limpios de
corazón”: limpieza en “los pensamientos” y en los deseos.
Por lo que se refiere al noveno mandamiento, el cristiano consigue esta pureza
con la gracia de Dios y a través de la virtud y el don de la castidad, de la
pureza de intención, de la pureza de la mirada y de la oración[6].
La pureza de la mirada no se queda en rechazar la contemplación de
imágenes claramente inconvenientes, sino que exige una purificación del uso de
nuestros sentidos externos, que nos lleve a mirar el mundo y las demás personas
con visión sobrenatural. Se trata de una lucha positiva que permite al hombre
descubrir la verdadera belleza de todo lo creado, y en modo particular, la
belleza los que han sido plasmados a imagen y semejanza de Dios[7].
«La pureza exige el pudor. Éste es parte integrante de la templanza. El
pudor preserva la intimidad de la persona. Designa el rechazo a mostrar lo que
debe permanecer velado. Está ordenado a la castidad, cuya delicadeza proclama.
Ordena las miradas y los gestos en conformidad con la dignidad de las personas
y con la relación que existe entre ellas» (Catecismo, 2521).
4. La pobreza del corazón
«El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a
los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y en la bienaventuranza
de Dios» (Catecismo, 2548). «La promesa de ver a Dios supera toda
felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los
bienes que se pueden concebir»[8].
Los bienes materiales son buenos como medios, pero no son fines. No pueden
llenar el corazón del hombre, que está hecho para Dios y no se sacia con el
bienestar material.
«El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación
inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido
de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo
de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes
temporales» (Catecismo, 2536).
El pecado es aversión a Dios y conversión a las criaturas; el
apegamiento a los bienes materiales alimenta radicalmente esta conversión,
y lleva a la ceguera de la mente, y al endurecimiento del corazón: «si alguno
posee bienes y viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón,
¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17). El afán desordenado
de los bienes materiales es contrario a la vida cristiana: no se puede servir a
Dios y a las riquezas (cfr. Mt 6, 24; Lc 16,13).
La exagerada importancia que se concede hoy al bienestar material por encima de
muchos otros valores, no es señal de progreso humano; supone un
empequeñecimiento y envilecimiento del hombre, cuya dignidad reside en ser
criatura espiritual llamada a la vida eterna como hijo de Dios (cfr. Lc
12,19-20).
«El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia»
(Catecismo, 2538). La envidia es un pecado capital. «Manifiesta la
tristeza experimentada ante el bien del prójimo» (Catecismo, 2539). De
la envidia pueden derivarse muchos otros pecados: odio, murmuración,
detracción, desobediencia, etc.
La envidia supone un rechazo de la caridad. Para luchar contra ella debemos
vivir la virtud de la benevolencia, que nos lleva a desear el bien a los demás
como manifestación del amor que les tenemos. También nos ayuda en esta lucha la
virtud de la humildad, pues no hay que olvidar que la envidia procede con
frecuencia del orgullo (cfr. Catecismo, 2540).
Pablo Requena
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2514-2557.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía Porque verán a Dios, en Amigos de Dios, 175-189;
Homilía Desprendimiento, en Amigos de Dios, 110-126.
-------------- [1]
Cfr. Ga 5, 19-21; Rm 1, 29-31; Col 3, 5. S. Pablo después de hacer un
llamamiento a abstenerse de la fornicación, escribe: «que cada uno sepa guardar
su cuerpo en santidad y honor, no con afecto libidinoso, como los
gentiles que no conocen a Dios (...), pues Dios no nos llamó a la impureza,
sino a la santidad» (1 Ts 4, 3-7). Subraya la importancia de los afectos, que
son el origen de las acciones, y hace ver la necesidad de su purificación para
la santidad.
[2] De
este modo se entenderá fácilmente la diferencia entre “sentir” y “consentir”,
referido a una determinada pasión o movimiento de la sensibilidad. Sólo cuando
se consiente con la voluntad puede hablarse de pecado (si la materia era
pecaminosa).
[3]
«Chapoteas en las tentaciones, te pones en peligro, juegas con la vista y con
la imaginación, charlas de... estupideces. —Y luego te asustas de que te
asalten dudas, escrúpulos, confusiones, tristeza y desaliento.
—Has de concederme que eres poco consecuente» (San Josemaría, Surco,
132).
[4] «No te preocupes, pase lo que pase,
mientras no consientas. —Porque sólo la voluntad puede abrir la puerta del
corazón e introducir en él esas execraciones» (San Josemaría, Camino,
140); cfr. Ibidem, 258.
[5]
«El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el
noveno, todos los preceptos de la Ley» (Catecismo, 2534).
[6]
«Con la gracia de Dios lo consigue: mediante la virtud y el don de la
castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto e indiviso;
mediante la pureza de intención, que consiste en buscar el fin verdadero
del hombre: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y
realizar en todo la voluntad de Dios (cfr. Rm 12, 2; Col 1, 10); mediante la pureza
de la mirada exterior e interior; mediante la disciplina de los sentidos y
la imaginacióin; mediante el rechazo de toda complacencia en los pensamientos
impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos: “la
vista despierta la pasión de los insensatos” (Sb 15, 5); mediante la oración» (Catecismo,
2520).
[7]
«¡Los ojos! Por ellos entran en el alma muchas iniquidades. —¡Cuántas
experiencias a lo David!... —Si guardáis la vista habréis asegurado la guarda
de vuestro corazón» (San Josemaría, Camino, 183). «¡Dios mío!: encuentro gracia
y belleza en todo lo que veo: guardaré la vista a todas horas, por Amor» (San
Josemaría, Forja, 415).
[8]
San Gregorio de Nisa, Orationes de beatitudinibus, 6: PG 44, 1265A. Cfr.
Catecismo, 2548.