La salvación realizada por Cristo, y consiguientemente la misión de la
Iglesia, se dirige al hombre en su integridad, y por tanto como persona que
vive en sociedad.
La salvación realizada por Cristo, y consiguientemente la misión de la Iglesia,
se dirige al hombre en su integridad: por eso cuando la Iglesia propone su
doctrina social, no sólo no se aleja de su misión, sino que la cumple
fielmente. Aún más, la evangelización no sería auténtica si no tuviera en
cuenta la relación entre el Evangelio y la conducta personal, tanto a nivel
individual cuanto social. Además, la Iglesia vive en el mundo y es lógico, e
incluso debido, que se relacione con él en modo armónico, respetando la
estructura y finalidad propia de la naturaleza de las distintas organizaciones
humanas.
Así pues, la Iglesia tiene la misión, que es también un derecho, de ocuparse de
los problemas sociales; y cuando lo hace «no puede ser acusada de sobrepasar su
campo específico de competencia y, mucho menos, el mandato recibido del Señor»[1].
La misión de la Iglesia en este ámbito no se limita a proponer una normativa
ética. Se trata, más básicamente, de mostrar la dimensión evangélica de la vida
social, según la entera verdad sobre el hombre, de enseñar la conducta
congruente con esa verdad y de exhortar a su cumplimiento.
De hecho, entre la vida cristiana y la promoción humana existe una profunda y
esencial unión: un nexo antropológico, un vínculo teológico y un deber de
caridad[2]. Esa armonía, sin embargo, no comporta su
confusión: la meta de la conducta cristiana es la identificación con Cristo; su
liberación es, esencialmente, liberación del pecado, que ciertamente exige el
empeño en las liberaciones sectoriales[3]. Esta distinción es la base de la
autonomía de las realidades terrenas.
Las enseñanzas del Magistero en este campo no se extienden, por tanto, a los
aspectos técnicos, ni proponen sistemas de organización social, que no
pertenecen a su misión. Estas enseñanzas sólo pretenden la formación de las
conciencias; y así, no obstaculizan la autonomía de las realidades terrenas[4].
Así pues, no corresponde a la Jerarquía una función directa en la organización
de la sociedad; su cometido es enseñar e interpretar de modo auténtico los
principios morales en este campo. Por eso, la Iglesia acepta cualquier sistema
social en que se respete la dignidad humana; y los fieles deben acoger el
Magisterio social con una adhesión de la inteligencia, de la voluntad y de la
obras (cfr. Lc 10,16; Catecismo, 2032 y 2037).
2. Relación entre la Iglesia y el Estado
La religión y la política son ámbitos distintos, aunque no separados pues el
hombre religioso y el ciudadano se funden en la misma persona, que está llamada
a cumplir tanto sus deberes religiosos cuanto sus deberes sociales, económicos
y políticos. Es necesario, sin embargo, que «los fieles aprendan a distinguir
con cuidado los derechos y deberes que les conciernen por su pertenencia a la
Iglesia y los que les competen en cuanto miembros de la sociedad humana.
Esfuércense en conciliarlos entre sí, teniendo presente que en cualquier asunto
temporal deben guiarse por la conciencia cristiana, dado que ninguna actividad
humana, ni siquiera en el orden temporal, puede sustraerse al imperio de Dios.
En nuestro tiempo, concretamente, es de la mayor importancia que esa distinción
y esta armonía brille con suma claridad en el comportamiento de los fieles»[5]. Puede decirse
que en estas palabras se resume el modo en que los católicos deben vivir la enseñanza
del Señor: «Dad, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt
22,21).
La relación entre la Iglesia y el Estado comporta, por tanto, una distinción
sin separación, una unión sin confusión (cfr. Mt 22,15-21 y paral.). Esa
relación será correcta y fructuosa si sigue tres principios fundamentales:
aceptar la existencia de un ámbito ético que precede y informa la esfera
política; distinguir la misión de la religión y de la política; favorecer la
colaboración entre estos dos ámbitos.
a) Los valores morales deben informar la vida política
La propuesta de un “Estado ético”, que pretende regular el comportamiento moral
de los ciudadanos, es una teoría ampliamente rechazada, ya que con frecuencia
lleva al totalitarismo o al menos implica una tendencia marcadamente
autoritaria. Al Estado no le corresponde decidir lo que está bien o lo que está
mal, en cambio si tiene la obligación de buscar y promover el bien común y para
eso, a veces, necesitará regular sobre el comportamiento de los ciudadanos.
Este rechazo a un “Estado ético”, sin embargo, no debe conducir al error
opuesto: la “neutralidad” moral del mismo que de hecho ni existe ni se puede
dar. En efecto, los valores morales indican los criterios que favorecen el
desarrollo integral de las personas; ese desarrollo, en su dimensión social,
forma parte del bien común terreno; y el principal responsable del bien común
es el Estado. El Estado debe, entre otras cosas, favorecer la conducta moral de
las personas, al menos en la vida social.
b) La Iglesia y el Estado se diferencian por su naturaleza y por sus fines
La Iglesia ha recibido de Cristo el mandato apostólico: «id, pues, y haced
discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo» (Mt 28,19-20). Con su doctrina y con su actividad
apostólica, la Iglesia contribuye a la recta ordenación de las cosas
temporales, de modo que sirvan al hombre para alcanzar su fin último y no lo
desvíen de él.
Los medios que la Iglesia utiliza para llevar a cabo su misión son, ante todo,
espirituales: la predicación del Evangelio, la administración de los
sacramentos, la oración. También necesita utilizar medios materiales, adecuados
a la naturaleza de sus miembros que son personas humanas (cfr. Hch
4,32-37; 1 Tm 5,18); estos medios han de ser siempre conformes al
Evangelio. La Iglesia necesita además independencia para realizar su misión en
el mundo, pero no un predominio de carácter político o económico (cfr. Catecismo,
2246; Compendio, 426)[6].
El Estado es una institución que deriva de la natural sociabilidad humana, cuya
finalidad es el bien común temporal de la sociedad civil; este bien no es sólo
material sino también espiritual, pues los miembros de la sociedad son personas
con cuerpo y alma. El progreso social requiere, además de medios materiales,
otros muchos bienes de carácter espiritual: la paz, el orden, la justicia, la
libertad, la seguridad, etc. Estos bienes sólo pueden alcanzarse mediante el
ejercicio de las virtudes sociales, que el Estado debe promover y tutelar (p.
ej. la moralidad pública).
La diversidad entre el ámbito religioso y político implica que el Estado no
goza de “sacralidad” ni debe gobernar las conciencias, ya que el fundamento
moral de la política se encuentra fuera de ella; además la Iglesia no posee un
poder político coercitivo; en cuanto la pertenencia a ella, desde el punto de
vista civil, es voluntaria, su potestad es de carácter espiritual y no impone una
única solución política. En tal modo, Estado e Iglesia se ajustan a sus propias
funciones, y esto favorece la libertad religiosa y social.
De aquí derivan dos importantes derechos: el derecho a la libertad religiosa
que consiste en una inmunidad de coacción por parte del Estado en materia
religiosa; y el derecho a la libertad de actuación de los católicos respecto a
la jerarquía en materia temporal, aunque con la obligación de seguir el
Magisterio (cfr. CIC, 227). Además la Iglesia, «al predicar la verdad
evangélica, iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y
con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y
la responsabilidad políticas de los ciudadanos»[7].
c) Colaboración entre la Iglesia y el Estado
La distinción entre la Iglesia y el Estado no comporta –como se ha dicho– su
total separación, ni que la Iglesia deba reducir la propia acción al ámbito
privado y espiritual. Ciertamente la Iglesia «no puede ni debe sustituir al
Estado. Pero tampoco puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la
justicia»[8]. En este sentido, la Iglesia tiene el
derecho y el deber «de enseñar su doctrina sobre la sociedad, ejercer su misión
entre los hombres sin traba alguna y dar su juicio moral, incluso sobre
materias referentes al orden político, cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas»[9].
Así, p. ej., la Iglesia puede y debe señalar que una ley es injusta porque es
contraria a la ley natural (leyes sobre el aborto o el divorcio), o que
determinadas costumbres o situaciones son inmorales aunque estén permitidas por
el poder civil, o que los católicos no deben dar su apoyo a aquellas personas o
partidos que se propongan objetivos contrarios a la ley de Dios, y por tanto a
la dignidad de la persona humana y al bien común[10].
Tanto la Iglesia como la actividad política –que ejercen los gobernantes a
través de las distintas instituciones, o los partidos– aunque por un título
diverso, están al servicio del hombre, y «este servicio lo realizarán con tanta
mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación
entre ellas»[11]. Si la comunidad política (es decir, la
sociedad tomada en su conjunto: gobernantes y gobernados de un determinado
Estado) ignora a la Iglesia, se pone en contradicción consigo misma, puesto que
obstaculiza los derechos y los deberes de una parte de los ciudadanos,
concretamente de los fieles católicos.
Las formas prácticas de regular estas relaciones pueden variar según las
circunstancias: p. ej., no será la misma en países de tradición católica que en
otros en los que la presencia de católicos es minoritaria.
Un aspecto esencial que se debe cuidar siempre es la salvaguarda del derecho a
la libertad religiosa[12]. Velar por el respeto de este derecho es
velar por el respeto del entero orden social. El derecho a la libertad
social y civil en materia religiosa, es la fuente y síntesis
de todos los derechos del hombre[13].
En muchos países la Constitución (o sistema de leyes fundamentales que regulan
el sistema de gobierno de un Estado) garantiza ampliamente la libertad
religiosa de todos los ciudadanos y grupos religiosos; por este cauce, puede
también la Iglesia encontrar libertad suficiente para cumplir su misión y espacio
para desarrollar sus iniciativas apostólicas[14].
Además, si es posible, la Iglesia procura establecer acuerdos con el Estado,
llamados en general Concordatos, en los cuales se pactan soluciones concretas a
las cuestiones eclesiásticas relacionadas con la finalidad del Estado: libertad
de la Iglesia y de sus entidades para ejercer su misión, convenios en materia
económica, días de fiesta, etc.
3. Régimen sobre las cuestiones mixtas
Hay materias en que tanto la Iglesia como el Estado deben intervenir desde sus
respectivas competencias y finalidades (llamadas cuestiones mixtas), como son
la educación, el matrimonio, la comunicación social, la asistencia a los
necesitados[15]. En estas materias es especialmente
necesaria la colaboración, de modo que cada uno pueda cumplir su misión sin
impedimento por parte del otro[16].
a) A la Iglesia le compete regular el matrimonio de los católicos, aunque sólo
lo sea uno de los contrayentes; también porque el matrimonio es un sacramento y
a la Iglesia le corresponde establecer las normas para su administración.
Mientras concierne al Estado regular los efectos de orden civil: régimen de
bienes entre los esposos, etc. (cfr. CIC, 1059). El Estado tiene el deber de
reconocer a los católicos el derecho a contraer matrimonio canónico.
b) La educación de los hijos —también en materia religiosa— corresponde a los
padres por derecho natural; son ellos quienes deben determinar el tipo de
enseñanza que desean para sus hijos y los medios de los que se servirán para
ese fin (escuela, catequesis, etc.)[17]. Allí donde no sea suficiente la
iniciativa de los padres o de los grupos sociales, el Estado debe subsidiariamente
establecer sus propias escuelas, respetando siempre el derecho de los padres sobre
la orientación de la educación de sus hijos.
En este derecho está incluido que puedan promover y dirigir escuelas en las que
sus hijos reciban una educación adecuada; teniendo en cuenta la función social
de estas escuelas, el Estado debe reconocerlas y subvencionarlas[18].
Y también que sus hijos reciban en las escuelas ―estatales o no―
una enseñanza que esté de acuerdo con sus convicciones religiosas[19].
Compete al Estado dictar las normas relativas a la enseñanza que sean
necesarias para el bien común (niveles, grados, acceso de todos a la
instrucción, contenidos mínimos para obtener los grados correspondientes,
reconocimiento de títulos, etc.). Es tiranía que el Estado pretenda reservarse,
aunque sea indirectamente el monopolio de la enseñanza (cfr. CIC, 797).
A la Iglesia le compete siempre determinar y vigilar todo lo que se refiere a
la enseñanza y difusión de la religión católica: programas, contenidos, libros,
idoneidad de los profesores. Es un aspecto de la potestad de magisterio que
compete a la Jerarquía, y un derecho de la Iglesia para defender y garantizar
su propia identidad y la integridad de su doctrina. Nadie puede, por tanto,
erigirse en maestro de doctrina católica (en las escuelas de cualquier nivel)
si no está aprobado por la autoridad eclesiástica (cfr. CIC, 804-805).
También tiene derecho la Iglesia a establecer sus propios centros de enseñanza
(oficialmente católicos), a que sean reconocidos y reciban ayudas estatales en
las mismas condiciones que los demás centros no estatales, sin tener para ello
que renunciar a su ideario católico o a su dependencia de la autoridad
eclesiástica (cfr. CIC, 800).
c) La Iglesia tiene también derecho a promover iniciativas sociales que sean
congruentes con su misión religiosa (hospitales, medios de comunicación,
orfanatos, centros de acogida) y a que el Estado reconozca estas obras
“católicas” en las mismas condiciones que las demás iniciativas de este tipo
promovidas por particulares (exenciones fiscales, titulación del personal,
subvenciones, colaboración de voluntarios, posibilidad de recaudar donativos,
etc.).
4. Laicidad y laicismo
Un tema de gran actualidad es la distinción entre laicidad y laicismo. Por
laicidad se entiende que el Estado es autónomo respecto a las leyes
eclesiásticas; mientras el laicismo pretende una autonomía de la política
respecto al orden moral y al mismo designio divino, y tiende a encerrar la
religión en la esfera puramente privada. De este modo conculca el derecho a la
libertad religiosa y perjudica el orden social (cfr. Compendio, 572).
Una auténtica laicidad evita dos extremos: la imposición de una teoría moral
que transforme la sociedad civil en un Estado ético[20], y el rechazo a priori de los valores
morales que provienen de ámbitos culturales, religiosos, etc., que son de libre
pertenencia y no deben ser gestionados desde el poder[21].
Se debe, además, subrayar que es ilusorio e injusto pedir que los fieles actúen
en política “como si Dios no existiese”. Es ilusorio, porque todas las personas
actúan en base a sus convicciones culturales (religiosas, filosóficas,
políticas, etc.), derivadas o no de una fe religiosa; son, por tanto,
convicciones que influyen sobre el comportamiento social de los ciudadanos. Es
injusta, porque los no católicos aplican sus propias doctrinas,
independientemente de cuál haya sido su origen.
Actuar en política de acuerdo con la propia fe, si es coherente con la dignidad
de las personas, no significa que la política esté sometida a la religión;
significa que la política está al servicio de la persona y, por tanto, debe
respetar las exigencias morales, que es tanto como decir que debe respetar y
favorecer la dignidad de todo ser humano. Asimismo, vivir el empeño político
por un motivo trascendente se ajusta perfectamente a la naturaleza humana y,
por eso, estimula ese empeño y produce mejores resultados.
5. El pluralismo social de los católicos
Todo lo dicho concuerda con el legítimo pluralismo de los católicos en el
ámbito social. En efecto, los mismos objetivos útiles se pueden conseguir a
través de diversos caminos; es, por tanto, razonable un pluralismo de opiniones
y de actuaciones para alcanzar una meta social. Es natural que los partidarios
de cada solución busquen legítimamente realizarla; sin embargo, ninguna opción
tiene la garantía de ser la única alternativa adecuada –entre otras cosas
porque la política trabaja en gran parte con futuribles: es el arte de realizar
lo posible– y, aún menos, de ser la única que responde a la doctrina de la
Iglesia[22]: «A nadie le está permitido reivindicar
en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia»[23].
En este sentido todos los fieles, especialmente los laicos, tienen derecho a
que en la Iglesia se reconozca su legitima autonomía para gestionar los asuntos
temporales según sus propias convicciones y preferencias, siempre que sean
acordes con la doctrina católica. Y tienen el deber de no implicar a la Iglesia
en sus personales decisiones y actuaciones sociales, evitando presentar esas
soluciones como soluciones católicas[24].
El pluralismo no es un mal menor, sino un elemento positivo ―al igual que
la libertad― de la vida civil y religiosa. Es preferibile aceptar una
diversidad en los aspectos temporales, que lograr una presunta eficacia
uniformando las opciones con merma de la libertad personal. El pluralismo, sin
embargo, no debe confundirse con el relativismo ético[25]. Más aún, un auténtico pluralismo
requiere un conjunto de valores como soporte de las relaciones sociales.
El pluralismo es moralmente admisible mientras se trate de decisiones
encaminadas al bien personal y social; pero no lo es si la decisión es
contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de
las persones (cfr. Catecismo, 1901). Evitados estos casos extremos,
conviene fomentar el pluralismo en materias temporales, como un bien para la
vida personal, social y eclesial.
Enrique Colom
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2104-2109; 2244-2246; 2419-2425.
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 74-76; y Declar. Dignitatis
humanae, 1-8; 13-14.
Juan Pablo II, Ex. ap. Christifideles laici, 30-XII-88, 36-44.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política, 24-XI-2002.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 49-55; 60-71; 189-191;
238-243; 377-427.
----------------------------- [1] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo
rei socialis, 30-XII-1987, 8. Cfr. Pablo VI, Ex. Ap. Evangelii nuntiandi,
8-XII-1975, 29 y 30; Juan Pablo II, Discurso en Puebla, III; Enc. Redemptor
hominis, 4-III-1979, 15; Compendio, 64 y 71.
[2] Cfr. Pablo VI, Ex.
Ap. Evangelii nuntiandi, 31. La unión de lo humano con lo divino es muy
propia del Opus Dei: su Fundador decía que toda la vida de sus fieles es «un
servicio de metas exclusivamente sobrenaturales, porque el Opus Dei no es ni
será nunca —ni podrá serlo— un instrumento temporal; pero es al mismo tiempo un
servicio humano, porque no hacéis más que tratar de lograr la perfección
cristiana en el mundo, limpiamente, con vuestra libérrima y responsable
actuación en todos los campos de la actividad ciudadana. Un servicio abnegado,
que no envilece, sino que educa, que agranda el corazón —lo hace más romano, en
el sentido más alto de esta palabra— y lleva a buscar el honor y el bien de las
gentes de cada país: para que haya cada día menos pobres, menos ignorantes,
menos almas sin fe, menos desesperados, menos guerras, menos inseguridad, más
caridad y más paz» (San Josemaría, Carta31-V-1943, n. 1 en J.L.
Illanes, F. Ocáriz, P. Rodríguez, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp,
Madrid 1993, p. 178).
[3] Cfr. Pablo VI, Ex.
Ap. Evangelii nuntiandi, 9, 33-35; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Inst. Libertatis conscientia, 23-III-1986, 23.
[4] Hablando de los
valores que favorecen el desarrollo de la dignidad humana, el Compendio
indica: «El respeto de la legítima autonomía de las realidades terrenas lleva a
la Iglesia a no asumir competencias específicas de orden técnico y temporal,
pero no le impide intervenir para mostrar cómo, en las diferentes opciones del
hombre, estos valores son afirmados o, por el contrario, negados» (Compendio,
197). Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 36 y 42; Pablo
VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 13; Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo
rei socialis, 41; Compendio, 68 y 81.
[12] Este derecho no consiste
en que el hombre tenga libertad ante Dios para escoger una u otra religión,
porque sólo hay una verdadera religión y el hombre tiene la obligación de
buscar la verdad y, una vez encontrada, abrazarla (cfr. Concilio Vaticano II,
Declar. Dignitatis humanae, 1). El derecho a la libertad religiosa
«consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por
parte de las personas particulares como de grupos sociales y de cualquier otra
potestad humana, y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en
privado y en público, solo o asociado a otros, dentro de los límites debidos»
(Concilio Vaticano II, Declar. Dignitatis humanae, 2).
«El respeto, por parte del Estado, del derecho a
la libertad religiosa es un signo del respeto a los demás derechos humanos
fundamentales, porque es el reconocimiento implícito de la existencia de un
orden que supera la dimensión política de la existencia, un orden que nace de
la esfera de la libre adhesión a una comunidad de salvación anterior al Estado»
(Juan Pablo II, Discurso, 9-I-1989, 6). Se dice que la comunidad de
salvación es anterior al Estado porque la persona se incorpora a ella con miras
a un fin que se encuentra en un plano superior al de los fines de la comunidad
política.
[13] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Centesimus
annus, 1-V-1991, 47.
El derecho a la libertad en materia religiosa
«está ligado al de todas las demás libertades»; más aún, todas ellas lo
«reclaman como fundamento» (Juan Pablo II, Discurso, 23-III-91, 2).
[14] Cfr. Concilio Vaticano
II, Declar. Dignitatis humanae, 13.
[15] Siempre que las
circunstancias lo permitan, la Santa Sede establece relaciones diplomáticas con
los Estados para así mantener un cauce de diálogo permanente en las cuestiones
que interesan a las dos partes (cfr. Compendio, 427).
[16] Se debe, por tanto,
sostener netamente que «no es verdad que haya oposición entre ser buen católico
y servir fielmente a la sociedad civil. Como no tienen por qué chocar la
Iglesia y el Estado, en el ejercicio legítimo de su autoridad respectiva, cara
a la misión que Dios les ha confiado» (San Josemaría, Surco, 301).
[17] «El derecho y el deber de
la educación son para los padres primordiales y inalienables» (Catecismo,
2221). Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 36.
[18] Cfr. Juan Pablo II, Ex.
Ap. Familiaris consortio, 40.
[19] «Los padres, como
primeros responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir
para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones. Este
derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber de
elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores cristianos.
Los poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y
de asegurar las condiciones reales de su ejercicio» (Catecismo, 2229).
[20] Cfr. Pablo VI, Carta Ap. Octogesima
adveniens, 14-V-1971, 25; Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 25.
[21] Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al
compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24-XI-2002,
6; Compendio, 571.
[22] Cfr. Concilio Vaticano II,
Const. Gaudium et spes, 75; Pablo VI, Carta Ap. Octogesima adveniens,
50; Compendio, 417.
[25] «Una concepción
relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de
los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles
con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se
conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni
puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones
sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor,
sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso
hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social
en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien
determinado. La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en
todo caso moralmente aceptables, surge precisamente de la concreción de los
hechos particulares y de la diversidad de las circunstancias» (Congregación
para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas
al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política,
24-XI-2002, 3). Cfr. Compendio, 569 y 572.