El bautismo otorga al cristiano la justificación. Con la confirmación se
completa el patrimonio bautismal con los dones sobrenaturales de la madurez
cristiana.
De entre las numerosas prefiguraciones veterotestamentarias del bautismo, se
destacan el diluvio universal, la travesía del mar Rojo, y la circuncisión, por
encontrarse explícitamente mencionadas en el Nuevo Testamento aludiendo a este
sacramento (cfr. 1 P 3,20-21; 1 Co 10,1; Col 2,11-12). Con
el Bautista el rito del agua, aun sin eficacia salvadora, se une a la
preparación doctrinal, a la conversión y al deseo de la gracia, pilares del
futuro catecumenado.
Jesús es bautizado en las aguas del Jordán al inicio de su ministerio público
(cfr. Mt 3,13-17), no por necesidad, sino por solidaridad redentora. En
esa ocasión, queda definitivamente indicada el agua como elemento material del
signo sacramental. Se abren además los cielos, desciende el Espíritu en forma
de paloma y la voz de Dios Padre confirma la filiación divina de Cristo:
acontecimientos que revelan en la Cabeza de la futura Iglesia lo que se
realizará luego sacramentalmente en sus miembros.
Más adelante tiene lugar el encuentro con Nicodemo, durante el cual Jesús
afirma el vínculo pneumatológico que existe entre el agua bautismal y la
salvación, de donde sigue su necesidad: «el que no nazca de agua y de Espíritu
no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5).
El misterio pascual confiere al bautismo su valor salvífico; Jesús, en efecto,
«había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un
"Bautismo" con que debía ser bautizado (Mc 10,38; cfr. Lc
12,50). La sangre y el agua que brotaron del costado traspasado de Jesús
crucificado (cfr. Jn 19,34) son figuras del Bautismo y de la Eucaristía,
sacramentos de la vida nueva» (Catecismo, 1225).
Antes de subir a los cielos, el Señor dice a los apóstoles: «Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt
28,19-20). Este mandato es fielmente seguido a partir de Pentecostés y señala
el objetivo primario de la evangelización, que sigue siendo actual.
Comentando estos textos, dice Santo Tomás de Aquino que la institución del
bautismo fue múltiple: respecto a la materia, en el bautismo de Cristo; su
necesidad fue afirmada en Jn 3,5; su uso comenzó cuando Jesús envió a
sus discípulos a predicar y bautizar; su eficacia proviene de la pasión; su
difusión fue impuesta en Mt 28, 19[1].
2. La justificación y los efectos del bautismo
Leemos en Rm 6,3-4: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en
Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados
por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado
de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros
vivamos una vida nueva». El bautismo, que reproduce en el fiel el paso de Jesucristo por la tierra y su
acción salvadora, otorga al cristiano la justificación. Esto mismo apunta Col
2,12: «Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por
la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos». Se añade ahora
la incidencia de la fe, con la cual, junto al rito del agua, nos «revestimos de
Cristo», como confirma Ga 3,26-27: «Pues todos sois hijos de Dios por la
fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo».
Esta realidad de justificación por el bautismo se traduce en efectos concretos
en el alma del cristiano, que la teología presenta como efectos sanantes y
elevantes. Los primeros se refieren al perdón de los pecados, como pone en
relieve la predicación petrina: «Pedro les contestó: “Convertíos y que cada uno
de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de
vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38).
Esto incluye el pecado original y, en los adultos, todos los pecados
personales. Se remite también la totalidad de la pena temporal y eterna.
Permanecen sin embargo en el bautizado «ciertas consecuencias temporales del
pecado, como los sufrimientos, la enfermedad, la muerte o las fragilidades
inherentes a la vida como las debilidades de carácter, etc., así como una
inclinación al pecado que la Tradición llama concupiscencia, o
"fomes peccati"» (Catecismo, 1264).
El aspecto elevante consiste en la efusión del Espíritu Santo; en efecto, «en
un solo Espíritu hemos sido todos bautizados» (1 Co 12,13). Porque se
trata del mismo «Espíritu de Cristo» (Rm 8,9), recibimos «un espíritu de
hijos adoptivos» (Rm 8,15), como hijos en el Hijo. Dios confiere al
bautizado la gracia santificante, las virtudes teologales y morales y los dones
del Espíritu Santo.
Junto a esta realidad de gracia «el bautismo imprime en el cristiano un sello
espiritual indeleble (character) de su pertenencia a Cristo. Este sello
no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al bautismo dar frutos
de salvación» (Catecismo, 1272).
Como fuimos bautizados en un solo Espíritu «para no formar más que un cuerpo»
(1 Co 12,13), la incorporación a Cristo es contemporáneamente
incorporación a la Iglesia, y en ella quedamos vinculados con todos los
cristianos, también con aquellos que no están en comunión plena con la Iglesia
Católica.
Recordemos, finalmente, que los bautizados son «linaje elegido, sacerdocio
real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que
os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 P 2,9):
participan, pues, del sacerdocio común de los fieles, quedando «”obligados a
confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la
Iglesia” (LG 11) y a participar en la actividad apostólica y misionera del
Pueblo de Dios» (Catecismo, 1270).
3. Necesidad
La catequesis neotestamentaria afirma categóricamente de Cristo que «no hay
bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos
salvarnos». Y puesto que ser «bautizados en Cristo» equivale a ser «revestido
de Cristo» (Gal 3,27), deben entenderse en toda su fuerza aquellas
palabras de Jesús según las cuales «El que crea y sea bautizado, se salvará; el
que no crea, se condenará» (Mc 16,16). De aquí deriva la fe da la
Iglesia sobre la necesidad del bautismo para la salvación.
Corresponde entender esto último según la cuidadosa formulación del magisterio:
«El Bautismo es necesario para la salvación en aquellos a los que el Evangelio
ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento (cfr. Mc
16,16). La Iglesia no conoce otro medio que el Bautismo para asegurar la
entrada en la bienaventuranza eterna; por eso está obligada a no descuidar la
misión que ha recibido del Señor de hacer "renacer del agua y del
espíritu" a todos los que pueden ser bautizados. Dios ha vinculado la
salvación al sacramento del Bautismo, pero su intervención salvífica no queda
reducida a los sacramentos» (Catecismo, 1257).
Existen, en efecto, situaciones especiales en las cuales los frutos principales
del bautismo pueden adquirirse sin la mediación sacramental. Mas justamente
porque no hay signo sacramental, no existe certeza de la gracia conferida. Lo
que la tradición eclesial ha llamado bautismo de sangre y bautismo de deseo no
son «actos recibidos», sino un conjunto de circunstancias que concurren en un
sujeto, determinando las condiciones para que pueda hablarse de salvación. Se
entiende así «la firme convicción de que quienes padecen la muerte por razón de
la fe, sin haber recibido el Bautismo, son bautizados por su muerte con Cristo
y por Cristo» (Catecismo, 1258). En modo análogo, la Iglesia afirma que
«todo hombre que, ignorando el evangelio de Cristo y su Iglesia, busca la
verdad y hace la voluntad de Dios según él la conoce, puede ser salvado. Se
puede suponer que semejantes personas habrían deseado explícitamente el
Bautismo si hubiesen conocido su necesidad» (Catecismo, 1260).
Las situaciones de bautismo de sangre y de deseo no incluyen la de los niños
muertos sin bautismo. A ellos «la Iglesia sólo puede confiarlos a la
misericordia divina, como hace en el rito de las exequias por ellos»; pero es
justamente la fe en la misericordia de Dios, que quiere que todos los hombres
se salven (cfr. 1 Tm 2,4), lo que nos permite confiar en que haya un
camino de salvación para los niños que mueren sin bautismo (cfr. Catecismo,
1261).
4. Celebración litúrgica
Los «ritos de acogida» intentan discernir debidamente la voluntad de los
candidatos, o de sus padres, de recibir el sacramento y de asumir sus
consecuencias. Siguen las lecturas bíblicas, que ilustran el misterio
bautismal, y son comentadas en la homilía. Se invoca luego la intercesión de
los santos, en cuya comunión el candidato será integrado; con la oración de
exorcismo y la unción con el óleo de catecúmenos se significa la protección
divina contra las insidias del maligno. A continuación se bendice el agua con
fórmulas de alto contenido catequético, que dan forma litúrgica al nexo
agua-Espíritu. La fe y la conversión se hacen presentes mediante la profesión
trinitaria y la renuncia a Satanás y al pecado.
Se entra ahora en la fase sacramental del rito, «mediante el baño del agua en
virtud de la palabra» (Ef 5,26). La ablución, sea por infusión que por
emersión, se debe realizar en modo tal que el agua corra por la cabeza,
significando así el verdadero lavado del alma. La materia válida del Sacramento
es el agua tenida como tal según el común juicio de los hombres. Mientras el
ministro derrama tres veces el agua sobre la cabeza del candidato, o la
sumerge, pronuncia las palabras: «NN, yo te bautizo en el nombre del Padre, y
del Hijo, y del Espíritu Santo».
Los ritos posbautismales (o explicativos) ilustran el misterio realizado. Se
unge la cabeza del candidato (si no sigue inmediatamente la confirmación), para
significar su participación en el sacerdocio común y evocar la futura
crismación. Se entrega una vestidura blanca como exhortación a conservar la
inocencia bautismal y como símbolo de la nueva vida conferida. La candela
encendida en el cirio pascual simboliza la luz de Cristo, entregada para vivir
como hijos de la luz. El rito del effeta, realizado en las orejas y en
la boca del candidato, quiere significar la actitud de escucha y de
proclamación de la palabra de Dios. Finalmente, la recitación del Padrenuestro
ante el altar –en los adultos, dentro de la liturgia eucarística– pone de
manifiesto la nueva condición de hijo de Dios.
5. Ministro y sujeto
Ministro ordinario es el obispo y el presbítero y, en la Iglesia latina,
también el diácono. En caso de necesidad, puede bautizar cualquier hombre o
mujer, incluso no cristiano, con tal de que tenga la intención de realizar lo
que la Iglesia cree cuando así actúa.
El bautismo está destinado a todos los hombres y mujeres que aun no lo hayan
recibido. Las cualidades necesarias del candidato dependen de su condición de
niño o adulto. Los primeros, que no han llegado aun al uso de razón, han de
recibir el sacramento durante los primeros días de vida, apenas lo permita su
salud y la de la madre: proceder de otro modo es, con expresión fuerte de San
Josemaría, «un grave atentado contra la justicia y contra la caridad»[2]. En efecto,
como puerta a la vida de la gracia, el bautismo es un evento
absolutamente gratuito, para cuya validez basta que no sea rechazado; por otra
parte, la fe del candidato, que es necesariamente fe eclesial, se hace presente
en la fe de la Iglesia. Existen, sin embargo, determinados límites a la praxis
del bautismo de los niños: es ilícita si falta el consenso de los padres, o no
existe garantía suficiente de la futura educación en la fe católica. En vista
de esto último se designan los padrinos, elegidos entre personas de vida
ejemplar.
Los candidatos adultos se preparan a través del catecumenado, estructurado según
las diversas praxis locales, con vista a recibir en la misma ceremonia también
la confirmación y la primera Comunión. Durante este período se busca excitar el
deseo de la gracia, lo que incluye la intención de recibir el sacramento, que
es condición de validez. Ello va unido a la instrucción doctrinal, que
progresivamente impartida busca suscitar en el candidato la virtud sobrenatural
de la fe, y a la verdadera conversión del corazón, lo que puede pedir cambios
radicales en la vida del candidato.
Confirmación
1. Fundamentos bíblicos e históricos
Las profecías sobre el Mesías habían anunciado que «reposará sobre él el
espíritu de Yahvéh» (Is 11,2), y esto estaría unido a su elección como
enviado: «He aquí a mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien se
complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él: dictará ley a las naciones» (Is
42,1). El texto profético es aún más explícito cuando es puesto en labios del
Mesías: «El espíritu del Señor Yahvéh está sobre mí, por cuanto me ha ungido
Yahvéh. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado» (Is 61,1).
Algo similar se anuncia también para el entero pueblo de Dios; a sus miembros
Dios dice: «infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según
mis preceptos» (Ez 36,27); y en Jl 3,2 se acentúa la
universalidad de esta difusión: «hasta en los siervos y las siervas derramaré
mi espíritu en aquellos días».
En el misterio de la Encarnación se realiza la profecía mesiánica (cfr. Lc
1,35), confirmada, completada y públicamente manifestada en la unción del
Jordán (cfr. Lc 3,21-22), cuando desciende sobre Cristo el Espíritu en
forma de paloma y la voz del Padre actualiza la profecía de elección. El mismo
Señor se presenta al comienzo de su ministerio como el ungido de Yahvéh en
quien se cumplen las profecías (cfr. Lc 4,18-19), y se deja guiar por el
Espíritu (cfr. Lc 4,1; 4,14; 10,21) hasta el mismo momento de su muerte
(cfr. Hb 9,14).
Antes de ofrecer su vida por nosotros, Jesús promete el envío del Espíritu
(cfr. Jn 14,16; 15,26; 16,13), como efectivamente sucede en Pentecostés
(cfr. Hch 2,1-4), en referencia explícita a la profecía de Joel (cfr. Hch
2,17-18), dando así inicio a la misión universal de la Iglesia.
El mismo Espíritu derramado en Jerusalén sobre los apóstoles es por ellos
comunicado a los bautizados mediante la imposición de las manos y la oración
(cfr. Hch 8,14-17; 19,6); esta praxis llega a ser tan conocida en la
Iglesia primitiva, que es atestiguada en la Carta a los Hebreos como parte de
la «enseñanza elemental» y de «los temas fundamentales» (Hb 6,1-2). Este
cuadro bíblico se completa con la tradición paulina y joánica que vincula los
conceptos de «unción» y «sello» con el Espíritu infundido sobre los cristianos
(cfr. 2 Co 1,21-22; Ef 1,13; 1 Jn 2,20.27). Esto último
encontró expresión litúrgica ya en los más antiguos documentos, con la unción
del candidato con óleo perfumado.
Estos mismos documentos atestiguan la unidad ritual primitiva de los tres
sacramentos de iniciación, conferidos durante la celebración pascual presidida
por el obispo en la catedral. Cuando el cristianismo se difunde fuera de las
ciudades y el bautismo de los niños pasa a ser masivo, ya no es posible seguir
la praxis primitiva. Mientras en occidente se reserva la confirmación al
obispo, separándola del bautismo, en oriente se conserva la unidad de los
sacramentos di iniciación, conferidos contemporáneamente al recién nacido por
el presbítero. A ello se une en oriente una importancia creciente de la unción
con el myron, que se extiende a diversas partes del cuerpo; en occidente
la imposición de las manos pasa a ser una imposición general sobre todos los
confirmandos, mientras que cada uno recibe la unción en la frente.
2. Significación litúrgica y efectos sacramentales
El crisma, compuesto de aceite de oliva y bálsamo, es consagrado por el
obispo o patriarca, y sólo por él, durante la misa crismal. La unción del
confirmando con el santo crisma es signo de su consagración. «Por la
Confirmación, los cristianos, es decir, los que son ungidos, participan más
plenamente en la misión de Jesucristo
y en la plenitud del Espíritu Santo que éste posee, a fin de que toda su vida
desprenda "el buen olor de Cristo" (cfr. 2 Co 2,15). Por medio
de esta unción, el confirmando recibe "la marca", el sello del
Espíritu Santo» (Catecismo, 1294-1295).
Esta unción es litúrgicamente precedida, cuando se realiza separadamente del
bautismo, con la renovación de las promesas del bautismo y la profesión de fe
de los confirmandos. «Así aparece claramente que la Confirmación constituye una
prolongación del Bautismo» (Catecismo, 1298). Sigue a continuación, en
la liturgia romana, la extensio manuum para todos los confirmandosdel
obispo, mientras pronuncia una oración de alto contenido epiclético (es decir,
de invocación y súplica). Se llega así al rito específicamente sacramental, que
se realiza «por la unción del santo crisma en la frente, hecha imponiendo la
mano, y con estas palabras: "Recibe por esta señal el don del Espíritu
Santo"». En las Iglesias orientales, la unción se hace sobre las partes
más significativas del cuerpo, acompañando cada una por la fórmula: «Sello del
don que es el Espíritu Santo» (Catecismo, 1300). El rito se concluye con
el beso de paz, como manifestación de comunión eclesial con el obispo (cfr. Catecismo,
1301).
Así pues, la confirmación posee una unidad intrínseca con el bautismo, aunque
no se exprese necesariamente en el mismo rito. Con ella el patrimonio bautismal
del candidato se completa con los dones sobrenaturales característicos de la
madurez cristiana. La Confirmación se confiere una única vez, pues «imprime en
el alma una marca espiritual indeleble, el "carácter", que es
el signo de que Jesucristo
ha marcado al cristiano con el sello de su Espíritu revistiéndolo de la fuerza
de lo alto para que sea su testigo» (Catecismo, 1304). Por ella, los
cristianos reciben con particular abundancia los dones del Espíritu Santo, quedan
más estrechamente vínculados a la Iglesia, «y de esta forma se obligan con
mayor compromiso a difundir y defender la fe, con su palabra y sus obras»[3].
3. Ministro y sujeto
En cuanto sucesores de los apóstoles, solo los obispos son «los ministros
originarios de la confirmación»[4]. En el rito latino, el ministro ordinario
es esclusivamente el obispo; un presbítero puede confirmar válidamente sólo en
los casos previstos por la legislación general (bautismo de adultos, acogida en
la comunión católica, equiparación episcopal, peligro de muerte), o cuando
recibe la facultad específica, o cuando es asociado momentáneamente a estos
efectos por el obispo. En las Iglesias orientales es ministro ordinario también
el presbítero, el cual debe usar siempre el crisma consagrado por el patriarca
u obispo.
Como sacramento de iniciación, la confirmación está destinada a todos los
cristianos, no solo a algunos escogidos. En el rito latino es conferida una vez
que el candidato ha llegado al uso de razón: la edad concreta depende de las
praxis locales, las cuales deben respetar su carácter de iniciación. Se
requiere la previa instrucción, una verdadera intención y el estado de gracia.
Philip Goyret
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1212-1321.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 251-270.
------------------------
[1] Cfr. Santo Tomás, In IV Sent.,
d.3, q.1, a.5, sol.2.