Dios se ha revelado como Ser personal, a través de una historia de
salvación, creando y educando a un pueblo para que fuese custodio de su Palabra
y para preparar en él la Encarnación de Jesucristo.
«Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio
de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo
encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de
la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible
habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para
invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía»[1] (cfr. Catecismo,
51).
La revelación de Dios tiene como su primer paso la creación, donde Él ofrece un
perenne testimonio de sí mismo[2] (cfr. Catecismo, 288). A través de
las criaturas Dios se ha manifestado y se manifiesta a los hombres de todos los
tiempos, haciéndoles conocer su bondad y sus perfecciones. Entre estas, el ser
humano, imagen y semejanza de Dios, es la criatura que en mayor grado revela a
Dios. Sin embargo, Dios ha querido revelarse como Ser personal, a través de una
historia de salvación, creando y educando a un pueblo para que fuese custodio
de su Palabra dirigida a los hombres y para preparar en él la Encarnación de su
Verbo, Jesucristo[3] (cfr. Catecismo, 54-64). En Él,
Dios revela el misterio de su vida trinitaria: el proyecto del Padre de
recapitular en su Hijo todas las cosas y de elegir y adoptar a todos los
hombres como hijos en Su Hijo (cfr. Ef 1,3-10; Col 1,13-20),
reuniéndolos para participar de Su eterna vida divina por medio del
Espíritu Santo. Dios se revela y cumple su plan de salvación mediante las
misiones del Hijo y del Espíritu Santo en la historia[4].
Son contenido de la Revelación tanto las verdades naturales, que el ser humano
podría conocer también mediante la sola razón, como las verdades que exceden la
razón humana y que pueden ser conocidas solamente por la libre y gratuita
bondad con que Dios se revela. Objeto principal de la Revelación divina no son
verdades abstractas sobre el mundo y el hombre: su núcleo substancial es el
ofrecimiento por parte de Dios del misterio de su vida personal y la invitación
a tomar parte en ella.
La Revelación divina se realiza con palabras y obras; es de modo inseparable
misterio y evento; manifiesta al mismo tiempo una dimensión objetiva (palabra
que revela verdad y enseñanzas) y subjetiva (palabra personal que ofrece
testimonio de sí e invita al diálogo). Esta Revelación, por tanto, se comprende
y se transmite como verdad y como vida[5] (cfr. Catecismo, 52-53).
Además de las obras y los signos externos con los que se revela, Dios concede
el impulso interior de su gracia para que los hombres puedan adherirse con el
corazón a las verdades reveladas (cfr. Mt 16,17; Jn 6,44).
Esta íntima revelación de Dios en los corazones de los fieles no debe
confundirse con las llamadas “revelaciones privadas”, las cuales, aunque son
acogidas por la tradición de santidad de la Iglesia, no transmiten ningún
contenido nuevo y original sino que recuerdan a los hombres la única Revelación
de Dios realizada en Jesucristo,
y exhortan a ponerla en práctica (cfr. Catecismo, 67).
2. La Sagrada Escritura, testimonio de la Revelación
El pueblo de Israel, bajo inspiración y mandato de Dios, a lo largo de los
siglos ha puesto por escrito el testimonio de la Revelación de Dios en su
historia, relacionándola directamente con la revelación del único y verdadero
Dios hecha a nuestros Padres. A través de la Sagrada Escritura, las palabras de
Dios se manifiestan con palabras humanas, hasta asumir, en el Verbo Encarnado,
la misma naturaleza humana. Además de las Escrituras de Israel, acogidas por la
Iglesia, y conocidas como Antiguo o Primer Testamento, los apóstoles y los
primeros discípulos pusieron también ellos por escrito el testimonio de la
Revelación de Dios tal y como se ha realizado plenamente en Su Verbo, de cuyo
pasar terreno fueron testigos, de modo particular del misterio pascual de su
muerte y resurrección, dando así origen a los libros del Nuevo Testamento.
La verdad de que el Dios, del cual las Escrituras de Israel dan testimonio, es
el único y verdadero Dios, creador del cielo y de la tierra, se pone en evidencia,
en particular, en los “libros sapienciales”. Su contenido supera los confines
del pueblo de Israel para suscitar el interés por la experiencia común del
género humano ante los grandes temas de la existencia, desde el sentido del
cosmos hasta el sentido de la vida del hombre (Sabiduría); desde los
interrogantes sobre la muerte y lo que viene tras ella hasta el significado de
la actividad humana sobre la tierra (Qoelet); desde las relaciones familiares y
sociales hasta la virtud que debe regularlas para vivir según los planes de
Dios creador y alcanzar así la plenitud de la propia humanidad (Proverbios,
Sirácide, etc.).
Dios es el autor de la Sagrada Escritura, que los autores sagrados
(hagiógrafos), también ellos autores del texto, han redactado con la
inspiración del Espíritu Santo. Para su composición, Él «eligió a hombres, que
utilizó usando de sus propias facultades y medios, de forma que obrando Él en
ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él
quería»[6] (cfr. Catecismo, 106). Todo lo que
los escritores sagrados afirman puede considerarse afirmado por el Espíritu
Santo: «hay que confesar que los libros de la Escritura enseñan firmemente, con
fidelidad y sin error, la verdad que Dios quiso consignar en las sagradas
letras»[7].
Para comprender correctamente la Sagrada Escritura hay que tener presente los
sentidos de la Escritura —literal y espiritual; este último reconocible también
en alegórico, moral y anagógico— y los diversos géneros literarios en los que
han sido redactados los diferentes libros o partes de los mismos (cfr. Catecismo,
110, 115-117). En particular, la Sagrada Escritura debe ser leída en la
Iglesia, o sea, a la luz de su tradición viva y de la analogía de la fe
(cfr. Catecismo, 111-114): la Escritura debe ser leída y comprendida en
el mismo Espíritu en el cual ha sido escrita.
Los diversos estudiosos que se esfuerzan para interpretar y profundizar el
contenido de la Escritura proponen sus resultados a partir de su personal
autoridad científica. Al Magisterio de la Iglesia le corresponde la función de
formular una interpretación auténtica, vinculante para los fieles, basada sobre
la autoridad del Espíritu que asiste al ministerio docente del Romano Pontífice
y de los Obispos en comunión con él. Gracias a esta asistencia divina, la
Iglesia, ya desde los primeros siglos, reconoció qué libros contenían el testimonio
de la Revelación, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, formulando así el
“canon” de la Sagrada Escritura (cfr. Catecismo, 120-127).
Una recta interpretación de la Sagrada Escritura, reconociendo los diferentes
sentidos y géneros literarios presentes en ella, es necesaria cuando los
autores sagrados describen aspectos del mundo que pertenecen también al ámbito
de las ciencias naturales: la formación de los elementos del cosmos, la
aparición de las diversas formas de vida sobre la tierra, el origen del género
humano, los fenómenos naturales en general. Debe evitarse el error del
fundamentalismo, que no se separa del sentido literal y del género histórico,
cuando sería lícito hacerlo. También debe evitarse el error de quien considera
las narraciones bíblicas como formas puramente mitológicas, sin ningún
contenido de verdad que transmitir sobre la historia de los acontecimientos y
su radical dependencia de la voluntad de Dios[8].
3. La Revelación como historia de la salvación culminada en Cristo
Como diálogo entre Dios y los hombres, a través del cual Él les invita a
participar de Su vida personal, la Revelación se manifiesta desde el inicio con
un carácter de “alianza” que da origen a una “historia de la salvación”.
«Queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además,
personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio. Después de su
caída alentó en ellos la esperanza de la salvación, con la promesa de la
redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna
a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras.
En su tiempo llamó a Abraham para hacerlo padre de un gran pueblo, al que luego
instruyó por los Patriarcas, por Moisés y por los Profetas para que lo
reconocieran Dios único, vivo y verdadero, Padre providente y justo juez, y
para que esperaran al Salvador prometido, y de esta forma, a través de los
siglos, fue preparando el camino del Evangelio»[9].
Iniciada ya con la creación de nuestros primeros padres y la elevación a la
vida de la gracia, que les permitía participar de la intimidad divina, y luego
prefigurada en el pacto cósmico con Noé, la alianza de Dios con el hombre se
revela de modo explícito con Abraham y después, de manera particular, con
Moisés, al cual Dios entrega las Tablas de la Alianza. Tanto la numerosa
descendencia prometida a Abraham, en la cual serían bendecidas todas has
naciones de la tierra, como la ley entregada a Moisés, con los sacrificios y el
sacerdocio que acompañan al culto divino, son preparaciones y figura de la
nueva y eterna alianza sellada en Jesucristo, Hijo de Dios,
realizada y revelada en su Encarnación y en su sacrificio pascual. La alianza
en Cristo redime del pecado de los primeros padres, que rompieron con su
desobediencia el primer ofrecimiento de alianza por parte de Dios creador.
La historia de la salvación se manifiesta como una grandiosa pedagogía divina
que apunta hacia Cristo. Los profetas, cuya función era recordar la alianza y
sus exigencias morales, hablan especialmente de Él, el Mesías prometido. Ellos
anuncian la economía de una nueva alianza, espiritual y eterna, escrita en los
corazones; será Cristo el que la revelará con las Bienaventuranzas y las
enseñanzas del evangelio, promulgando el mandamiento de la caridad, realización
y cumplimiento de toda la Ley.
Jesucristo es simultáneamente mediador y plenitud de la Revelación; Él es el
Revelador, la Revelación y el contenido de la misma, en cuanto Verbo de Dios
hecho carne: «Dios, que había ya hablado en los tiempos antiguos muchas veces y
de diversos modos a nuestros padres por medio de los profetas, últimamente, en
nuestros días, nos ha hablado por medio de su Hijo, que ha sido constituido
heredero de todas las cosas y por medio del cual ha sido hecho también el
mundo» (Hb 1,1-2). Dios, en Su Verbo, ha dicho todo y de modo
concluyente: «La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y
definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública
antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo»[10]
(cfr. Catecismo, 65-66). De modo particular, la realización y plenitud
de la Revelación divina se manifiestan en el misterio pascual de Jesucristo, es decir, en su pasión,
muerte y resurrección, como Palabra definitiva en la cual Dios ha manifestado
la totalidad de su amor de condescendencia y ha renovado el mundo. Solamente en
Jesucristo, Dios revela el
hombre a sí mismo, y le hace comprender cuál es su dignidad y altísima vocación[11].
La fe, en cuanto virtud es la respuesta del hombre a la revelación divina,
una adhesión personal a Dios en Cristo, motivada por sus palabras y por las
obras que Él realiza. La credibilidad de la revelación se apoya sobre todo en
la credibilidad de la persona de Jesucristo,
en toda su vida. Su posición de mediador, plenitud y fundamento de la
credibilidad de la Revelación, diferencian la persona de Jesucristo de cualquier otro
fundador de una religión, que no solicita de sus seguidores que tengan fe en
él, ni pretende ser la plenitud y realización de lo que Dios quiere revelar,
sino solamente se propone como mediador para hacer que los hombres conozcan tal
revelación.
4. La transmisión de la Revelación divina
La Revelación divina está contenida en las Sagradas Escrituras y en la
Tradición, que constituyen un único depósito donde se custodia la palabra de
Dios[12]. Éstas son interdependientes entre sí:
la Tradición transmite e interpreta la Escritura, y ésta, a su vez, verifica y
convalida cuanto se vive en la Tradición[13] (cfr. Catecismo, 80-82).
La Tradición, fundada sobre la predicación apostólica, testimonia y transmite
de modo vivo y dinámico cuanto la Escritura ha recogido a través de un texto
fijado. «Esta Tradición, que deriva de los Apóstoles, progresa en la Iglesia
con la asistencia del Espíritu Santo: puesto que va creciendo en la comprensión
de las cosas y de las palabras transmitidas, ya por la contemplación y el
estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón y, ya por la percepción
íntima que experimentan de las cosas espirituales, ya por el anuncio de
aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la
verdad»[14].
Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, las de los Padres de la Iglesia,
la oración de la Liturgia, el sentir común de los fieles que viven en gracia de
Dios, y también realidades cotidianas como la educación en la fe transmitida
por parte de los padres a sus hijos o el apostolado cristiano, contribuyen a la
transmisión de la Revelación divina. De hecho, lo que fue recibido por los
apóstoles y transmitido a sus sucesores, los Obispos, comprende «todo lo
necesario para que el Pueblo de Dios viva santamente y aumente su fe, y de esta
forma la Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite
a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree»[15].
La gran Tradición apostólica debe distinguirse de las diversas tradiciones,
teológicas, litúrgicas, disciplinares, etc. cuyo valor puede ser limitado e
incluso provisional (cfr. Catecismo, 83).
La realidad conjunta de la Revelación divina como verdad y como vida implica
que el objeto de la transmisión no sea solamente una enseñanza, sino también un
estilo de vida: doctrina y ejemplo son inseparables. Lo que se transmite es,
efectivamente, una experiencia viva, la del encuentro con Cristo resucitado y
lo que este evento ha significado y sigue significando para la vida de cada
uno. Por este motivo, al hablar de la transmisión de la Revelación, la Iglesia
habla de fides et mores, fe y costumbres, doctrina y conducta.
5. El Magisterio de la Iglesia, custodio e intérprete autorizado de la
Revelación
«El oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita o
transmitida ha sido confiado exclusivamente al Magisterio vivo de la Iglesia,
cuya autoridad se ejercita en nombre de Jesucristo»[16], es decir, a los obispos en comunión con
el sucesor de Pedro, el obispo de Roma. Este oficio del Magisterio de la
Iglesia es un servicio a la palabra divina y tiene como fin la salvación de las
almas. Por tanto «este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de
Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por
mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la
guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la
fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer»[17].
Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia representan el lugar más importante
donde está contenida la Tradición apostólica: el Magisterio es, respecto a esta
tradición, como su dimensión sacramental.
La Sagrada Escritura, la Sagrada Tradición y el Magisterio de la Iglesia
constituyen, por tanto, una cierta unidad, de modo que ninguna de estas
realidades puede subsistir sin las otras[18]. El fundamento de esta unidad es el
Espíritu Santo, Autor de la Escritura, protagonista de la Tradición viva de la
Iglesia, guía del Magisterio, al que asiste con sus carismas. En su origen, las
iglesias de la Reforma protestante quisieron seguir la sola Scriptura,
dejando su interpretación a los fieles individualmente: tal posición ha dado
lugar a la gran dispersión de las confesiones protestantes y se ha revelado
poco sostenible, ya que todo texto tiene necesidad de un contexto,
concretamente una Tradición, en cuyo seno ha nacido, se lea e interprete.
También el fundamentalismo separa la Escritura de la Tradición y del
Magisterio, buscando erróneamente mantener la unidad de interpretación
anclándose de modo exclusivo en el sentido literal (cfr. Catecismo,
108).
Al enseñar el contenido del depósito revelado, la Iglesia es sujeto de una
infalibilidad in docendo, fundada sobre las promesas de Jesucristo acerca de su
indefectibilidad; es decir, que se realizará sin fallar la misión de salvación
a ella confiada (cfr. Mt 16,18; Mt 28,18-20; Jn
14,17.26). Este magisterio infalible se ejercita: a) cuando los Obispos se
reúnen en Concilio ecuménico en unión con el sucesor de Pedro, cabeza del
colegio apostólico; b) cuando el Romano Pontífice promulga alguna verdad ex
cathedra, o empleando un tenor en las expresiones y un género de documento
que hacen referencia explícita a su mandato petrino universal, promulga una
específica enseñanza que considera necesaria para el bien del pueblo de Dios;
c) cuando los Obispos de la Iglesia, en unión con el sucesor de Pedro, son
unánimes al profesar la misma doctrina o enseñanza, aunque no se encuentren
reunidos en el mismo lugar. Si bien la predicación de un Obispo que propone
aisladamente una específica enseñanza no goza del carisma de infalibilidad, los
fieles están igualmente obligados a una respetuosa obediencia, así como deben observar
las enseñanzas provenientes del Colegio episcopal o del Romano Pontífice,
aunque no sean formulados de modo definitivo e irreformable[19].
6. La inmutabilidad del depósito de la Revelación
La enseñanza dogmática de la Iglesia (dogma quiere decir doctrina,
enseñanza) está presente desde los primeros siglos. Los principales contenidos
de la predicación apostólica fueron puestos por escrito, dando origen a las
profesiones de fe exigidas a todos aquellos que recibían el bautismo,
contribuyendo así a definir la identidad de la fe cristiana. Los dogmas crecen
en número con el desarrollo histórico de la Iglesia: no porque cambie o aumente
la doctrina, aquello en lo que hay que creer, sino porque hay frecuentemente la
necesidad de dilucidar algún error o de ayudar a la fe del pueblo de Dios con
oportunas profundizaciones definiendo aspectos de modo claro y preciso. Cuando
el Magisterio de la Iglesia propone un nuevo dogma no está creando nada nuevo,
sino solamente explicitando cuanto ya está contenido en el depósito revelado.
«El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo
cuando define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al
pueblo cristiano a una adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la
Revelación divina o también cuando propone de manera definitiva verdades que
tienen con ellas un vínculo necesario» (Catecismo, 88).
La enseñanza dogmática de la Iglesia, como por ejemplo los artículos del Credo,
es inmutable, puesto que manifiesta el contenido de una Revelación recibida de
Dios y no hecha por los hombres. Los dogmas, sin embargo, admitieron y admiten
un desarrollo homogéneo, ya sea porque el conocimiento de la fe se va profundizando
con el tiempo, ya sea porque en culturas y épocas diversas surgen problemas
nuevos, a los cuales el Magisterio de la Iglesia debe aportar respuestas que
estén de acuerdo con la palabra de Dios, explicitando cuanto está
implícitamente contenido en ella[20].
Fidelidad y progreso, verdad e historia, no son realidades en conflicto en
relación a la Revelación[21]: Jesucristo, siendo la Verdad
increada es también el centro y cumplimiento de la historia; el Espíritu Santo,
Autor del depósito de la revelación es garante de su fidelidad, y también Aquel
que hace profundizar en su sentido a lo largo de la historia, conduciendo «a la
verdad completa» (cfr. Jn 16,13). «Aunque la Revelación está
establecida, no está completamente explicitada. Toca a la fe cristiana captar
gradualmente todo su alcance a lo largo de los siglos» (cfr. Catecismo,
66).
Los factores de desarrollo del dogma son los mismos que hacen progresar la
Tradición viva de la Iglesia: la predicación de los Obispos, el estudio de los
fieles, la oración y meditación de la palabra de Dios, la experiencia de las
cosas espirituales, el ejemplo de los santos. Frecuentemente el Magisterio
recoge y enseña de modo autorizado cosas que precedentemente han sido
estudiadas por los teólogos, creídas por los fieles, predicadas y vividas por
los santos.
Giuseppe Tanzella-Nitti
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 50-133.
Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, 1-20.
Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1988, 7-15.
[8] Se
pueden encontrar elementos interesantes para una correcta interpretación de la
relación con las ciencias en León XIII, Enc. Providentissimus Deus,
18-XI-1893; Benedicto XV, Enc. Spiritus Paraclitus, 15-IX-1920 y Pío
XII, Enc. Humani generis, 12-VII-1950.
[11] Cfr. Concilio
Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22.
[12] «Permitidme
esta insistencia machacona, las verdades de fe y de moral no se determinan por
mayoría de votos: componen el depósito –depositum fidei– entregado por Cristo a
todos los fieles y confiado, en su exposición y enseñanza autorizada, al
Magisterio de la Iglesia», san Josemaría, Homilía El fin sobrenatural de la
Iglesia, en Amar a la Iglesia, 15.
[13] Cfr. Concilio
Vaticano II, Const. Dei Verbum, 9.
[19] Cfr. Concilio
Vaticano II, Const. Lumen gentium, 25; Concilio Vaticano I, Const. Pastor
aeternus, 18-VII-1870, DH 3074.
[20] «Es conveniente, por tanto, que, a través de
todos los tiempos y de todas las edades, crezca y progrese la inteligencia, la
ciencia y la sabiduría de cada una de las personas y del conjunto de los
hombres, tanto por parte de la Iglesia entera, como por parte de cada uno de
sus miembros. Pero este crecimiento debe seguir su propia naturaleza, es decir,
debe estar de acuerdo con las líneas del dogma y debe seguir el dinamismo de
una única e idéntica doctrina», san Vicente de Lerins, Commonitorium,
23.
[21] Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Fides et ratio, 11-12, 87.