La importancia de la verdad de la creación estriba en que es «el fundamento de
todos los designios salvíficos de Dios; [...] el comienzo de la historia de la
salvación, que culmina en Cristo» (Compendio, 51). Tanto la Biblia (Gn
1,1) como el Credo inician con la confesión de fe en el Dios Creador.
A diferencia de los otros grandes misterios de nuestra fe (la Trinidad y la
Encarnación), la creación es «la primera respuesta a los interrogantes
fundamentales sobre nuestro origen y nuestro fin» (Compendio, 51), que
el espíritu humano ya se plantea y, en parte, puede también responder, como
muestra la reflexión filosófica; y los relatos de los orígenes pertenecientes a
la cultura religiosa de tantos pueblos (cfr. Catecismo, 285), no
obstante, la especificidad de la noción de creación sólo se captó de hecho con
la revelación judeocristiana.
La creación es, pues, un misterio de fe y, a la vez, una verdad accesible a la
razón natural (cfr. Catecismo, 286). Esta peculiar posición entre fe y
razón, hace de la creación un buen punto de partida en la tarea de
evangelización y de diálogo que los cristianos están siempre –particularmente
en nuestros días[1]– llamados a realizar, como ya hiciera San
Pablo en el Areópago de Atenas (Hch 17,16-34).
Se suele distinguir entre el acto creador de Dios (la creación active sumpta),
y la realidad creada, que es efecto de tal acción divina (la creación passive
sumpta)[2]. Siguiendo este esquema se exponen a
continuación los principales aspectos dogmáticos de la creación.
1. El acto creador
1.1. «La creación es obra común de la Santísima Trinidad» (Catecismo,
292)
La Revelación presenta la acción creadora de Dios como fruto de su
omnipotencia, de su sabiduría y de su amor. Se suele atribuir especialmente la
creación al Padre (cfr. Compendio, 52), así como la redención al Hijo y
la santificación al Espíritu Santo. Al mismo tiempo, las obras ad extra de la
Trinidad (la primera de ellas, la creación) son comunes a todas las Personas, y
por eso cabe preguntarse por el papel específico de cada Persona en la
creación, pues «cada persona divina realiza la obra común según su propiedad
personal» (Catecismo, 258). Este es el sentido de la igualmente
tradicional apropiación de los atributos esenciales (omnipotencia, sabiduría,
amor) respectivamente al obrar creador del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo.
En el Símbolo nicenoconstantinopolitano confesamos nuestra fe «en un solo Dios,
Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra»; «en un solo Señor Jesucristo [...] por quien
todo fue hecho»; y en el Espíritu Santo «Señor y dador de vida» (DH 150). La fe
cristiana habla, por tanto, no solamente de una creación ex nihilo, de
la nada, que indica la omnipotencia de Dios Padre; sino también de una creación
hecha con inteligencia, con la sabiduría de Dios –el Logos por medio del
cual todo fue hecho (Jn 1,3)–; y de una creación ex amore (GS
19), fruto de la libertad y del amor que es Dios mismo, el Espíritu que procede
del Padre y del Hijo. En consecuencia, las procesiones eternas de las Personas
están en la base de su obrar creador[3].
Así como no hay contradicción entre la unicidad de Dios y su ser tres personas,
de modo análogo no se contrapone la unicidad del principio creador con la
diversidad de los modos de obrar de cada una de las Personas.
«Creador del cielo y de la tierra»
«“En el principio, Dios creó el cielo y la tierra”: tres cosas se afirman en
estas primeras palabras de la Escritura: el Dios eterno ha dado principio a
todo lo que existe fuera de él. Él solo es creador (el verbo “crear” –en hebreo
bara– tiene siempre por sujeto a Dios). La totalidad de lo que existe
(expresada por la fórmula “el cielo y la tierra”) depende de aquel que le da el
ser» (Catecismo, 290).
Sólo Dios puede crear en sentido propio[4], lo cual implica originar las cosas de la
nada (ex nihilo) y no a partir de algo preexistente; para ello se
requiere una potencia activa infinita, que sólo a Dios corresponde (cfr. Catecismo,
296-298). Es congruente, por tanto, apropiar la omnipotencia creadora al Padre,
ya que él es en la Trinidad –según una clásica expresión– fons et origo,
es decir, la Persona de quien proceden las otras dos, principio sin principio.
La fe cristiana afirma que la distinción fundamental en la realidad es la que
se da entre Dios y sus criaturas. Esto supuso una novedad en los primeros
siglos, en los que la polaridad entre materia y espíritu daba pie a visiones
inconciliables entre sí (materialismo y espiritualismo, dualismo y monismo). El
cristianismo rompió estos moldes, sobre todo con su afirmación de que también
la materia (al igual que el espíritu) es creación del único Dios trascendente.
Más adelante, Santo Tomás desarrolló una metafísica de la creación que describe
a Dios como el mismo Ser subsistente (Ipsum Esse Subsistens). Como causa
primera, es absolutamente trascendente al mundo; y, a la vez, en virtud de la
participación de su ser en las criaturas, está presente íntimamente en ellas,
las cuales dependen en todo de quien es la fuente del ser. Dios es superior
summo meo y al mismo tiempo, intimior intimo meo (San Agustín, Confesiones,
3,6,11; cfr. Catecismo, 300).
«Por quien todo fue hecho»
La literatura sapiencial del AT presenta el mundo como fruto de la sabiduría de
Dios (cfr. Sb 9,9). «Este no es producto de una necesidad cualquiera, de
un destino ciego o del azar» (Catecismo, 295), sino que tiene una
inteligibilidad que la razón humana, participando en la luz del Entendimiento
divino, puede captar, no sin esfuerzo y en un espíritu de humildad y de respeto
ante el Creador y su obra (cfr. Jb 42,3; cfr. Catecismo, 299). Este
desarrollo llega a su expresión plena en el NT: al identificar al Hijo, Jesucristo, con el Logos (cfr.
Jn 1,1ss), afirma que la sabiduría de Dios es una Persona, el Verbo
encarnado, por quien todo fue hecho (Jn 1,3). San Pablo formula esta
relación de lo creado con Cristo, aclarando que todas las cosas han sido
creadas en él, por medio de él y en vista de él (Col 1,16-17).
Hay, pues, una razón creadora en el origen del cosmos (cfr. Catecismo,
284)[5]. El
cristianismo tiene desde el comienzo una confianza grande en la capacidad de la
razón humana de conocer; y una enorme seguridad en que jamás la razón
(científica, filosófica, etc.) podrá llegar a conclusiones contrarias a la fe,
pues ambas provienen de un mismo origen.
No es infrecuente encontrarse con algunos que plantean falsas disyuntivas, como
por ejemplo, entre creación y evolución. En realidad, una adecuada
epistemología no sólo distingue los ámbitos propios de las ciencias naturales y
de la fe, sino que además reconoce en la filosofía un necesario elemento de
mediación, pues las ciencias, con su método y objeto propios, no cubren todo el
ámbito de la razón humana; y la fe, que se refiere al mismo mundo del que
hablan las ciencias, necesita para formularse y entrar en diálogo con la
racionalidad humana de categorías filosóficas[6].
Es lógico, pues, que la Iglesia desde el inicio buscara el diálogo con la
razón: una razón consciente de su carácter creado, pues no se ha dado a sí
misma la existencia, ni dispone completamente de su futuro; una razón abierta a
lo que la trasciende, en definitiva, a la Razón originaria. Paradójicamente,
una razón cerrada sobre sí, que cree poder hallar dentro de sí la respuesta a
sus interrogantes más profundos, acaba por afirmar el sinsentido de la
existencia, y por no reconocer la inteligibilidad de lo real (nihilismo, irracionalismo,
etc.).
«Señor y dador de vida»
«Creemos que [el mundo] procede de la voluntad libre de Dios que ha querido
hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad:
“Porque tú has creado todas las cosas; por tu voluntad lo que no existía fue
creado” (Ap 4,11). [...] “Bueno es el Señor para con todos, y sus
ternuras sobre todas sus obras” (Sal 145,9)» (Catecismo, 295). En
consecuencia, «salida de la bondad divina, la creación participa en esa bondad
(“Y vio Dios que era bueno [...] muy bueno”: Gn 1,4.10.12.18.21.31).
Porque la creación es querida por Dios como un don» (Catecismo, 299).
Este carácter de bondad y de don libre permite descubrir en la creación la
actuación del Espíritu –que «aleteaba sobre las aguas» (Gn 1,2)–, la Persona
Don en la Trinidad, Amor subsistente entre el Padre y el Hijo. La Iglesia
confiesa su fe en la obra creadora del Espíritu Santo, dador de vida y fuente
de todo bien[7].
La afirmación cristiana de la libertad divina creadora permite superar las
estrecheces de otras visiones que, poniendo una necesidad en Dios, acaban por
sostener un fatalismo o determinismo. No hay nada, ni “dentro” ni “fuera” de
Dios, que le obligue a crear. ¿Cuál es entonces el fin que le mueve? ¿Qué se ha
propuesto al crearnos?
1.2. «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Concilio Vaticano I)
Dios ha creado todo «no para aumentar su gloria sino para manifestarla y
comunicarla» (San Buenaventura, Sent., 2,1,2,2,1). El Concilio Vaticano
I (1870) enseña que «en su bondad y por su fuerza todopoderosa, no para
aumentar su bienaventuranza, ni para adquirir su perfección, sino para
manifestarla por los bienes que otorga a sus criaturas, el solo verdadero Dios,
en su libérrimo designio, en el comienzo del tiempo, creó de la nada a la vez
una y otra criatura, la espiritual y la corporal» (DS 3002; cfr. Catecismo,
293).
«La gloria de Dios consiste en que se realice esta manifestación y esta
comunicación de su bondad para las cuales el mundo ha sido creado. Hacer de
nosotros “hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el
beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia” (Ef
1,5-6): “Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la
visión de Dios” (San Ireneo, Adversus haereses, 4,20,7)» (Catecismo,
294).
Lejos de una dialéctica de principios contrapuestos (como ocurre en el dualismo
de corte maniqueo, y también en el idealismo monista hegeliano), afirmar la
gloria de Dios como fin de la creación no comporta una negación del hombre,
sino un presupuesto indispensable para su realización. El optimismo cristiano
hunde sus raíces en la exaltación conjunta de Dios y del hombre: «el hombre es
grande sólo si Dios es grande»[8]. Se trata de un optimismo y una lógica
que afirman la absoluta prioridad del bien, pero que no por ello son ciegos
ante la presencia del mal en el mundo y en la historia.
1.3. Conservación y providencia. El mal
La creación no se reduce a los comienzos; una vez «realizada la creación, Dios
no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino
que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su
término» (Catecismo, 301). La Sagrada Escritura compara esta actuación
de Dios en la historia con la acción creadora (cfr. Is 44,24; 45,8;
51,13). La literatura sapiencial explicita la acción de Dios que mantiene en la
existencia a sus criaturas. «Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses
querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado?» (Sb
11,25). San Pablo va más lejos y atribuye esta acción conservadora a Cristo:
«él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia» (Col
1,17).
El Dios cristiano no es un relojero o arquitecto que, tras haber realizado su
obra, se desentiende de ella. Estas imágenes son propias de una concepción
deísta, según la cual Dios no se inmiscuye en los asuntos de este mundo. Pero
esto supone una distorsión del auténtico Dios creador, pues separan
drásticamente la creación de la conservación y gobierno divino del mundo[9].
La noción de conservación “hace de puente” entre la acción creadora y el
gobierno divino del mundo (providencia). Dios no sólo crea el mundo y lo
mantiene en la existencia, sino que además «conduce a sus criaturas a la
perfección última, a la que Él mismo las ha llamado» (Compendio, 55). La
Sagrada Escritura presenta la soberanía absoluta de Dios, y testimonia
constantemente su cuidado paterno, tanto en las cosas más pequeñas como en los
grandes acontecimientos de la historia (cfr. Catecismo, 303). En este
contexto, Jesús se revela como la providencia “encarnada” de Dios, que atiende
como Buen Pastor las necesidades materiales y espirituales de los hombres (Jn
10,11.14-15; Mt 14,13-14, etc.) y nos enseña a abandonarnos a su cuidado
(Mt 6,31-33).
Si Dios crea, sostiene y dirige todo con bondad, ¿de dónde proviene el mal? «A
esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no
se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la
respuesta a esta pregunta [...]. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no
sea en parte una respuesta a la cuestión del mal» (Catecismo, 309).
La creación no está acabada desde el principio, sino que Dios la hizo in
statu viae, es decir, hacia una meta última todavía por alcanzar. Para la
realización de sus designios, Dios se sirve del concurso de sus criaturas, y
concede a los hombres una participación en su providencia, respetando su
libertad aun cuando obran mal (cfr. Catecismo, 302, 307, 311). Lo
realmente sorprendente es que Dios «en su providencia todopoderosa puede sacar
un bien de las consecuencias de un mal» (Catecismo, 312). Es una
misteriosa pero grandísima verdad que «todo coopera al bien de los que aman a
Dios» (Rm 8,28)[10].
La experiencia del mal parece manifestar una tensión entre la omnipotencia y la
bondad divinas en su actuación en la historia. Aquélla recibe respuesta, ciertamente
misteriosa, en el evento de la Cruz de Cristo, que revela el “modo de ser” de
Dios, y es por tanto fuente de sabiduría para el hombre (sapientia crucis).
1.4. Creación y salvación
La creación es «el primer paso hacia la Alianza del Dios único con su pueblo» (Compendio,
51). En la Biblia la creación está abierta a la actuación salvífica de Dios en
la historia, que tiene su plenitud en el misterio pascual de Cristo, y que
alcanzará su perfección final al final de los tiempos. La creación está hecha
con miras al sábado, el séptimo día en que el Señor descansó, día en que
culmina la primera creación y que se abre al octavo día en que comienza una
obra todavía más maravillosa: la Redención, la nueva creación en Cristo (2 Co
5,7; cfr. Catecismo, 345-349).
Se muestra así la continuidad y unidad del designio divino de creación y
redención. Entre ambas no hay ningún hiato, pues el pecado de los hombres no ha
corrompido totalmente la obra divina, sino un vínculo. La relación entre ambas
–creación y salvación- puede expresarse diciendo que, por una parte, la
creación es el primer acontecimiento salvífico; y por otra que, la salvación
redentora tiene las características de una nueva creación. Esta relación
ilumina importantes aspectos de la fe cristiana, como la ordenación de la
naturaleza a la gracia o la existencia de un único fin sobrenatural del hombre.
2. La realidad creada
El efecto de la acción creadora de Dios es la totalidad del mundo creado,
“cielos y tierra” (Gn 1,1). Dios es «Creador de todas las cosas, de las
visibles y de las invisibles, espirituales y corporales; que por su omnipotente
virtud a la vez desde el principio del tiempo creó de la nada a una y otra
criatura, la espiritual y la corporal, es decir, la angélica y la mundana, y
después la humana, como común, compuesta de espíritu y de cuerpo»[11].
El cristianismo supera tanto el monismo (que afirma que la materia y el
espíritu se confunden, que la realidad de Dios y del mundo se identifican),
como el dualismo (según el cual materia y espíritu son principios originarios
opuestos).
La acción creadora pertenece a la eternidad de Dios, pero el efecto de tal
acción está marcado por la temporalidad. La Revelación afirma que el mundo ha
sido creado como mundo con un inicio temporal[12], es decir, que el mundo ha sido creado
junto con el tiempo, lo cual se muestra muy congruente con la unidad del
designio divino de revelarse en la historia de la salvación.
2.1. El mundo espiritual: los ángeles
«La existencia de seres espirituales, no corporales, que la Sagrada Escritura
llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la Escritura
es tan claro como la unanimidad de la Tradición» (Catecismo, 328). Ambos
los muestran en su doble función de alabar a Dios y ser mensajeros de su
designio salvador. El NT presenta a los ángeles en relación con Cristo: creados
por medio de él y en vista de él (Col 1,16), rodean la vida de Jesús
desde su nacimiento hasta la Ascensión, siendo los anunciadores de su segunda
venida gloriosa (cfr. Catecismo, 333).
Asimismo, también están presentes desde el inicio de la vida de la Iglesia, la
cual se beneficia de su ayuda poderosa, y en su liturgia se une a ellos en la
adoración a Dios. La vida de cada hombre está acompañada desde su nacimiento
por un ángel que lo protege y conduce a la Vida (cfr. Catecismo, 334-336).
La teología (especialmente Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico) y
el magisterio de la Iglesia han profundizado en la naturaleza de estos seres
puramente espirituales, dotados de inteligencia y voluntad, afirmando que son
criaturas personales e inmortales, que superan en perfección a todas las
criaturas visibles (cfr. Catecismo, 330).
Los ángeles fueron creados en un estado de prueba. Algunos se rebelaron
irrevocablemente contra Dios. Caídos en el pecado, Satán y los otros demonios
–que habían sido creados buenos, pero por sí mismos se hicieron malos–
instigaron a nuestros primeros padres para que pecaran (cfr. Catecismo,
391-395).
2.2. El mundo material
Dios «ha creado el mundo visible en toda su riqueza, su diversidad y su orden.
La Escritura presenta la obra del Creador simbólicamente como una secuencia de
seis días “de trabajo divino” que terminan en el reposo del día séptimo (Gn
1,1-2,4)» (Catecismo, 337). «La Iglesia ha debido, en repetidas
ocasiones, defender la bondad de la creación, comprendida la del mundo material
(cfr. DS 286; 455-463; 800; 1333; 3002)» (Catecismo, 299).
«Por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de
firmeza, verdad y bondad propias y de un orden» (GS 36,2). La verdad y bondad
de lo creado proceden del único Dios Creador que es a la vez Trino. Así, el
mundo creado es un cierto reflejo de la actuación de las Personas divinas: «en
todas las criaturas se encuentra una representación de la Trinidad a modo de
vestigio»[13].
El cosmos tiene una belleza y una dignidad en cuanto que es obra de Dios. Hay
una solidaridad y una jerarquía entre los seres, lo cual ha de llevar a una
actitud contemplativa de respeto hacia lo creado y las leyes naturales que lo
rigen (cfr. Catecismo, 339, 340, 342, 354). Ciertamente el cosmos ha
sido creado para el hombre, que ha recibido de Dios el mandato de dominar la
tierra (cfr. Gn 1,28). Tal mandato no es una invitación a la explotación
despótica de la naturaleza, sino a participar en el poder creador de Dios:
mediante su trabajo el hombre colabora en el perfeccionamiento de la creación.
El cristiano comparte las justas exigencias que la sensibilidad ecológica ha
puesto de manifiesto en las últimas décadas, sin caer en una vaga divinización
del mundo, y afirmando la superioridad del hombre sobre el resto de los seres
como «cumbre de la obra de la creación» (Catecismo, 343).
2.3. El hombre
Las personas humanas gozan de una peculiar posición en la obra creadora de
Dios, al participar a la vez de la realidad material y espiritual. Sólo de él
nos dice la Escritura que Dios lo creó «a su imagen y semejanza» (Gn
1,26). Ha sido puesto por Dios a la cabeza de la realidad visible, y goza de
una dignidad especial, pues «de todas las criaturas visibles, sólo el hombre es
capaz de conocer y amar a su Creador; es la única criatura en la tierra que
Dios ama por sí misma; sólo el hombre está llamado a participar por el
conocimiento y el amor en la vida de Dios. Para este fin ha sido creado y ésta
es la razón fundamental de su dignidad» (Catecismo, 356; cfr. ibidem,
1701-1703).
Hombre y mujer, en su diversidad y complementariedad, queridas por Dios, gozan
de la misma dignidad de personas (cfr. Catecismo, 357, 369, 372). En
ambos, se da una unión sustancial de cuerpo y alma, siendo ésta la forma del
cuerpo. Al ser espiritual, el alma humana es creada inmediatamente por Dios (no
es “producida” por los padres, ni tampoco es preexistente), y es inmortal (cfr.
Catecismo, 366). Ambos puntos (espiritualidad e inmortalidad) pueden ser
mostrados filosóficamente. Por tanto, es un reduccionismo afirmar que el hombre
procede exclusivamente de la evolución biológica (evolucionismo absoluto). En
la realidad hay saltos ontológicos que no puede explicarse sólo con la
evolución. La conciencia moral y la libertad del hombre, por ejemplo,
manifiestan su superioridad sobre el mundo material, y son muestra de su
especial dignidad.
La verdad de la creación ayuda a superar tanto la negación de la libertad
(determinismo) como el extremo contrario de una exaltación indebida de la
misma: la libertad humana es creada, no absoluta, y existe en mutua dependencia
con la verdad y el bien. El sueño de una libertad como puro poder y
arbitrariedad responde a una imagen deformada no sólo del hombre sino también
de Dios.
Mediante su actividad y su trabajo, el hombre participa del poder creador de
Dios[14]. Además, su inteligencia y voluntad son
una participación, una chispa, de la sabiduría y amor divinos. Mientras el
resto del mundo visible es mero vestigio de la Trinidad, el ser humano
constituye una auténtica imago Trinitatis.
3. Algunas consecuencias prácticas de la verdad sobre la creación
La radicalidad de la acción creadora y salvadora divina exige del hombre una
respuesta que tenga ese mismo carácter de totalidad: “amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas” (Dt 6,5;
cfr. Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27). En esta
correspondencia se encuentra la verdadera felicidad, lo único que plenifica su
libertad.
A la vez, la universalidad de la acción divina tiene un sentido tanto intensivo
como extensivo: Dios crea y salva a todo el hombre y a todos los hombres.
Corresponder a la llamada de Dios a amarle con todo nuestro ser está
intrínsecamente unido a llevar su amor a todo el mundo[15].
El conocimiento y admiración del poder, sabiduría y amor divinos conduce al
hombre a una actitud de reverencia, adoración y humildad, a vivir en la
presencia de Dios sabiéndose hijo suyo. Al mismo tiempo, la fe en la
providencia lleva al cristiano a una actitud de confianza filial en Dios en todas
las circunstancias: con agradecimiento ante los bienes recibidos, y con
sencillo abandono ante lo que pueda parecer malo, pues Dios saca de los males
mayores bienes.
Consciente de que todo ha sido creado para la gloria de Dios, el cristiano
procura conducirse en todas sus acciones buscando el fin verdadero que llena su
vida de felicidad: la gloria de Dios, no la propia vanagloria. Se esfuerza por
rectificar la intención en sus acciones, de modo que pueda decirse que el único
fin de su vida es éste: Deo omnis gloria! [16]
Dios ha querido poner al hombre al frente de su creación otorgándole el dominio
sobre el mundo, de manera que la perfeccione con su trabajo. La actividad
humana, puede ser por tanto considerada como una participación en la obra
divina creadora.
La grandeza y belleza de las criaturas suscita en las personas admiración y
despierta en ellas la pregunta por el origen y destino del mundo y del hombre,
haciéndoles entrever la realidad de su Creador. El cristiano, en su diálogo con
los no creyentes, puede suscitar estas preguntas para que las inteligencias y
los corazones se abran a la luz del Creador. Asimismo, en su diálogo con los
creyentes de las diversas religiones, el cristiano encuentra en la verdad de la
creación un excelente punto de partida, pues se trata de una verdad en parte
compartida, y que constituye la base para la afirmación de algunos valores
morales fundamentales de la persona.
Santiago Sanz
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 279-374.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 51-72.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 10-18, 19-21, 36-39.
Juan Pablo II, Creo en Dios Padre. Catequesis sobre el Credo (I),
Palabra, Madrid 1996, 181-218.
Lecturas recomendadas
San Agustín, Confesiones, libro XII.
Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, qq. 44-46.
San Josemaría, Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones
con Mons. Escrivá de Balaguer, 113-123.
Joseph Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992.
Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid
2005.
-------------------------------------- [1]
Entre otras muchas intervenciones, cfr. Benedicto XVI, Discurso a los
miembros de la Curia romana, 22-XII-2005; Fe, razón y universidad (Discurso
en Regensburg), 12-IX-2006; Ángelus, 28-I-2007.
[2]
Cfr. Santo Tomás, De Potentia, q. 3, a. 3, co.; el Catecismo
sigue este mismo esquema.
[3]
Cfr. Santo Tomás, Super Sent., lib. 1, d. 14, q. 1, a. 1, co.: «son la
causa y la razón de la procesión de las criaturas».
[4]
Por eso se dice que Dios no necesita instrumentos para crear, ya que ningún
instrumento posee la potencia infinita necesaria para crear. De ahí también
que, cuando se habla por ejemplo del hombre como creador o incluso como capaz
de participar en el poder creador de Dios, el empleo del adjetivo “creador” no
es analógico sino metafórico.
[5]
Este punto aparece con frecuencia en las enseñanzas de Benedicto XVI, por ejemplo,
Homilía en Regensburg, 12-IX-2006; Discurso en Verona, 19-X-2006;
Encuentro con el clero de la diócesis de Roma, 22-II-2007; etc.
[6]
Tanto el racionalismo cientificista como el fideísmo acientífico necesitan una
corrección desde la filosofía. Además, se ha de evitar asimismo la falsa
apologética de quien ve forzadas concordancias, buscando en los datos que
aporta la ciencia una verificación empírica o una demostración de las verdades
de fe, cuando, en realidad, como hemos dicho, se trata de datos que pertenecen
a métodos y disciplinas distintas.
[7]
Cfr. Juan Pablo II, Carta Encíclica Dominum et vivificantem, 18-V-1986,
10.
[9] El
deísmo implica un error en la noción metafísica de creación, pues ésta, en
cuanto donación de ser, lleva consigo una dependencia ontológica por parte de
la criatura, que no es separable de su continuación en el tiempo. Ambas
constituyen un mismo acto, aun cuando podamos distinguirlas conceptualmente:
«la conservación de las cosas por Dios no se da por alguna acción nueva, sino
por la continuación de la acción que da el ser, que es ciertamente una acción
sin movimiento y sin tiempo» (Santo Tomás, Summa Theologiae, I, q. 104,
a. 1, ad 3).
[10] En
continuidad con la experiencia de tantos santos de la historia de la Iglesia,
esta expresión paulina se encontraba frecuentemente en los labios de San
Josemaría, que vivía y animaba así a vivir en una gozosa aceptación de la
voluntad divina (cfr. San Josemaría, Surco, 127; Via Crucis, IX,
4; Amigos de Dios, 119). Por otra parte, el último libro de Juan Pablo
II, Memoria e identidad, constituye una profunda reflexión sobre la
actuación de la providencia divina en la historia de los hombres, según aquella
otra aserción de San Pablo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence
al mal con el bien» (Rm 12, 21).
[12] Así lo enseña
el Concilio Lateranense IV y, refiriéndose a él, el Concilio Vaticano I (cfr.
respectivamente DH 800 y 3002). Se trata de una verdad revelada, que la razón
no puede demostrar, como enseñó Santo Tomás en la famosa disputa medieval sobre
la eternidad del mundo: cfr. Contra Gentiles, lib. 2, cap. 31-38; y su
opúsculo filosófico De aeternitate mundi.
[13] Santo Tomás, Summa
Theologiae, I, q. 45, a. 7, co.; cfr. Catecismo, 237.
[15] Que el
apostolado es la superabundancia de la vida interior (cfr. San Josemaría, Camino, 961),
se manifiesta como el correlato de la dinámica ad intra – ad extra del obrar
divino, es decir, de la intensidad del ser, de la sabiduría y del amor
trinitario que se desborda hacia sus criaturas.