«Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de
conciencia, son calificables moralmente: son buenos o malos» (Catecismo,
1749). «El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están
conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación
voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo»[1]. «La moralidad
de los actos humanos depende:
— del objeto elegido;
— del fin que se busca o la intención;
— de las circunstancias de la acción.
El objeto, la intención y las circunstancias son las “fuentes” o elementos constitutivos
de la moralidad de los actos humanos» (Catecismo, 1750).
2. El objeto moral
El objeto moral «es el fin próximo de una elección deliberada que determina el
acto de querer de la persona que actúa»[2]. El valor moral de los actos humanos (el
que sean buenos o malos) depende ante todo de la conformidad del objeto o del
acto querido con el bien de la persona, según el juicio de la recta razón[3]. Sólo si el
acto humano es bueno por su objeto, es “ordenable” al fin último[4].
Hay actos que son intrínsecamente malos porque son malos «siempre y por
sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores
intenciones de quien actúa y de las circunstancias»[5].
El proporcionalismo y el consecuencialismo son teorías erróneas
sobre la noción y la formación del objeto moral de una acción, según las cuales
hay que determinarlo en base a la “proporción” entre los bienes y males que se
persiguen, o a las “consecuencias” que pueden derivarse[6].
3. La intención
En el obrar humano «el fin es el término primero de la intención y designa el
objetivo buscado en una acción. La intención es un movimiento de la voluntad
hacia un fin; mira al término del obrar» (Catecismo, 1752)[7]. Un acto que,
por su objeto, es “ordenable” a Dios, «alcanza su perfección última y decisiva
cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios»[8]. La intención del sujeto que actúa «es un
elemento esencial en la calificación moral de la acción» (Catecismo,
1752).
La intención «no se limita a la dirección de cada una de nuestras acciones
tomadas aisladamente, sino que puede también ordenar varias acciones hacia un
mismo objetivo; puede orientar toda la vida hacia el fin último» (Catecismo,
1752)[9]. «Una misma acción puede estar, pues,
inspirada por varias intenciones» (ibidem).
«Una intención buena no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo
desordenado. El fin no justifica los medios» (Catecismo, 1753)[10].
«Por el contrario, una intención mala sobreañadida (como la vanagloria)
convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna; cfr. Mt
6, 2-4)» (Catecismo, 1753).
4. Las circunstancias
Las circunstancias «son los elementos secundarios de un acto moral.
Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos
humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o
aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte)» (Catecismo,
1754). Las circunstancias «no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de
suyo es mala» (ibidem).
«El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de
las circunstancias» (Catecismo, 1755)[11].
5. Las acciones indirectamente voluntarias
«Una acción puede ser indirectamente voluntaria cuando resulta de una
negligencia respecto a lo que se habría debido conocer o hacer» (Catecismo,
1736)[12].
«Un efecto puede ser tolerado sin ser querido por el que actúa, por ejemplo, el
agotamiento de una madre a la cabecera de su hijo enfermo. El efecto malo no es
imputable si no ha sido querido ni como fin ni como medio de la acción, como la
muerte acontecida al auxiliar a una persona en peligro. Para que el efecto malo
sea imputable, es preciso que sea previsible y que el que actúa tenga la
posibilidad de evitarlo, por ejemplo, en el caso de un homicidio cometido por
un conductor en estado de embriaguez» (Catecismo, 1737).
También se dice que un efecto ha sido realizado con “voluntad indirecta” cuando
no se deseaba ni como fin ni como medio para otra cosa, pero se sabe que
acompaña de modo necesario a aquello que se quiere realizar[13]. Esto tiene importancia en la vida
moral, porque sucede a veces que hay acciones que tienen dos efectos, uno bueno
y otro malo, y puede ser lícito realizarlas para obtener el efecto bueno
(querido directamente), aunque no se pueda evitar el malo (que, por tanto, se
quiere sólo indirectamente). Se trata a veces de situaciones muy delicadas, en
las que lo prudente es pedir consejo a quien puede darlo.
Un acto es voluntario (y, por tanto, imputable) in causa cuando no se
elige por sí mismo, pero se sigue frecuentemente (in multis) de una conducta
directamente querida. Por ejemplo, quien no guarda convenientemente la vista
ante imágenes obscenas es responsable (porque lo ha querido in causa)
del desorden (no directamente elegido) de su imaginación; y quien lucha por
vivir la presencia de Dios quiere in causa los actos de amor que realiza
sin, aparentemente, proponérselo.
6. La responsabilidad
«La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que
éstos son voluntarios» (Catecismo, 1734). El ejercicio de la libertad
comporta siempre una responsabilidad ante Dios: en todo acto libre de alguna
manera aceptamos o rechazamos la voluntad de Dios. «El progreso en la virtud,
el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la
voluntad sobre los propios actos» (Catecismo, 1734).
«La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar
disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la
violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores
psíquicos o sociales» (Catecismo, 1735).
7. El mérito
«El término “mérito” designa en general la retribución debida por parte
de una comunidad o una sociedad a la acción de uno de sus miembros, considerada
como obra buena u obra mala, digna de recompensa o de sanción. El mérito
corresponde a la virtud de la justicia conforme al principio de igualdad que la
rige» (Catecismo, 2006)[14].
El hombre no tiene, por sí mismo, mérito ante Dios, por sus buenas obras (cfr. Catecismo,
2007). Sin embargo, «la adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia
de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios,
un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho
del amor, que nos hace “coherederos” de Cristo y dignos de obtener la herencia
prometida de la vida eterna» (Catecismo, 2009)[15].
«El mérito del hombre ante Dios en la vida cristiana proviene de que Dios ha
dispuesto libremente asociar al hombre a la obra de su gracia» (Catecismo,
2008)[16].
Francisco Díaz
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1749-1761.
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 71-83.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad, en Es
Cristo que pasa, 67-72.
---------------------------
[1]
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 72. «La pregunta
inicial del diálogo del joven con Jesús: “¿Qué he de hacer de bueno para
conseguir la vida eterna?” (Mt 19,16) evidencia inmediatamente el
vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre
(...). La respuesta de Jesús remitiendo a los Mandamientos manifiesta también
que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas,
las cuales tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser
camino que conduce a la vida» (ibidem).
[2]
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 78. Cfr. Catecismo, 1751.
Para saber cuál es el objeto moral de un acto, «hay que situarse en la
perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer
es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden
de la razón, es causa de la bondad de la voluntad (...). Así pues, no se puede
tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden
físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de
cosas en el mundo externo» (ibidem). No se debe confundir el “objeto
físico” con el “objeto moral” de la acción (una misma acción física puede ser
objeto de actos morales diversos; p. ej. cortar con un bisturí, puede ser una
operación quirúrgica, o puede ser un homicidio).
[3]
«La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto
elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (Juan Pablo II, Enc. Veritatis
splendor, 78).
[5]Ibidem,
80; cfr. Catecismo, 1756. El Concilio Vaticano II señala varios
ejemplos: atentados a la vida humana, como «los homicidios de cualquier
género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio
voluntario»; atentados a la integridad de la persona humana, como «las
mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de
coacción psicológica»; ofensas a la dignidad humana como «las
condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros
son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y
responsables». «Todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios
que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican
que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido
al Creador» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 27).
Pablo VI, refiriéndose a las prácticas contraceptivas, enseñó que nunca es
lícito «hacer objeto de un acto positivo de la voluntad lo que es
intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque
con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o
social» (Pablo VI, Enc. Humanae vitae, 25-VII-1968, 14).
[6]
Estas teorías no afirman que «se puede hacer un mal para obtener un bien», sino
que no se puede decir que haya comportamientos que son siempre malos, porque
depende en cada caso de la “proporción” entre bienes y males, o de las
“consecuencias” (cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 75).
Por ejemplo, un proporcionalista no sostendría que “se puede hacer una estafa
por un fin bueno”, sino que examinaría si lo que se hace es o no es una estafa
(si lo “objetivamente elegido” es una estafa o no) teniendo en cuenta todas las
circunstancias, y la intención. Al final podría decir que no es una estafa lo
que en realidad sí que lo es, y podría justificar esa acción (o cualquier
otra).
[7] El
objeto moral se refiere a lo que la voluntad quiere con el acto concreto
(por ejemplo: matar a una persona, dar una limosna), mientras que la intención
se refiere al por qué lo quiere (por ejemplo: para cobrar una herencia,
para quedar bien delante de otros o para ayudar a un pobre).
[9]
Por ejemplo, un servicio que se hace a alguien tiene por fin ayudar al prójimo,
pero puede estar inspirado al mismo tiempo por el amor de Dios como fin último
de todas nuestras acciones, o se puede hacer por interés propio o para
satisfacer la vanidad (cfr. Catecismo, 1752).
[10] «Sucede
frecuentemente que el hombre actúa con buena intención, pero sin provecho
espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar
a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de
la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no
autoriza a hacer ninguna obra mala. “Algunos dicen: hagamos el mal para que
venga el bien. Estos bien merecen la propia condena” (Rm 3, 8)» (Santo
Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis: Opuscula theologica,
II, n. 1168).
[11] Es decir,
para que un acto libre se ordene al verdadero fin último, se requiere:
a) que sea, en sí mismo, ordenable al fin: es la bondad objetiva, o por el objeto,
del acto moral
b) que sea ordenable al fin en las circunstancias de lugar, tiempo,
etc., en que se realiza.
c) que la voluntad del sujeto efectivamente lo ordene al verdadero último fin:
es la bondad subjetiva, o por la intención.
[12] «Por ejemplo,
un accidente provocado por la ignorancia del código de la circulación» (Catecismo,
1736). Al ignorar —se entiende que voluntariamente, culpablemente— normas
elementales del código circulación, se puede decir que se quieren de modo
indirecto las consecuencias de esa ignorancia.
[13] Por ejemplo,
el que toma una pastilla para curarse el catarro, sabiendo que le dará algo de
sueño, lo que quiere directamente es curar el catarro, e indirectamente el
sueño. Propiamente hablando, los efectos indirectos de una acción no se
“quieren”, sino que se toleran o permiten en cuanto inevitablemente unidos a lo
que se necesita hacer.
[14] La culpa
es, en consecuencia, la responsabilidad que contraemos ante Dios al pecar,
haciéndonos merecedores de castigo.
[16] Cuando el
cristiano obra bien, «la acción paternal de Dios es lo primero, en cuanto que
Él impulsa, y el libre obrar del hombre es lo segundo en cuanto que éste
colabora, de suerte que los méritos de las obras buenas deben atribuirse a la
gracia de Dios en primer lugar, y al fiel cristiano, seguidamente» (ibidem).