Dios es amor, y su amor es fecundo. De esta fecundidad ha querido que
participe la persona humana, asociando la generación a un específico acto de
amor entre un hombre y una mujer.
La llamada de Dios al hombre y a la mujer a «crecer y multiplicarse», ha de
leerse siempre desde la perspectiva de la creación «a imagen y semejanza» de la
Trinidad (cfr. Gn 1). Esto hace que la generación humana, dentro del contexto
más amplio de la sexualidad, no sea algo «puramente biológico, sino que afecta
al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal» (Catecismo, 2361);
y por tanto, es esencialmente distinta a la propia de la vida animal.
«Dios es amor» (1Jn 4, 8), y su amor es fecundo. De esta fecundidad ha querido
que participe la criatura humana, asociando la generación de cada nueva persona
a un específico acto de amor entre un hombre y una mujer[1]. Por esto, «el sexo no es una realidad
vergonzosa, sino una dádiva divina que se ordena limpiamente a la vida, al
amor, a la fecundidad»[2].
Siendo el hombre un individuo compuesto de cuerpo y alma, el acto amoroso
generativo exige la participación de todas las dimensiones de la persona: la
corporeidad, los afectos, el espíritu[3].
El pecado original rompió la armonía del hombre consigo mismo y con los demás.
Esta fractura ha tenido una repercusión particular en la capacidad de la
persona de vivir racionalmente la sexualidad. De una parte, oscureciendo en la
inteligencia el nexo inseparable que existe entre las dimensiones afectivas y
generativas de la unión conyugal; de otra, dificultando el dominio que la
voluntad ejerce sobre los dinamismos afectivos y corporales de la sexualidad.
La necesidad de purificación y maduración que exige la sexualidad en estas
condiciones no supone en modo alguno su rechazo, o una consideración negativa
de este don que el hombre y la mujer han recibido de Dios. Supone más bien
la necesidad de “sanearlo para que alcance su verdadera grandeza”[4]. En esta tarea
juega un papel fundamental la virtud de la castidad.
2. La vocación a la castidad
El Catecismo habla de vocación a la castidad porque esta virtud es condición y
parte esencial de la vocación al amor, al don de sí, con el que Dios llama a
cada persona. La castidad hace posible el amor en la corporeidad y a través de
ella[5]. De algún
modo, se puede decir que la castidad es la virtud que habilita la persona
humana y la conduce en el arte de vivir bien, en la benevolencia y paz interior
con los demás hombres y mujeres y consigo misma; pues la sexualidad humana
atraviesa todas las potencias, desde lo más físico y material, a lo más
espiritual, coloreando las distintas facultades según lo masculino y lo
femenino.
La virtud de la castidad no es, por tanto, simplemente un remedio contra el
desorden que el pecado origina en la espera sexual, sino una afirmación gozosa,
pues permite amar a Dios, y a través de Él a los demás hombres, con todo el
corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cfr. Mc
12, 30)[6].
«La virtud de la castidad forma parte de la virtud cardinal de la templanza» (Catecismo,
2341) y «significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por
ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual» (Catecismo,
2337).
Es importante en la formación de las personas, sobre todo de los jóvenes, al
hablar de la castidad, explicar la profunda y estrecha relación entre la
capacidad de amar, la sexualidad y la procreación. De otro modo, podría parecer
que se trata de una virtud negativa, pues ciertamente una buena parte de la
lucha por vivir la castidad está caracterizada por el intento de dominar las
pasiones, que en algunas circunstancias se dirigen a bienes particulares que no
son ordenables racionalmente al bien de la persona considerada como un todo[7].
En el estado actual, el hombre no puede vivir la ley moral natural, y por tanto
la castidad, sin la ayuda de la gracia. Esto no implica la imposibilidad de una
virtud humana que sea capaz de conseguir un cierto control de las pasiones en
este campo, sino la constatación de la magnitud de la herida producida por el
pecado, que exige el auxilio divino para una perfecta reintegración de la
persona[8].
3. La educación a la castidad
La castidad otorga el dominio de la concupiscencia, que es parte importante del
dominio de sí. Este dominio es una tarea que dura toda la vida y supone un
esfuerzo reiterado que puede ser especialmente intenso en algunas épocas. La
castidad debe crecer siempre, con la gracia de Dios y la lucha ascética (cfr. Catecismo,
2342)[9].
«La caridad es la forma de todas las virtudes. Bajo su influencia, la castidad
aparece como una escuela de donación de la persona. El dominio de sí está
ordenado al don de sí mismo» (Catecismo, 2346).
La educación a la castidad es mucho más que lo que algunos reductivamente
denominan educación sexual, y que se ocupa fundamentalmente de proporcionar
información sobre los aspectos fisiológicos de la reproducción humana y los
métodos anticonceptivos. La verdadera educación a la castidad no se conforma
con informar sobre los aspectos biológicos, sino que ayuda a reflexionar sobre
los valores personales y morales que entran en juego en lo relacionado con el
nacimiento de la vida humana, y la maduración personal. A la vez, fomenta
ideales grandes de amor a Dios y a los demás, a través del ejercicio de las
virtudes de la generosidad, el don de sí, el pudor que protege la intimidad,
etc., que ayudan a la persona a superar el egoísmo y la tentación de encerrarse
en uno mismo.
En este empeño, los padres tienen una responsabilidad muy grande, pues son los
primeros y principales maestros en la formación a la castidad de sus hijos[10].
En la lucha por vivir esta virtud son medios importantes:
a) la oración: pedir a Dios la virtud de la santa pureza[11]; la frecuencia de sacramentos: son las
medicinas de nuestra debilidad;
b) el trabajo intenso; evitar el ocio;
c) la moderación en la comida y bebida;
d) el cuidado de los detalles de pudor y de modestia, en el vestir, etc.;
e) desechar las lecturas de libros, revistas o diarios inconvenientes; y evitar
espectáculos inmorales;
f) ser muy sinceros en la dirección espiritual;
g) olvidarse de sí mismo;
h) tener una gran devoción a María Santísima, Mater pulchrae dilectionis.
La castidad es una virtud eminentemente personal. A la vez, «implica un esfuerzo
cultural» (Catecismo, 2344), pues «el desarrollo de la persona
humana y el crecimiento de la sociedad están mutuamente condicionados»[12].
El respeto de los derechos de la persona, reclama el respeto de la castidad; en
particular, el derecho a «recibir una información y una educación que respeten
las dimensiones morales y espirituales de la vida humana» (Catecismo,
2344)[13].
Las manifestaciones concretas con las que se configura y crece esta virtud
serán distintas dependiendo de la vocación recibida. «Las personas casadas son
llamadas a vivir la castidad conyugal; las otras practican la castidad en la
continencia» (Catecismo, 2349).
4. La castidad en el matrimonio
La unión sexual «está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer» (Catecismo,
2360): es decir, «se realiza de modo verdaderamente humano solamente cuando es
parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte»[14].
La grandeza del acto por el que el hombre y la mujer cooperan libremente con la
acción creadora de Dios exige unas estrictas condiciones morales, justamente
por la importancia antropológica que tiene: la capacidad de generar una nueva
vida humana llamada a la eternidad. Esta es la razón por la cual el hombre no
debe separar voluntariamente las dimensiones unitiva y procreativa de dicho
acto, como es el caso de la contracepción[15].
Los esposos castos sabrán descubrir los momentos más adecuados para vivir esta
unión corporal, de modo que refleje siempre, en cada acto, el don de sí que
significa[16].
A diferencia de la dimensión procreativa, que puede actualizarse de modo
verdaderamente humano solamente a través del acto conyugal, la dimensión
unitiva y afectiva propia de ese acto puede y debe manifestarse de muchos otros
modos. Esto explica que si, por determinadas condiciones de salud o de otro
tipo, los esposos no pueden realizar la unión conyugal; o deciden que es
preferible abstenerse temporalmente (o definitivamente, en situaciones especialmente
graves) del acto propio del matrimonio, pueden y deben continuar actualizando
ese don de sí, que hace crecer el amor verdaderamente personal, del que la
unión de los cuerpos es manifestación.
5. La castidad en el celibato
Dios llama a algunos a que vivan su vocación al amor de un modo particular, en
el celibato apostólico[17]. El modo de vivir la vocación cristiana
en el celibato apostólico supone la continencia[18]. Esta exclusión del uso de la capacidad
generativa no significa en ningún modo la exclusión del amor o de la
afectividad[19]. Al contrario, la donación que se hace
libremente a Dios de una posible vida conyugal, capacita la persona para amar y
donarse a muchos otros hombres y mujeres, ayudándoles a su vez a encontrar a
Dios, que es la razón de dicho celibato[20].
Este modo de vida ha de ser considerado y vivido siempre como un don, pues
nadie puede arrogarse la capacidad de ser fiel al Señor en este camino sin el
auxilio de la gracia.
6. Pecados contra la castidad
A la castidad se opone la lujuria, que es «un deseo o un goce desordenados del
placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado
por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión» (Catecismo
2351).
Dado que la sexualidad ocupa una dimensión central en la vida humana, los
pecados contra la castidad son siempre graves por su materia, y por tanto,
hacen perder la herencia del Reino de Dios (cfr. Ef 5, 5). Pueden ser leves,
sin embargo, cuando falta advertencia plena o perfecto consentimiento.
El vicio de la lujuria tiene muchas y graves consecuencias: la ceguera de la
mente, por la que se oscurece nuestro fin y nuestro bien; la debilitación de la
voluntad, que se hace casi incapaz de cualquier esfuerzo, llegando a la
pasividad, a la desgana en el trabajo, en el servicio, etc.; el apego a los
bienes terrenos que hace olvidar los eternos; y finalmente se puede llegar al
odio a Dios, que aparece al lujurioso como el mayor obstáculo para satisfacer
su sensualidad.
La masturbación es la «excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de
obtener un placer venéreo» (Catecismo, 2352). «Tanto el Magisterio de la
Iglesia, de acuerdo con una tradición constante, como el sentido moral de los
fieles, han afirmado sin ninguna duda que la masturbación es un acto intrínseca
y gravemente desordenado»[21]. Por su misma naturaleza, la
masturbación contradice el sentido cristiano de la sexualidad que está al
servicio del amor. Al ser un ejercicio solitario y egoísta de la sexualidad,
privado de la verdad del amor, deja insatisfecho y conduce al vacío y al
disgusto.
«La fornicación es la unión carnal entre un hombre y una mujer fuera del
matrimonio. Es gravemente contraria a la dignidad de las personas y de la
sexualidad humana, naturalmente ordenada al bien de los esposos, así como a la
generación y educación de los hijos» (Catecismo, 2353)[22].
El adulterio «designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de
los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque
ocasional, cometen un adulterio» (Catecismo 2380)[23].
Asimismo son contrarias a la castidad las conversaciones, miradas,
manifestaciones de afecto hacia otra persona, también entre novios, que se
realizan con deseo libidinoso, o constituyen una ocasión próxima de pecado que
se busca o no se rechaza[24].
La pornografía —exhibición del cuerpo humano como simple objeto de
concupiscencia— y la prostitución —transformación del propio cuerpo en
objeto de transacción financiera y de disfrute carnal— son faltas graves de
desorden sexual, que, además de atentar a la dignidad de las personas que las
ejercitan, constituyen una lacra social (cfr. Catecismo, 2355).
«La violación es forzar o agredir con violencia la intimidad sexual de una
persona. Atenta contra la justicia y la caridad. La violación lesiona
profundamente el derecho de cada uno al respeto, a la libertad, a la integridad
física y moral. Produce un daño grave que puede marcar a la víctima para toda
la vida. Es siempre un acto intrínsecamente malo. Más grave todavía es la
violación cometida por parte de los padres (incesto) o de educadores con los
niños que les están confiados» (Catecismo, 2356).
«Los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados», como ha declarado
siempre la Tradición de la Iglesia[25]. Esta neta valoración moral de las
acciones no debe mínimamente prejuzgar a las personas que presentan tendencias
homosexuales[26], ya que no pocas veces su condición
supone una difícil prueba[27]. También estas personas «están llamadas
a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad
interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la
oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y
resueltamente a la perfección cristiana» (Catecismo, 2359).
Pablo Requena
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2331-2400.
Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, 1-18.
Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía Porque verán a Dios, en Amigos de Dios,
175-189; El matrimonio, vocación cristiana, en Es Cristo que pasa,
22-30.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana,
29-XII-1975.
Congregación para la Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el
amor humano, 1-XI-1983.
Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado,
8-XII-1995.
Pontificio Consejo para la Familia, Lexicon de términos ambiguos y
discutidos sobre familia, vida y cuestiones éticas (2003) (de especial
interés para los padres y educadores la voz Educación sexual de Aquilino
Polaino-Lorente).
-----------------------
[1]
«Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera
distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la
mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la
fecundidad del Creador: “El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su
mujer, y se hacen una sola carne” (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las
generaciones humanas (cfr. Gn 4, 1-2.25-26; 5, 1)» (Catecismo, 2335).
[3]
«Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como
si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su
dignidad. Si, por el contrario, repudia el espíritu y por tanto considera la
materia, el cuerpo, como una realidad exclusiva, malogra igualmente su grandeza»
(Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, 5).
[4]
«Ciertamente, el eros quiere remontarnos “en éxtasis” hacia lo divino,
llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita
seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación» (Idem).
[5]
«Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen... Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer
la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y
de la comunión» (Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio,
22-XI-1981, 11).
[6]
«La castidad es la afirmación gozosa de quien sabe vivir el don de sí, libre de
toda esclavitud egoísta» (Pontificio Consejo Para La Familia, Sexualidad
humana: verdad y significado, 8-XII-1995, 17). «La pureza es consecuencia del
amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y
los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa» (San Josemaría, Es
Cristo que pasa, 5).
[7]
«La castidad implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de
la libertad humana. La alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones
y obtiene la paz, o se deja dominar por ellas y se hace desgraciado (cfr. Si 1,
22). “La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección
consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no
bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El
hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las
pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con
eficacia y habilidad los medios adecuados” (Gaudium et spes, 17)» (Catecismo,
2339).
[8]
«La castidad es una virtud moral. Es también un don de Dios, una gracia, un
fruto del trabajo espiritual (cfr. Ga 5, 22). El Espíritu Santo concede, al que
ha sido regenerado por el agua del bautismo, imitar la pureza de Cristo (cfr. 1
Jn 3, 3)» (Catecismo, 2345).
[9]La maduración de la persona incluye el dominio de sí, que suponen el pudor,
la templanza, el respeto y la apertura a los demás(cfr. Congregación Para La
Educación Católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano, 1-XI-1983,
35).
[10] Este aspecto
de la educación tiene hoy una importancia mayor que en el pasado, ya que son
muchos los modelos negativos que presenta la sociedad actual (cfr. Pontificio
Consejo Para La Familia, Sexualidad humana: verdad y significado, 8-XII-1995,
47). «Ante una cultura que «banaliza» en gran parte la sexualidad humana,
porque la interpreta y la vive de manera reductiva y empobrecida,
relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el servicio
educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea verdadera
y plenamente personal» (Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio,
37).
[11] «La santa
pureza la da Dios cuando se pide con humildad» (San Josemaría, Camino,
118).
[12] Concilio
Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 25.
[13] En diversas
ocasiones, el Papa Juan Pablo II se ha referido a la necesidad de promover una
auténtica «ecología humana» en el sentido de lograr un ambiente moral sano
que facilite el desarrollo humano de la persona (cfr. por ejemplo, Enc. Centesimus
annus, 1-V-1991, 38). Parece claro que parte del «esfuerzo cultural» a que
se ha hecho referencia consiste en mostrar que existe el deber de respetar unas
normas morales en los medios de comunicación, especialmente en la televisión,
como exigencia de la dignidad de las personas. «En estos momentos de violencia,
de sexualidad brutal, salvaje, hemos de ser rebeldes. Tú y yo somos rebeldes:
no nos da la gana dejarnos llevar por la corriente, y ser unas bestias. Queremos
portarnos como hijos de Dios, como hombres o mujeres que tratan a su Padre, que
está en los Cielos y quiere estar muy cerca –¡dentro!– de cada uno de nosotros»
(San Josemaría, Forja, 15).
[15] También en la
fecundación artificial se produce una ruptura entre estas dimensiones propias
de la sexualidad humana, como enseña claramente la Instrucción Donum vitae
(1987).
[16] Como enseña
el Catecismo, el placer que se deriva de la unión conyugal es algo bueno y
querido por Dios (cfr. Catecismo, 2362).
[17] Aunque la
santidad se mide por el amor a Dios y no por el estado de vida –celibe o
casado–, la Iglesia enseña que el celibato por el Reino de los Cielos es un don
superior al matrimonio (cfr. Concilio de Trento: DS 1810; 1 Co 7, 38).
[18] No se tratará
aquí del celibato sacerdotal, ni de la virginidad o celibato consagrado. En
todo caso, desde el punto de vista moral en todas estas situaciones se requiere
la continencia total.
[19] No tendría
ningún sentido sostener que el celibato es «antinatural». El hecho de que el
hombre y la mujer se pueden complementar, no significa que se completen,
porque ambos son completos como personas humanas.
[20] Hablando del
celibato sacerdotal, pero se puede extender a todo celibato por el Reino de los
Cielos, Benedicto XVI explica que no se puede comprender en términos meramente
funcionales, pues en realidad «representa una especial configuración con el estilo
de vida del propio Cristo» (Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis,
24).
[21]
Congregación Para La Doctrina De La Fe, Decl. Persona humana, 29-XII-1975, 9.
[22] La unión
libre o cohabitación sin intención de matrimonio, la unión a prueba
cuando existe intención de casarse, y las relaciones prematrimoniales,
ofenden la dignidad de la sexualidad humana y del matrimonio. «Son contrarias a
la ley moral: el acto sexual debe tener lugar exclusivamente en el matrimonio;
fuera de éste constituye siempre un pecado grave y excluye de la comunión
sacramental» (Catecismo, 2390). La persona no se puede «prestar» sino
solamente donar libremente, una vez y para siempre.
[23] Cristo
condena incluso el deseo del adulterio (cfr. Mt 5, 27-28). En el Nuevo
Testamento se prohíbe absolutamente el adulterio (cfr. Mt 5, 32; 19, 6; Mc 10,
11; 1 Co 6, 9-10). El Catecismo, hablando de las ofensas contra el matrimonio,
enumera también el divorcio, la poligamia y la anticoncepción.
[24] «Los novios
están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver
un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la
esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del
matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben
ayudarse mutuamente a crecer en la castidad» (Catecismo, 2350).
[25]
Congregación Para La Doctrina De La Fe, Decl. Persona humana, 8. «Son
contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No
proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden
recibir aprobación en ningún caso» (Catecismo, 2357).
[26] La
homosexualidad se refiere a la condición que presentan aquellos hombres y
mujeres que sienten una atracción sexual exclusiva o predominante hacia las
personas del mismo sexo. Las posibles situaciones que se pueden presentar son
muy diferentes, y por tanto se debe extremar la prudencia a la hora de tratar
de estos casos.
[27] «Un número
apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente
arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la
mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto,
compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de
discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de
Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del
Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición» (Catecismo
2358).