«El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el
prójimo. Las ofensas a la verdad, mediante palabras o acciones, expresan un
rechazo a comprometerse con la rectitud moral» (Catecismo, 2464).
1. Vivir en la verdad
«Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas... se ven
impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad, y tienen la obligación
moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están
obligados a adherirse a la verdad una vez que la han conocido y a ordenar toda
su vida según sus exigencias»[1].
La inclinación del hombre a conocer la verdad y a manifestarla de palabra y
obra se ha torcido por el pecado, que ha herido la naturaleza con la ignorancia
del intelecto y con la malicia de la voluntad. Como consecuencia del pecado, ha
disminuido el amor a la verdad, y los hombres se engañan unos a otros, muchas
veces por egoísmo y propio interés. Con la gracia de Cristo el cristiano puede
hacer que su vida esté gobernada por la verdad.
La virtud que inclina a decir siempre la verdad se llama veracidad,
sinceridad o franqueza (cfr. Catecismo, 2468). Tres aspectos
fundamentales de esta virtud:
— sinceridad con uno mismo: es reconocer la verdad sobre la propia
conducta, externa e interna: intenciones, pensamientos, afectos, etc.; sin
miedo a agotar la verdad, sin cerrar los ojos a la realidad[2];
— sinceridad con los demás: sería imposible la convivencia humana si los
hombres no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se dijesen la verdad o
no se comportasen, p. ej., respetando los contratos, o más en general los
pactos, la palabra comprometida (cfr. Catecismo, 2469);
— sinceridad con Dios: Dios lo ve todo, pero como somos hijos suyos
quiere que se lo manifestemos. «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su
trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía,
sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los
hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo
perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se
arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros
deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia»[3].
La sinceridad en el Sacramento de la Confesión y en la dirección espiritual son
medios de extraordinaria eficacia para crecer en vida interior: en sencillez,
en humildad y en las demás virtudes[4]. La sinceridad es esencial para
perseverar en el seguimiento de Cristo, porque Cristo es la Verdad (cfr. Jn
14,6)[5].
2. Verdad y caridad
La Sagrada Escritura enseña que es preciso decir la verdad con caridad (Ef
4, 15). La sinceridad, como todas las virtudes, se ha de vivir por amor y con
amor (a Dios y a los hombres): con delicadeza y comprensión.
La corrección fraterna: es la práctica evangélica (cfr. Mt 18,15)
que consiste en advertir a otro de una falta que cometida o de un defecto, para
que se corrija. Es una gran manifestación de amor a la verdad y de caridad. En
ocasiones puede ser un deber grave.
La sencillez en el trato con los demás. Hay sencillez cuando la
intención se manifiesta con naturalidad en la conducta. La sencillez surge del
amor a la verdad y del deseo de que ésta se refleje fielmente en los propios
actos con naturalidad, sin afectación: esto es lo que también se conoce como sinceridad
de vida. Como las demás virtudes morales, la sencillez y la sinceridad han
de estar gobernadas por la prudencia, para que sean verdaderas virtudes.
Sinceridad y humildad. La sinceridad es camino para crecer en humildad
(«caminar en la verdad» decía Santa Teresa de Jesús). La soberbia, que tan
fácilmente ve las faltas ajenas —exagerándolas o incluso inventándolas—, no se
da cuenta de las propias. El amor desordenado de la personal excelencia trata
siempre de impedir que nos veamos tal como somos, con todas nuestras miserias.
3. Dar testimonio de la verdad
«El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad» (Catecismo,
2472). Los cristianos tienen el deber de dar testimonio de la Verdad que es
Cristo. Por tanto, deben ser testigos del Evangelio, con claridad y coherencia,
sin esconder la fe. Lo contrario –la simulación– sería avergonzarse de Cristo,
que ha dicho: «el que me negare delante de los hombres, también yo le negaré
delante de mi Padre que está en los Cielos» (Mt 10,33).
«El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe: un
testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto
y resucitado, al cual está unido por la caridad» (Catecismo, 2473). Ante
la alternativa entre negar la fe (de palabra o de obra) o perder la vida
terrena, el cristiano debe estar dispuesto a dar la vida: «¿De qué sirve al
hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8,36). Cristo fue
condenado a muerte por dar testimonio de la verdad (cfr. Mt 26,63-66).
Una multitud de cristianos han sido mártires por mantenerse fieles a Cristo, y
«la sangre de los mártires se ha transformado en semilla de nuevos cristianos»[6].
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que
relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de
coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día,
incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las
múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede
exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la
gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la
virtud de la fortaleza, que —como enseña San Gregorio Magno— le capacita a
“amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia
in Job, 7,21,24)»[7].
4. Las ofensas a la verdad
«”La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (San
Agustín, De mendacio, 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra
diabólica: “Vuestro padre es el diablo... porque no hay verdad en él; cuando
dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de
la mentira” (Jn 8,44)» (Catecismo, 2482).
«La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que
deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete y los
daños padecidos por los perjudicados» (Catecismo, 2484). Puede ser
materia de pecado mortal «cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia
y la caridad» (ibidem). Hablar con ligereza o locuacidad (cfr. Mt
12,36), puede llevar fácilmente a la mentira (apreciaciones inexactas o
injustas, exageraciones, a veces calumnias).
Falso testimonio y perjurio: «Una afirmación contraria a la verdad posee
una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a
ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de
perjurio» (Catecismo, 2476). Hay obligación de reparar el daño.
«El respeto a la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra
que puedan causarles un daño injusto» (Catecismo, 2477). El derecho al
honor y a la buena fama –tanto propio como ajeno– es un bien más precioso que
las riquezas, y de gran importancia para la vida personal, familiar y social. Pecados
contra la buena fama del prójimo son:
– el juicio temerario: se da cuando, sin suficiente fundamento, se
admite como verdadera una supuesta culpa moral del prójimo (p. ej. juzgar que
alguien ha obrado con mala intención, sin que conste así). «No juzguéis y no
seréis juzgados, no condenéis, y no seréis condenados» (Lc 6,37) (cfr. Catecismo,
2477);
– la difamación: es cualquier atentado injusto contra la fama del
prójimo. Puede ser de dos tipos: la detracción o maledicencia ("decir
mal"), que consiste en revelar pecados o defectos realmente existentes
del prójimo, sin una razón proporcionadamente grave (se llama murmuración
cuando se realiza a espaldas del acusado); y la calumnia, que consiste
en atribuir al prójimo pecados o defectos falsos. La calumnia encierra una
doble malicia: contra la veracidad y contra la justicia (tanto más grave cuanto
mayor sea la calumnia y cuanto más se difunda).
Actualmente son frecuentes estas ofensas a la verdad o a la buena fama en los
medios de comunicación. También por este motivo es necesario ejercitar un sano
espíritu crítico al recibir noticias de los periódicos, revistas, TV, etc. Una
actitud ingenua o "credulona" lleva a la formación de juicios falsos[8].
Siempre que se haya difamado (ya sea con la detracción o con la calumnia),
existe obligación de poner los medios posibles para devolver al prójimo la
buena fama que injustamente se ha lesionado.
Hay que evitar la cooperación en estos pecados. Cooperan a la difamación,
aunque en distinto grado, el que oye con gusto al difamador y se goza en lo que
dice; el superior que no impide la murmuración sobre el súbdito, y cualquiera
que –aun desagradándole el pecado de detracción–, por temor, negligencia o
vergüenza, no corrige o rechaza al difamador o al calumniador, y el que propala
a la ligera insinuaciones de otras personas contra la fama de un tercero[9].
Atenta también contra la verdad «toda palabra o actitud que, por halago,
adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus
actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se
hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la
amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial
cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u
obtener ventajas legítimas» (Catecismo, 2480).
5. El respeto de la intimidad
«El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien
común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido o para
usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con
frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad
a quien no tiene derecho a conocerla» (Catecismo, 2489). «El derecho a
la comunicación de la verdad no es incondicional» (Catecismo, 2488).
«El secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede
ser revelado bajo ningún pretexto. “El sigilo sacramental es inviolable; por lo
cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de
palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo” (CIC, 983, §1)» (Catecismo,
2490).
Se deben guardar los secretos profesionales y, generalmente, todo secreto
natural. Revelar estos secretos representa una falta de respeto a la intimidad
de las personas, y puede constituir un pecado contra la justicia.
Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de las personas. La
ingerencia en la vida privada de personas comprometidas en una actividad
política o pública, para divulgarla en los medios de información, es condenable
en la medida en que atenta contra su intimidad y libertad (cfr. Catecismo,
2492).
Los medios de comunicación social ejercen una influencia determinante en la
opinión pública. Son un campo importantísimo de apostolado para la defensa de
la verdad y la cristianización de la sociedad.
Juan Ramón Areitio
Bibliografía básica:
Catecismo de la Iglesia Católica, 2464-2499.
Lecturas recomendadas:
San Josemaría, Homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad, en Es
Cristo que pasa, 67-72.
T. Trigo, El bien de la verdad, en A. Sarmiento – T. Trigo – E. Molina, Moral
de la persona, EUNSA, Pamplona 2006, Quinta Parte, pp. 302-391.
«La sinceridad es indispensable para adelantar en la
unión con Dios.
–Si dentro de ti, hijo mío, hay un “sapo”, ¡suéltalo!
Di primero, como te aconsejo siempre, lo que no querrías que se supiera. Una
vez que se ha soltado el “sapo” en la Confesión, ¡qué bien se está!» (Forja,
193).
[5]
«Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres. –Así
estoy seguro de tu perseverancia» (San Josemaría, Surco, 325).
[6]
«Martyrum sanguis est semen christianorum» (Tertuliano, Apologeticus,
50. Cfr. San Justino, Dialogus cum Tryphone, 110: PG 6,729).
[7]
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-93, 93. Cfr. San
Josemaría, Camino, 204.
[8]
«Los medios de comunicación social (en particular, los mass-media)
pueden engendrar cierta pasividad en los usuarios, haciendo de éstos
consumidores poco vigilantes de mensajes o de espectáculos. Los usuarios deben
imponerse moderación y disciplina respecto a los mass-media. Han de
formarse una conciencia clara y recta para resistir más fácilmente las
influencias menos honestas» (Catecismo, 2496).
Los profesionales de la opinión
pública tienen la obligación, al difundir la información, "de servir a la
verdad y de no ofender a la caridad. Han de esforzarse por respetar (...) la
naturaleza de los hechos y los límites del juicio crítico respecto a las
personas. Deben evitar ceder a la difamación" (Catecismo, 2497).
[9]
Cfr. San Josemaría, Camino, 49. La murmuración es, en particular,
enemigo nefasto de la unidad en el apostolado: «es roña que ensucia y entorpece
el apostolado. –Va contra la caridad, resta fuerzas, quita la paz, y hace
perder la unión con Dios» (San Josemaría, Camino, 445. Cfr. ibidem,
453).