El pecado es una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna. Es
una ofensa a Dios, que lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra la
solidaridad humana.
1. El pecado personal: ofensa a Dios, desobediencia a la ley divina
El pecado personal es un «acto, palabra o deseo contrario a la ley eterna»[1]. Esto
significa que el pecado es un acto humano, puesto que requiere el
concurso de la libertad[2], y se expresa en actos externos, palabras
o actos internos. Además, este acto humano es malo, es decir, se opone a
la ley eterna de Dios, que es la primera y suprema regla moral, fundamento de
las demás. De modo más general, se puede decir que el pecado es cualquier acto
humano opuesto a la norma moral, esto es, a la recta razón iluminada por al fe.
Se trata, por tanto, de una toma de posición negativa con respecto a Dios y, en
contraste, un amor desordenado a nosotros mismos. Por eso, también se dice que
el pecado es esencialmente aversio a Deo et conversio ad creaturas. La aversio
no representa necesariamente un odio explícito o aversión, sino el alejamiento
de Dios, consiguiente a la anteposición de un bien aparente o finito al bien
supremo del hombre (conversio). San Agustín lo describe como «el amor de
sí que llega hasta el desprecio de Dios»[3]. «Por esta exaltación orgullosa de sí, el
pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la
salvación (cfr. Flp 2, 6-9)» (Catecismo, 1850).
El pecado es el único mal en sentido pleno. Los demás males (p. e. una
enfermedad) en sí mismos no apartan de Dios, aunque ciertamente son privación
de algún bien.
2. Pecado mortal y pecado venial
Los pecados se pueden dividir en mortales o graves y veniales
o leves (cfr. Jn 5, 16-17), según que el hombre pierda totalmente
la gracia de Dios o no[4]. El pecado mortal y el pecado venial se
pueden comparar entre sí como la muerte y la enfermedad del alma.
«Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y
que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado
consentimiento»[5]. «Siguiendo la Tradición de la Iglesia,
llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad
y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone
[aversio a Deo], prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad
creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad
creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los
pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos
los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave»[6].
-Materia grave: significa que el acto es por sí mismo incompatible con
la caridad y por tanto también con exigencias ineludibles de las virtudes
morales o teologales.
-Pleno conocimiento (o advertencia) del entendimiento: o sea, se
conoce que la acción que se realiza es pecaminosa, es decir, contraria a la ley
de Dios.
-Deliberado (o perfecto) consentimiento de la voluntad:
indica que se quiere abiertamente esa acción, que se sabe contraria a la ley de
Dios. Esto no significa que para que haya pecado mortal sea necesario querer
ofender directamente a Dios: basta que se quiera realizar algo gravemente
contrario a su divina voluntad[7].
Las tres condiciones han de cumplirse simultáneamente[8]. Si falta alguna de las tres el pecado
puede ser venial. Esto se da, p. e., cuando la materia no es grave,
aunque haya plena advertencia y perfecto consentimiento; o bien, cuando no hay
plena advertencia o perfecto consentimiento, aunque se trate de materia grave.
Lógicamente, si no hay advertencia ni consentimiento, faltan los requisitos
para que se pueda hablar de que una acción es pecaminosa, pues no sería un acto
propiamente humano.
2.1. Efectos del pecado mortal
El pecado mortal «entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia
santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es rescatado por el
arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y
la muerte eterna del infierno» (Catecismo, 1861)[9]. Cuando se ha cometido un pecado mortal,
y mientras se permanezca fuera del “estado de gracia” –sin recuperarla en la
confesión sacramental- no se ha de recibir la Comunión, pues no se puede querer
a la vez estar unido y alejado de Cristo: se cometería un sacrilegio[10].
Al perder la unión vital con Cristo por el pecado mortal, se pierde también la
unión con su Cuerpo místico, la Iglesia. No se deja de pertenecer a la Iglesia,
pero se está como miembro enfermo, sin salud, que produce un mal a todo el
cuerpo. También se ocasiona un daño a la sociedad humana, porque se deja de ser
luz y fermento, aunque esto pueda pasar inadvertido.
Por el pecado mortal se pierden los méritos adquiridos –aunque podrán
recuperarse al recibir el sacramento de la Penitencia- y se queda incapacitado
para adquirir otros nuevos; el hombre queda sujeto a la esclavitud del demonio;
disminuye el deseo natural de hacer el bien y se provoca un desorden en las potencias
y afectos.
2.2. Efectos del pecado venial
«El pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes
creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la
práctica del bien moral; merece penas temporales. El pecado venial deliberado y
que permanece sin arrepentimiento, nos dispone poco a poco a cometer el pecado
mortal. No obstante, el pecado venial no nos hace contrarios a la voluntad y la
amistad divinas; no rompe la Alianza con Dios. Es humanamente reparable con la
gracia de Dios. “No priva de la gracia santificante, de la amistad con Dios, de
la caridad, ni, por tanto, de la bienaventuranza eterna” (Juan Pablo II, Ex.
ap. Reconciliatio et paenitentia (2-12-1984), 17)» (Catecismo,
1863).
Dios nos perdona los pecados veniales en la Confesión y también, fuera de este
Sacramento, cuando realizamos un acto de contrición y hacemos penitencia,
doliéndonos por no haber correspondido al infinito amor que nos tiene.
El pecado venial deliberado, aunque no aparte totalmente de Dios, es una
tristísima falta que enfría la amistad con Él. Hay que tener “horror al pecado
venial deliberado”. Para una persona que quiere amar de veras a Dios no tiene
sentido consentir en pequeñas traiciones porque no son pecado mortal[11];
eso lleva a la tibieza[12].
2.3. La opción fundamental
La doctrina de la opción fundamental[13], que rechaza la distinción tradicional
entre los pecados mortales y los veniales, sostiene que la pérdida de la gracia
santificante por el pecado mortal –con todo lo que supone– compromete en tal modo
a la persona que solamente puede ser fruto de un acto de oposición radical y
total a Dios, es decir, un acto de opción fundamental contra Él[14].
Así entendido, según los defensores de esta opinión errónea, resultaría casi
imposible incurrir en pecado mortal en el devenir de nuestras elecciones
cotidianas; o en su caso recuperar el estado de gracia mediante una penitencia
sincera: pues la libertad, dicen, no sería apta para determinar, en su
capacidad ordinaria de elección, de un modo tan singular y decisivo, el signo
de la vida moral de la persona. Así, dicen estos autores, al tratarse de excepciones
puntuales a una vida globalmente recta, se podrían justificar faltas graves
de unidad y coherencia de vida cristiana; desgraciadamente al mismo tiempo se
restaría importancia a la capacidad de decisión y compromiso de la persona en
el uso de su albedrío.
Muy relacionado con la anterior doctrina está la propuesta de una tripartición
del pecado, en veniales, graves y mortales. Los últimos supondrían una
resolución consciente e irrevocable de ofender a Dios, y serían los únicos que
alejarían de Dios y cerrarían las puertas a la vida eterna. De esta forma, la
mayoría de los pecados que, por su materia, tradicionalmente han sido
considerados como mortales no serían más que graves, ya que no se cometerían
con una intención positiva de rechazar a Dios.
La Iglesia ha señalado en numerosas ocasiones los errores que subyacen en estas
corrientes de pensamiento. Nos encontramos ante una doctrina sobre la libertad
en donde ésta resulta muy debilitada, pues olvida que en realidad quien decide
es la persona, que puede elegir modificar sus intenciones más profundas y que
de hecho puede cambiar sus propósitos, sus aspiraciones, sus objetivos y su
entero proyecto vital, a través de determinados actos particulares y cotidianos[15].
Por otro lado, «queda siempre firme el principio de que la distinción esencial
y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata
la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una vía intermedia»[16].
2.4. Otras divisiones
a) Se puede distinguir entre el pecado actual, que es el mismo acto de
pecar, y el habitual, que es la mancha dejada en el alma por el pecado
actual, reato de pena y de culpa y, en el pecado mortal, privación de la
gracia.
b) El pecado personal se distingue a su vez del original, con el
que todos nacemos y que hemos contraído por la desobediencia de Adán. El pecado
original inhiere en cada uno, aunque no haya sido cometido personalmente. Se
podría comparar a una enfermedad heredada, que se cura por el Bautismo –al
menos, por su deseo implícito-, aunque permanece una cierta debilidad que
inclina a cometer nuevos pecados personales. El pecado personal, por tanto, se comete,
mientras que el pecado original se contrae.
c) Los pecados externos son los que se cometen con una acción que puede
ser observada desde el exterior (homicidio, robo, difamación, etc.). Los
pecados internos, en cambio, permanecen en el interior del hombre, esto
es, en su voluntad, sin manifestarse en actos externos (ira, envidia, avaricia
no exteriorizadas, etc.). Todo pecado, externo o interno, encuentra su origen
en un acto interno de la voluntad: es éste el acto propiamente moral. Los actos
puramente interiores pueden ser pecado e incluso grave.
d) Se habla de pecados carnales o espirituales según se tienda
desordenadamente a un bien sensible (o a una realidad que se presenta bajo la
apariencia de bien; por ejemplo, la lujuria) o espiritual (la soberbia). De por
sí, los segundos son más graves; no obstante, los pecados carnales son por
regla general más vehementes, precisamente porque el objeto que atrae (una
realidad sensible) es más inmediata.
e) Pecados de comisión y de omisión: todo pecado comporta la
realización de un acto voluntario desordenado. Si éste se traduce en una
acción, se denomina pecado de comisión; si por el contrario, el acto
voluntario se traduce en el omitir algo debido, se llama de omisión.
3. La proliferación del pecado
«El pecado crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la
repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la
conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal. Así el pecado
tiende a reproducirse y a reforzarse, pero no puede destruir el sentido moral
hasta su raíz» (Catecismo, 1865).
Llamamos capitales a los pecados personales que especialmente inducen a
otros, pues son la cabeza de los demás pecados. Son la soberbia –principio de
todo pecado ex parte aversionis (cfr. Sir 10, 12-13)-, avaricia
–principio ex parte conversionis-, lujuria, ira, gula, envidia y pereza
(cfr. Catecismo, 1866).
La pérdida del sentido del pecado es fruto del voluntario oscurecimiento
de la conciencia que lleva al hombre –por su soberbia- a negar que los pecados
personales sean tales e incluso a negar que exista el pecado[17].
A veces no cometemos directamente el mal pero de alguna manera colaboramos, con
mayor o menor responsabilidad y culpa moral, a la acción inicua de otras
personas. «El pecado es un acto personal. Pero nosotros tenemos una
responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos:
participando directa y voluntariamente; ordenándolos, aconsejándolos,
alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene
obligación de hacerlo; y protegiendo a los que hacen el mal» (Catecismo,
1868).
Los pecados personales dan lugar también a situaciones sociales contrarias a la
bondad divina que se conocen como estructuras de pecado[18].
Éstas no son más que expresión y efecto de los pecados de cada persona (cfr. Catecismo,
1869)[19].
4. Las tentaciones
En el contexto de las causas del pecado, hemos de hablar de la tentación, que
es la incitación al mal. «La causa del pecado está en el corazón del hombre» (Catecismo,
1873), pero éste puede estar atraído por la presencia de bienes aparentes. La
atracción de la tentación nunca puede ser tan fuerte que obligue a
pecar: «No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es
Dios, que no permitirá que seáis tentados pro encima de vuestras fuerzas; antes
bien, junto con la tentación os dará también la fuerza para poder soportarla»
(1 Co 10, 13). Si no se buscan, y se aprovechan como ocasión de esfuerzo
moral, pueden tener un significado positivo para la vida cristiana.
Las causas de las tentaciones pueden reducirse a tres (cfr. 1 Jn 2, 16):
- El “mundo”: no como creación de Dios, porque en este sentido es bueno,
sino en cuanto que por el desorden del pecado solicita a la conversio ad
creaturas, con un ambiente materialista y pagano[20].
- El demonio: que instiga al pecado, pero no tiene poder para hacernos
pecar. Las tentaciones del diablo se rechazan con oración[21].
- La “carne” o concupiscencia: desorden de las fuerzas del alma
como resultado de los pecados (también llamada fomes peccati). Esta
tentación se vence con la mortificación y la penitencia, y con la decisión de
no dialogar y de ser sinceros en la dirección espiritual, sin encubrir la
tentación con “razonadas sinrazones”[22].
Frente a la tentación, hay que luchar por evitar el consentimiento,
puesto que supone la adhesión de la voluntad a la complacencia, todavía
no deliberada, consiguiente a la representación involuntaria del mal que se da
en la sugestión.
Para combatir las tentaciones es preciso ser muy sinceros con Dios, con uno
mismo y en la dirección espiritual. De lo contrario se corre el riesgo de
provocar la deformación de la conciencia. La sinceridad es un gran medio para
evitar los pecados y alcanzar la verdadera humildad: Dios Padre sale al
encuentro de quien se confiesa pecador, revelando aquello que la soberbia
querría ocultar como pecado.
Además, se ha de huir de las ocasiones de pecado, esto es, de aquellas
circunstancias que se presentan más o menos voluntariamente y suponen una
tentación. Hay que evitar siempre las ocasiones libres, y cuando de
trata de ocasiones próximas (es decir, si hay peligro serio de caer en
la tentación) y necesarias (que no se pueden quitar), se debe hacer todo
lo posible para alejar el peligro, o dicho de otro modo, poner los medios para
que esas ocasiones pasen de próximas a remotas. También –en lo
posible– hay que evitar las ocasiones remotas, continuas y libres,
que corroen la vida espiritual y predisponen al pecado grave.
Pau Agulles Simó
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1846-1876.
Juan Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 2-XII-1984, 14-18.
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 65-70.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía La lucha interior, en Es Cristo que pasa,
73-82.
E. Colom, A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos,
Palabra, Madrid 2000, cap. XI.
A. Fernández, Teología Moral, vol. I, Aldecoa, Burgos 19952, pp.
747-834.
------------------------
[1]
San Agustín, Contra Faustum manichoeum, 22, 27: PL 42, 418. Cfr. Catecismo,
1849.
[2] Clásicamente
se ha definido el pecado como una desobediencia voluntaria a la ley de
Dios: si no fuera voluntaria, no sería pecado, puesto que no se trataría ni
siquiera de un propio y verdadero acto humano.
[6]
Juan Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 17.
[7] Se
comete un pecado mortal cuando el hombre «sabiéndolo y queriéndolo, elige, por
el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección
está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios
hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y
pierde la caridad» (Ibidem).
[8]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 70.
[9] A
pesar de la consideración del acto en sí, cabe señalar que el juicio sobre las
personas debemos confiarlo sólo a la justicia y a la misericordia de Dios (cfr.
Catecismo, 1861).
[10] Sólo quien
tenga un motivo verdaderamente grave y no encuentre posibilidad de confesarse,
puede celebrar los sacramentos y recibir la sagrada comunión, después de hacer
un acto de contricción perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto
antes (cfr. Catecismo, 1452 y 1457).
[11] Cfr. San
Josemaría, Amigos de Dios, 243; Surco, 139.
[18] Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 36 y ss.
[19] Cfr. Juan
Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio et paenitentia, 16.
[20] Para combatir
estas tentaciones es preciso ir contracorriente, siempre que sea necesario, con
fortaleza, en lugar de dejarse arrastrar por costumbres mundanas (cfr. San
Josemaría, Camino, 376).
[21] Por ejemplo,
la oración a San Miguel Arcángel, vencedor de Satanás (cfr. Ap 12,7 y
20,2). La Iglesia siempre ha recomendado también algunos sacramentales, como el
agua bendita, para combatir las tentaciones del demonio. «De ninguna cosa huyen
más los demonios, para no tornar, que del agua bendita», decía Santa Teresa de
Ávila (citado en San Josemaría, Camino, 572).