Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia ofreciéndonos una nueva
posibilidad de convertirnos y de recuperar, después del Bautismo, la gracia de
la justificación.
A pesar de que el Bautismo borra todo pecado, nos hace hijos de Dios y dispone
a la persona para recibir el regalo divino de la gloria del Cielo, sin embargo
en esta vida quedamos aún expuestos a caer en el pecado; nadie está eximido de
tener que luchar contra él, y las caídas son frecuentes. Jesús nos ha enseñado
a rezar en el Padrenuestro: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros
perdonamos a los que nos ofenden», y esto no de vez en cuando, sino todos los
días, muy a menudo. El apóstol S. Juan dice también: «Si decimos: ‘no tenemos
pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn 1,8). Y a
los cristianos de primera hora en Corinto, san Pablo exhortaba: «En nombre de
Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios» (2 Co 5, 20).
Así pues, la llamada de Jesús a la conversión: «El tiempo se ha cumplido y el
Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc
1,15), no se dirige sólo a los que aún no le conocen, sino a todos los fieles
cristianos que también deben convertirse y avivar su fe. «Esta segunda
conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia» (Catecismo,
1428).
1.2. La penitencia interior
La conversión comienza en nuestro interior: la que se limita a
apariencias externas no es verdadera conversión. Uno no se puede oponer al
pecado, en cuanto ofensa a Dios, sino con un acto verdaderamente bueno, acto de
virtud, con el que se arrepiente de aquello con lo que ha contrariado la
voluntad de Dios y busca activamente eliminar ese desarreglo con todas sus
consecuencias. En eso consiste la virtud de la penitencia.
«La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un
retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el
pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que
hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar
de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda
de su gracia» (Catecismo, 1431).
La penitencia no es una obra exclusivamente humana, un reajuste interior fruto
de un fuerte dominio de sí mismo, que pone en juego todos los resortes del
conocimiento propio y una serie de decisiones enérgicas. «La conversión es
primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a él nuestros
corazones: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos” (Lam 5,21). Dios
es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo» (Catecismo, 1432).
1.3. Diversas formas de penitencia en la vida cristiana
La conversión nace del corazón, pero no se queda encerrada en el interior del
hombre, sino que fructifica en obras externas, poniendo en juego a la persona
entera, cuerpo y alma. Entre ellas destacan, en primer lugar, las que están
incluidas en la celebración de la Eucaristía y las del sacramento de la
Penitencia, que Jesucristo
instituyó para que saliéramos victoriosos en la lucha contra el pecado.
Además, el cristiano tiene otras muchas formas de poner en práctica su deseo de
conversión. «La Escritura y los Padres insisten sobre todo en tres formas: el
ayuno, la oración, la limosna (cfr. Tb 12,8; Mt 6,1-18), que
expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con
relación a los demás» (Catecismo, 1434). A esas tres formas se
reconducen, de un modo u otro, todas las obras que nos permiten rectificar el
desorden del pecado.
Con el ayuno se entiende no sólo la renuncia moderada al gusto en los
alimentos, sino también todo lo que supone exigir al cuerpo y no darle gusto
con el fin de dedicarnos a lo que Dios nos pide para el bien de los demás y el
propio. Como oración podemos entender toda aplicación de nuestras facultades
espirituales –inteligencia, voluntad, memoria– a unirnos a Dios Padre nuestro
en conversación familiar e íntima. Con relación a los demás, la limosna no es
sólo dar dinero u otros bienes materiales a los necesitados, sino también otros
tipos de donación: compartir el propio tiempo, cuidar a los enfermos, perdonar
a los que nos han ofendido, corregir al que lo necesita para rectificar, dar
consuelo a quien sufre, y otras muchas manifestaciones de entrega a los demás.
La Iglesia nos impulsa a las obras de penitencia especialmente en algunos
momentos, que nos sirven además para ser más solidarios con los hermanos en la
fe. «Los tiempos y los días de penitencia a lo largo del año litúrgico (el
tiempo de Cuaresma, cada viernes en memoria de la muerte del Señor) son
momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia» (Catecismo,
1438).
2. El sacramento de la Penitencia y Reconciliación
2.1. Cristo instituyó este sacramento
«Cristo instituyó el sacramento de la Penitencia en favor de todos los miembros
pecadores de su Iglesia, ante todo para los que, después del Bautismo, hayan
caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la
comunión eclesial. El sacramento de la Penitencia ofrece a éstos una nueva
posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la justificación» (Catecismo,
1446).
Jesús, durante su vida pública, no sólo exhortó a los hombres a penitencia,
sino que acogiendo a los pecadores los reconciliaba con el Padre[1]. «Al dar el
Espíritu Santo a sus apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder
divino de perdonar los pecados: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis
los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos” (Jn 20, 22-23)» (Catecismo, 976). Es un poder que se
transmite a los obispos, sucesores de los apóstoles como pastores de la
Iglesia, y a los presbíteros, que son también sacerdotes del Nuevo Testamento,
colaboradores de los obispos, en virtud del sacramento del Orden. «Cristo quiso
que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el
signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al
precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución
al ministerio apostólico» (Catecismo, 1442).
2.2. Nombres de este sacramento
Recibe diversos nombres según se ponga de relieve un aspecto u otro. «Se
denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal
y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del
cristiano pecador» (Catecismo, 1423); «de reconciliación porque
otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia» (Catecismo, 1424); «de
la confesión porque […] la confesión de los pecados ante el sacerdote, es
un elemento esencial de este sacramento» (ibidem); «del perdón
porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente
el perdón y la paz» (ibidem); «de conversión porque realiza
sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión» (Catecismo, 1423).
2.3. Sacramento de la Reconciliación con Dios y con la Iglesia
«Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia
de Dios el perdón de la ofensa hecha a Él y al mismo tiempo se reconcilian con
la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la
caridad, con el ejemplo y las oraciones» (Lumen gentium, 11).
«Porque el pecado es una ofensa hecha o Dios, que rompe nuestra amistad con él,
la penitencia “tiene como término el amor y el abandono en el Señor”. El
pecador, por tanto, movido por la gracia del Dios misericordioso, se pone en
camino de conversión, retorna al Padre, que: «nos amó primero», y a Cristo, que
se entregó por nosotros, y al Espíritu Santo, que ha sido derramado
copiosamente en nosotros»[2].
«“Por arcanos y misteriosos designios de Dios, los hombres están vinculados
entre sí por lazos sobrenaturales, de suerte que el pecado de uno daña a los
demás, de la misma forma que la santidad de uno beneficia a los otros”, por
ello la penitencia lleva consigo siempre una reconciliación a los demás, de la
misma forma que la santidad de uno beneficia a quienes el propio pecado
perjudica»[3].
2.4. La estructura fundamental de la Penitencia
«Los elementos esenciales del sacramento de la Reconciliación son dos: los actos
que lleva a cabo el hombre, que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo,
y la absolución del sacerdote, que concede el perdón en nombre de Cristo y
establece el modo de la satisfacción» (Compendio, 302).
3. Los actos del penitente
Son «los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo, a
saber, la contrición, la confesión de los pecados y la satisfacción» (Catecismo,
1448).
3.1. La contrición
«Entre los actos del penitente, la contrición aparece en primer lugar. Es “un dolor
del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a
pecar”» (Catecismo, 1451[4]).
«Cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas, la contrición se
llama “contrición perfecta”(contrición de caridad). Semejante contrición
perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales
si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la
confesión sacramental» (Catecismo, 1452).
«La contrición llamada “imperfecta” (o “atrición”) es también un don de Dios,
un impulso del Espíritu Santo. Nace de la consideración de la fealdad del
pecado o del temor de la condenación eterna y de las demás penas con que es
amenazado el pecador. Tal conmoción de la conciencia puede ser el comienzo de
una evolución interior que culmina, bajo la acción de la gracia, en la
absolución sacramental. Sin embargo, por sí misma la contrición imperfecta no
alcanza el perdón de los pecados graves, pero dispone a obtenerlo en el
sacramento de la Penitencia» (Catecismo, 1453).
«Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de
conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. Para esto, los textos más
aptos a este respecto se encuentran en el Decálogo y en la catequesis moral de
los evangelios y de las cartas de los apóstoles: Sermón de la montaña y
enseñanzas apostólicas» (Catecismo, 1454).
3.2. La confesión de los pecados
«La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial
del sacramento de la penitencia: “En la confesión, los penitentes deben
enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse
examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido
cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cfr. Ex
20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente
el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de
todos”» (Catecismo, 1456[5]).
«La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único
modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no
ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión»[6]. La confesión
de las culpas nace del verdadero conocimiento de sí mismo ante Dios, fruto del
examen de conciencia, y de la contrición de los propios pecados. Es mucho más
que un desahogo humano: «La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino
un coloquio divino»[7].
Al confesar los pecados el cristiano penitente se somete al juicio de Jesucristo, que lo ejercita
por medio del sacerdote, el cual prescribe al penitente las obras de penitencia
y lo absuelve de los pecados. El penitente combate el pecado con las armas de la
humildad y la obediencia.
3.3. La satisfacción
«La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el
pecado causó. Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena
salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe
satisfacer de manera apropiada o expiar sus pecados. Esta
satisfacción se llama también penitencia» (Catecismo, 1459).
El confesor, antes de dar la absolución, impone la penitencia, que el penitente
debe aceptar y cumplir luego. Esa penitencia le sirve como satisfacción por los
pecados y su valor proviene sobre todo del sacramento: el penitente ha
obedecido a Cristo cumpliendo lo que Él ha establecido sobre este sacramento, y
Cristo ofrece al Padre esa satisfacción de un miembro suyo.
Antonio Miralles
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1422-1484.
Lecturas recomendadas
Ordo Paenitentiae, Praenotanda, 1-30.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio et Pænitentia,
2-XII-1984, 28-34.
Pablo VI, Const. Ap. Indulgentiarum doctrina, 1-I-1967.
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[1]
«Al ver Jesús la fe de ellos, dijo: “Hombre, tus pecados te son perdonados”» (Lc
5, 20); «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No he
venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a la penitencia» (Lc
5, 31-32); «Entonces le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados» (Lc
7, 48).
[2]Ordo
Paenitentiae, Praenotanda, 5 (las citas textuales en castellano
están tomadas de la traducción de la Conferencia Episcopal Española). La última
frase de la cita está tomada de la constitución Pænitemini, 17-II-1966,
de Pablo VI.
[3]Ibidem.
La cita dentro de este texto es de Pablo VI, const. Indulgentiarum
doctrina, 1-I-1967, 4.
[4] La
cita que recoge el Catecismo es del Concilio de Trento (DS 1676).
[5] La
cita que recoge el Catecismo es del Concilio de Trento (DS 1680).