La íntima comunidad de vida y amor conyugal entre hombre y mujer es
sagrada, y está estructurada según leyes establecidas por el Creador, que no
dependen del arbitrio humano.
«La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre
sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien
de los cónyuges y a la generación y educación de la prole, fue elevada por
Cristo Nuestro Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados» (CIC, 155
§1).
1. El designio divino sobre el matrimonio
«El mismo Dios es autor del matrimonio»[1]. La íntima comunidad conyugal entre el
hombre y la mujer es sagrada, y está estructura con leyes propias establecidas
por el Creador que no dependen del arbitrio humano.
La institución del matrimonio no es una ingerencia indebida en las relaciones
personales íntimas entre un hombre y una mujer, sino una exigencia interior del
pacto de amor conyugal: es el único lugar que hace posible que el amor entre un
hombre y una mujer sea conyugal[2], es decir un amor electivo que abarca el
bien de toda la persona en cuanto sexualmente diferenciada[3]. Este amor mutuo entre los esposos «se
convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al
hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (Gn 1,
31). Y este amor es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del
cuidado de la creación. Y los bendijo Dios y les dijo: “Sed fecundos y
multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla” (Gn 1, 28)» (Catecismo,
1604).
El pecado original introdujo la ruptura de la comunión original entre el hombre
y la mujer, debilitando la conciencia moral relativa a la unidad e
indisolubilidad del matrimonio. La Ley antigua, conforme a la pedagogía divina,
no crítica la poligamia de los patriarcas ni prohíbe el divorcio; pero
«contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal
exclusivo y fiel (cfr. Os 1-3; Is 54.62, Jr 2-3.31; Ez
16, 62; 23), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido
para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del
matrimonio (cfr. Mal 2, 13-17)» (Catecismo, 1611).
«Jesucristo no sólo restablece el orden original del Matrimonio querido por
Dios, sino que otorga la gracia para vivirlo en su nueva dignidad de
sacramento, que es el signo del amor esponsal hacia la Iglesia: “Maridos, amad
a vuestras mujeres como Cristo ama a la Iglesia” (Ef 5, 25)» (Compendio,
341).
«Entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido que no sea por
eso mismo sacramento» (CIC, 155 §2)[4].
El sacramento del matrimonio aumenta la gracia santificante, y confiere la
gracia sacramental específica, la cual ejerce una influencia singular sobre
todas las realidades de la vida conyugal[5], especialmente sobre el amor de los
esposos[6]. La vocación universal a la santidad está
especificada para los esposos «por el sacramento celebrado y traducida
concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar»[7]. «Los casados
están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión;
cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a
espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales,
el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente
adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras
personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas
y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar»[8].
2. La celebración del matrimonio
El matrimonio nace del consentimiento personal e irrevocable de los esposos (cfr.
Catecismo, 1626). «El consentimiento matrimonial es el acto de la
voluntad, por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en
alianza irrevocable para constituir el matrimonio» (CIC, 1057 §2).
«La Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica
de la celebración del matrimonio» (Catecismo, 1631). Por eso, «solamente
son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar o
el párroco, o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan,
y ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas» por el Código de
Derecho Canónico (CIC, 1108 §1).
Varias razones concurren para explicar esta determinación: el matrimonio
sacramental es un acto litúrgico; introduce en un ordo eclesial,
creando derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los
hijos. Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que
exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos); y el carácter
público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a
permanecer fiel a él (cfr. Catecismo, 1631).
3. Propiedades esenciales del matrimonio.
«Las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad,
que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del
sacramento» (CIC, 1056). El marido y la mujer «por el pacto conyugal ya no son
dos, sino una sola carne (Mt 19,6)... Esta íntima unión, como mutua
entrega de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena
fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad»[9].
«La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad
personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor. La
poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor
conyugal que es único y exclusivo» (Catecismo, 1645).
«En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión
del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la
autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la
dureza del corazón (cfr. Mt 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la
mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: “Lo que Dios unió, que no lo
separe el hombre” (Mt 19, 6)» (Catecismo, 1614). En virtud del
sacramento, por el que los esposos cristianos manifiestan y participan del
misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (Ef
5, 32), la indisolubilidad adquiere un sentido nuevo y más profundo
acrecentando la solidez original del vínculo conyugal, de modo que «el
matrimonio rato [esto es, celebrado entre bautizados] y consumado no puede ser
disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte»
(CIC, 1141).
«El divorcio es una ofensa grave a la ley natural. Pretende romper el
contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte.
El divorcio atenta contra la Alianza de salvación de la cual el matrimonio
sacramental es un signo» (Catecismo, 2384). «Puede ocurrir que uno de
los cónyuges sea la víctima inocente del divorcio dictado en conformidad con la
ley civil; entonces no contradice el precepto moral. Existe una diferencia
considerable entre el cónyuge que se ha esforzado con sinceridad por ser fiel
al sacramento del Matrimonio y se ve injustamente abandonado y el que, por una
falta grave de su parte, destruye un matrimonio canónicamente válido» (Catecismo,
2386).
«Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace
prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia
admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación.
Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para
contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería,
si es posible, la reconciliación» (Catecismo, 1649). Si tras la
separación «el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar
ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del
patrimonio, puede ser tolerado sin constituir una falta moral» (Catecismo,
2383).
Si tras el divorcio se contrae una nueva unión, aunque reconocida por la ley
civil, «el cónyuge casado de nuevo se haya entonces en situación de adulterio
público y permanente» (Catecismo, 2384). Los divorciados casados de
nuevo, aunque sigan perteneciendo a la Iglesia, no pueden ser admitidos a
la Eucaristía, porque su estado y condición de vida contradicen objetivamente
esa unión de amor indisoluble entre Cristo y la Iglesia significada y
actualizada en la Eucaristía. «La reconciliación en el sacramento de la
penitencia —que les abriría el camino al sacramento eucarístico— puede darse
únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de
la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no
contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente
que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la
educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación,
asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los
actos propios de los esposos»[10].
4. La paternidad responsable
«Por su naturaleza misma, la institución misma del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados a la procreación y a educación de la prole y con ellas
son coronados como su culminación. Los hijos son, ciertamente, el don más
excelente del matrimonio y contribuyen mucho al bien de sus mismos padres. El
mismo Dios, que dijo: “No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2, 18), y
que hizo desde el principio al hombre, varón y mujer” (Mt 19, 4),
queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora,
bendijo al varón y a la mujer diciendo: “Creced y multiplicaos” (Gn 1,
28). De ahí que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de
vida familiar que de él procede, sin dejar posponer los otros fines del
matrimonio, tiende a que los esposos estén dispuestos con fortaleza de ánimo a
cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y
enriquece su propia familia cada día más» (Catecismo, 1652)[11].
Por ello, entre «los cónyuges que cumplen de este modo la misión que Dios les
ha confiado, son dignos de mención muy especial los que de común acuerdo, bien
ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla
dignamente»[12].
El estereotipo de la familia presentada por la cultura dominante actual se
opone a la familia numerosa, justificado por razones económicas, sociales,
higiénicas, etc. Pero «el verdadero amor mutuo trasciende la comunidad de
marido y mujer, y se extiende a sus frutos naturales: los hijos. El egoísmo,
por el contrario, acaba rebajando ese amor a la simple satisfacción del
instinto y destruye la relación que une a padres e hijos. Difícilmente habrá
quien se sienta buen hijo —verdadero hijo— de sus padres, si puede pensar que
ha venido al mundo contra la voluntad de ellos: que no ha nacido de un amor
limpio, sino de una imprevisión o de un error de cálculo [...], veo con
claridad que los ataques a las familias numerosas provienen de la falta de fe:
son producto de un ambiente social incapaz de comprender la generosidad, que
pretende encubrir el egoísmo y ciertas prácticas inconfesables con motivos
aparentemente altruistas»[13].
Aún con una disposición generosa hacia la paternidad, los esposos pueden
encontrarse «impedidos por algunas circunstancias actuales de la vida, y pueden
hallarse en situaciones en las que el número de hijos, al menos por cierto
tiempo, no puede aumentarse»[14]. «Si para espaciar los nacimientos existen
serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los
cónyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es
lícito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones
generadoras para usar del matrimonio sólo en los periodos infecundos y así
regular la natalidad»[15].
Es intrínsecamente mala «toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o
en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación»[16].
Aunque se busque retrasar un nuevo concebimiento, el valor moral del acto
conyugal realizado en el periodo infecundo de la mujer es diverso del efectuado
con el recurso a un medio anticonceptivo. «El acto conyugal, por su íntima
estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la
generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del
hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y
procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y
verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad»[17].
Mediante el recurso a la anticoncepción se excluye el significado procreativo
del acto conyugal; el uso del matrimonio en los periodos infecundos de la mujer
respeta la inseparable conexión de los significados unitivos y procreativos de
la sexualidad humana. En el primer caso se comete un acto positivo para impedir
la procreación, eliminando del acto conyugal su potencialidad propia en orden a
la procreación; en el segundo sólo se omite el uso del matrimonio en los
periodos fecundos de la mujer, lo que de por sí no lesiona a ningún otro acto
conyugal de su capacidad procreadora en el momento de su realización[18].
Por tanto, la paternidad responsable, tal como la enseña la Iglesia, no
comporta de ningún modo mentalidad anticonceptiva; al contrario, responde a
determinada situación provocada por circunstancias concurrentes, que de suyo no
se quieren, sino que se padecen, y que pueden contribuir, con la oración, a
unir más a los cónyuges y a toda la familia.
5. El matrimonio y la familia
«Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad más
amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que
encuentran su coronación»[19].
«El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y fundamento
de la sociedad humana; la familia es por ello la célula primera y vital de la
sociedad»[20]. Esta específica y exclusiva dimensión pública
del matrimonio y de la familia reclama su defensa y promoción por parte de la
autoridad civil[21]. Las leyes que no reconocen las
propiedades esenciales del matrimonio —el divorcio—, o la equiparan a otras
formas de unión no matrimoniales —uniones de hecho o uniones entre personas del
mismo sexo— son injustas: lesionan gravemente el fundamento de la propia
sociedad que el Estado está obligado a proteger y fomentar[22].
En la Iglesia la familia es llamada Iglesia doméstica porque la específica
comunión de sus miembros está llamada a ser «revelación y actuación específica
de la comunión eclesial»[23]. «Los padres han de ser para con sus
hijos los primeros predicadores de la fe, tanto con su palabra como con su
ejemplo, y han de fomentar la vocación propia de cada uno, y con especial
cuidado la vocación sagrada»[24]. «Aquí es donde se ejercita de manera
privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los
hijos, de todos los miembros de la familia, en la recepción de los sacramentos,
en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa,
con la renuncia y el amor que se traduce en obras. El hogar es así la primera
escuela de vida cristiana y escuela del más rico humanismo. Aquí se aprende la
paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso
reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de
su vida» (Catecismo, 1657).
Rafael Díaz
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1601-1666, 2331-2400.
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 47-52.
Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 11-16.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 87-112.
San Josemaría, Homilía El matrimonio, vocación cristiana, en Es
Cristo que pasa, 22-30.
J. Miras – J. I. Bañares, Matrimonio y familia, Rialp, Madrid 2006.
J.M. Ibáñez Langlois, Sexualidad, Amor, Santa Pureza, Ediciones
Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile 2006.
--------------------------
[1]
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 48.
[2]
Cfr. Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 11.
[3]
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 49.
[4]
«En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos
definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima
de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la
caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora»
(Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 13).
[5]
«Los matrimonios tienen gracia de estado —la gracia del sacramento— para vivir
todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el
buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo» (San
Josemaría, Conversaciones, 108).
[6]
«El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece
por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para
conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la
sublime misión de la paternidad y la maternidad» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium
et Spes, 48).
[7]
Juan Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 56.
[9]
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 48.
[10] Juan Pablo
II, Ex. ap. Familiaris consortio, 84. Cfr. Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum
Caritatis, 22-II-2007, 29; Congregación para la doctrina de la fe, Carta
sobre la recepción de la Comunión Eucarística por parte de los fieles
divorciados que se han vuelto a casar, 14-IX-1994; Catecismo, 1650.
[11] «En el deber
de transmitir la vida humana y de educarla, lo cual hay que considerar como su
propia misión, los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador
y como sus intérpretes [...], los esposos cristianos, confiados en la divina
Providencia cultivando el espíritu de sacrificio, glorifican al Creador y
tienden a la perfección en Cristo cuando con generosa, humana y cristiana
responsabilidad cumplen su misión procreadora» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium
et Spes, 50).
[13] San
Josemaría, Conversaciones, 94. «Los esposos deben edificar su
convivencia sobre un cariño sincero y limpio, y sobre la alegría de haber
traído al mundo los hijos que Dios les haya dado la posibilidad de tener,
sabiendo, si hace falta, renunciar a comodidades personales y poniendo fe en la
providencia divina: formar una familia numerosa, si tal fuera la voluntad de
Dios, es una garantía de felicidad y de eficacia, aunque afirmen otra cosa los
autores equivocados de un triste hedonismo» (San Josemaría, Es Cristo que
pasa, 25).
[14] Concilio
Vaticano II, Const. Gaudium et Spes, 51.
[15] Pablo VI, Enc.
Humanae vitae, 26-VII-1968, 16.
[17]Ibidem,
12. El acto conyugal realizado con la exclusión de uno de los significados es
intrínsecamente deshonesto: «un acto conyugal impuesto al cónyuge sin
considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero acto
de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en las
relaciones entre los esposos»; o «un acto de amor recíproco, que prejuzgue la
disponibilidad a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes,
ha puesto en él, está en contradicción con el designio constitutivo del
matrimonio y con la voluntad del Autor dela vida. Usar este don divino
destruyendo su significado y su finalidad, aun sólo parcialmente, es
contradecir la naturaleza del hombre y de la mujer y sus más íntimas
relaciones, y por lo mismo es contradecir también el plan de Dios y su
voluntad» (Ibidem, 13).
[18] Cfr. Juan
Pablo II, Ex. ap. Familiaris consortio, 32; Catecismo, 2370. La
supresión del significado procreativo conlleva la exclusión el significado
unitivo del acto conyugal: «el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino
también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a
entregarse en plenitud personal» (Ex. ap. Familiaris consortio, 32).
[21] «La familia
es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la
protección de la sociedad y del Estado» (ONU, Declaración Universal de los
Derechos Humanos, 10-XII-1948, art. 16).
[22] Cfr. Consejo
Pontificio para la Familia, Familia, matrimonio y uniones de hecho,
Ciudad del Vaticano 2000; Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones
acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas
homosexuales, Ciudad del Vaticano 2003.
[23] Juan Pablo
II, Ex. ap. Familiaris consortio, 21.
[24] Concilio
Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 11.