Es la demostración por excelencia del Amor de Dios hacia los hombres, pues
la Segunda Persona de la Santísima Trinidad —Dios— se hace partícipe de la
naturaleza humana en unidad de persona.
La asunción de la naturaleza humana de Cristo por la Persona del Verbo es obra
de las tres Personas divinas. La Encarnación de Dios es la Encarnación del
Hijo, no del Padre, ni del Espíritu Santo. No obstante, la Encarnación fue una
obra de toda la Trinidad. Por eso, en la Sagrada Escritura a veces se atribuye
a Dios Padre (Hb 10, 5; Ga 4, 4), o al Hijo mismo (Flp 2,
7), o al Espíritu Santo (Lc 1, 35; Mt 1, 20). Se subraya así que
la obra de la Encarnación fue un único acto, común a las tres Personas divinas.
San Agustín explicaba que «el hecho de que María concibiese y diese a luz es
obra de la Trinidad, ya que las obras de la Trinidad son inseparables»[1]. Se trata en
efecto de una acción divina ad extra, cuyos efectos están fuera de Dios,
en las criaturas, pues son obra de las tres Personas conjuntamente, ya que uno
y único es el Ser divino, que es el mismo poder infinito de Dios (cfr. Catecismo,
258).
La Encarnación del Verbo no afecta a la libertad divina, pues Dios podía haber
decidido que el Verbo no se encarnara, o que se encarnara otra Persona divina.
Sin embargo, decir que Dios es infinitamente libre no significa que sus
decisiones sean arbitrarias ni negar que el amor sea la razón de su actuar. Por
eso los teólogos suelen buscar las razones de conveniencia que se pueden
vislumbrar en las diversas decisiones divinas, tal como se manifiestan en la
actual economía de la salvación. Buscan tan sólo poner de relieve la
maravillosa sabiduría y coherencia que existe en toda obra divina, no una
eventual necesidad en Dios.
2. La Virgen María, Madre de Dios
La Virgen María fue predestinada para ser Madre de Dios desde toda la eternidad
juntamente con la Encarnación del Verbo: «en el misterio de Cristo, María está presente
ya “antes de la creación del mundo” como aquella que el Padre ‘ha elegido’ como
Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el
Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad»[2]. La elección divina respeta la libertad
de Santa María, pues «el Padre de las misericordias quiso que el consentimiento
de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la encarnación para
que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer
contribuyera a la vida (LG 56; cfr. 61)» (Catecismo, 488). Por eso,
desde muy antiguo, los Padres de la Iglesia han visto en María la Nueva Eva.
«Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la
medida de una misión tan importante” (LG 56)» (Catecismo, 490). El
arcángel San Gabriel, en el momento de la Anunciación, la saluda como «llena de
gracia» (Lc 1, 28). Antes de que el Verbo se encarnara, María era ya,
por su correspondencia a los dones divinos, llena de gracia. La gracia
recibida por María la hace grata a Dios y la prepara para ser la Madre virginal
del Salvador. Totalmente poseída por la gracia de Dios, pudo dar su libre
consentimiento al anuncio de su vocación (cfr. Catecismo, 490). Así,
«dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús
y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún
pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la
obra de Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios,
al Misterio de la Redención (cfr. LG 56)» (Catecismo, 494). Los Padres
orientales suelen llamar a la Madre de Dios «la Toda Santa» y «la celebran
“como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y
hecha una nueva criatura” (LG 56). Por la gracia de Dios María ha permanecido
pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida» (Catecismo,
493).
María ha sido redimida desde su concepción: «es lo que confiesa el dogma de la
Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: “… la
bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de pecado
original en el primer instante de su concepción por singular gracia y
privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género
humano” (DS 2803)» (Catecismo, 491). La Inmaculada Concepción manifiesta
el amor gratuito de Dios, pues ha sido iniciativa divina y no mérito de María
sino de Cristo. En efecto, «esta “resplandeciente santidad del todo singular”
de la que ella fue “enriquecida desde el primer instante de su concepción” (LG
56), le viene toda entera de Cristo: ella es “redimida de la manera más sublime
en atención a los méritos de su Hijo” (LG 53)» (Catecismo, 492).
Santa María es Madre de Dios: «en efecto, aquel que ella concibió como hombre,
por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la
carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la
Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de
Dios (cfr. DS 252)» (Catecismo, 495). Ciertamente no ha engendrado
la divinidad, sino el cuerpo humano del Verbo, al que se unió inmediatamente su
alma racional, creada por Dios como todas las demás, dando así origen a la naturaleza
humana que en ese mismo instante fue asumida por el Verbo.
María fue siempre Virgen. Desde antiguo, la Iglesia confiesa en el Credo
y celebra en su liturgia «a María como la (…) “siempre-virgen” (cfr. LG
52)» (Catecismo, 499; cfr. Catecismo, 496-507). Esta fe de la
Iglesia se refleja en la antiquísima fórmula: «Virgen antes del parto, en el
parto y después del parto». Desde el inicio, «la Iglesia ha confesado que Jesús
fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu
Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; Jesús fue
concebido “absque semine ex Spiritu Sancto” (Cc. Letrán, año 649; DS
503), esto es, sin elemento humano, por obra del Espíritu Santo» (Catecismo,
496). María fue también virgen en el parto, pues «le dio a luz sin detrimento
de su virginidad, como sin perder su virginidad lo había concebido (…) Jesucristo nació de un seno
virginal con un nacimiento admirable»[3]. En efecto, «el nacimiento de Cristo
“lejos de disminuir consagró la integridad virginal” de su madre (LG 57)» (Catecismo,
499). María permaneció perpetuamente virgen después del parto. Los Padres de la
Iglesia, en sus explicaciones de los Evangelios y en su respuestas a las
diversas objeciones, han afirmado siempre esta realidad, que manifiesta su
total disponibilidad y la entrega absoluta al designio salvífico de Dios. Lo
resumía San Basilio cuando escribió que «los amantes de Cristo no admiten
escuchar que la Madre de Dios haya dejado de ser virgen en algún momento»[4].
María fue asunta al Cielo. «La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda
mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue
llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del
universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y
vencedor del pecado y de la muerte»[5]. La Asunción de la Santísima Virgen
constituye una anticipación de la resurrección de los demás cristianos (cfr. Catecismo,
966). La realeza de María se fundamenta en su maternidad divina y en su
asociación a la obra de la Redención[6]. El 1 de noviembre de 1954, Pío XII
instituyó la fiesta de Santa María Reina[7].
María es la Madre del Redentor. Por eso su maternidad divina comporta también
su cooperación en la salvación de los hombres: «María, hija de Adán, aceptando
la palabra divina fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica
de Dios con generoso corazón y sin el impedimento de pecado alguno, se
consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la
obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la
gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María,
no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación
humana por la libre fe y obediencia»[8]. Esta cooperación se manifiesta también
en su maternidad espiritual. María, nueva Eva, es verdadera madre de los
hombres en el orden de la gracia pues coopera al nacimiento a la vida de la
gracia y al desarrollo espiritual de los fieles: María «colaboró de manera
totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente
amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es
nuestra Madre en el orden de la gracia»[9] (cfr. Catecismo, 968). María es
también mediadora y su mediación materna, subordinada siempre a la única
mediación de Cristo, comenzó con el fiat de la Anunciación y perdura en
el cielo, ya que «con su asunción a los cielos, no abandonó su misión
salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los
dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la
Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora»[10]
(cfr. Catecismo, 969).
María es tipo y modelo de la Iglesia: «La Virgen María es para la Iglesia el
modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro muy eminente y del todo
singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” (…) de la
Iglesia (LG 63)» (Catecismo, 967). Pablo VI, el 21-11-1964, nombró
solemnemente a María Madre de la Iglesia, para subrayar de modo explícito la
función maternal que la Virgen ejerce sobre el pueblo cristiano[11].
Se comprende, a la vista de cuanto hemos expuesto, que la piedad de la Iglesia
hacia la Santísima Virgen sea un elemento intrínseco del culto cristiano[12].
La Santísima Virgen «es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial.
Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen
con el título de “Madre de Dios”, bajo cuya protección de acogen los fieles
suplicantes en todos sus peligros y necesidades… Este culto… aunque del todo
singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo
encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy
poderosamente»[13]. El culto a Santa María «encuentra su
expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios (cfr. SC 103)
y en la oración mariana, como el Santo Rosario» (Catecismo, 971).
3. Figuras y profecías de la Encarnación
Hemos visto en el tema anterior cómo tras el pecado de nuestros primeros
padres, Adán y Eva, Dios no abandonó al hombre sino que les prometió un
Salvador (cfr. Gn 3, 15; Catecismo, 410).
Tras el pecado original y la promesa del Redentor, Dios mismo vuelve a tomar la
iniciativa y estableció una Alianza con los hombres: con Noé tras del diluvio
(cfr. Gn 9-10) y después sobre todo con Abraham (cfr. Gn 15-17),
a quien prometió una gran descendencia y hacer de ella un gran puebo, dándole
una nueva tierra, y en quien un día serían bendecidas todas las naciones. La
Alianza se renovó después con Isaac (cfr. Gn 26, 2-5) y con Jacob (cfr. Gn
28, 12-15; 35, 9-12). En el Antiguo Testamento, la Alianza alcanza su expresión
más completa con Moisés (cfr. Ex 6, 2-8; Ex 19-34).
Momento importante en la historia de las relaciones entre Dios e
Israel fue la profecía de Natán (cfr. 2 S 7, 7-15), que anuncia que
el Mesías será de la descendencia de David y que reinará sobre todos los
pueblos, no sólo sobre Israel. Del Mesías se dirá en otros textos proféticos
que su nacimiento tendría lugar en Belén (cfr. Mi 5, 1), que
pertenecería a la estirpe de David (cfr. Is 11, 1; Jr 23, 5); que
se le pondría por nombre «Enmanuel», esto es, Dios con nosotros (cfr. Is
7, 14); que se le llamará «Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la Paz» (Is
9, 5), etc. Junto a estos textos que describen al Mesías como rey y
descendiente de David, hay otros que relatan, también de modo profético, la
misión redentora del Mesías, llamándolo Siervo de Yahvé, siervo de dolores, que
asumirá en su cuerpo la reconciliación y la paz (cfr. Ef 2,14-18): Is
42, 1-7; 49, 1-9; 50, 4-9; 52, 13-53, 12. En este contexto es importante el
texto de Dn 7, 13-14 sobre el Hijo del hombre, que misteriosamente a
través de la humildad y el abajamiento supera la condición humana y restaura el
reino mesiánico en su fase definitiva (cfr. Catecismo, 440).
Las principales figuras del Redentor en el Antiguo Testamento son el inocente
Abel, el sumo sacerdote Melquisedec, el sacrificio de Isaac, José vendido por
sus hermanos, el cordero pascual, la serpiente de bronce levantada por Moisés
en el desierto y el profeta Jonás.
4. Los nombres de Cristo
Son muchos los nombres y títulos atribuidos a Cristo por teólogos y autores
espirituales a lo largo de los siglos. Unos se toman del Antiguo Testamento;
otros, del Nuevo. Algunos son utilizados o aceptados por Jesús mismo; otros le
han sido aplicados por la Iglesia a lo largo de los siglos. Veremos aquí los
nombres más importantes y habituales.
Jesús (cfr. Catecismo, 430-435), que en hebreo significa «Dios salva»:
«en el momento de la anunciación, el ángel Gabriel le dio como nombre propio el
nombre de Jesús que expresa a la vez su identidad y su misión» (Catecismo,
430), es decir, El es el Hijo de Dios hecho hombre para salvar «a su pueblo de
sus pecados» (Mt 1, 21). El nombre de Jesús «significa que el Nombre
mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo (cfr. Hch 5, 41; 3 Jn
7) hecho hombre para la redención universal y definitiva de los pecados. El es
el Nombre divino, el único que trae la salvación (cfr. Jn 3, 18; Hch
2, 21) y de ahora en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a
todos los hombres por la Encarnación» (Catecismo, 432). El nombre de
Jesús está en el corazón de la plegaria cristiana (cfr. Catecismo, 435).
Cristo (cfr. Catecismo, 436-440), que viene de la traducción griega del
término hebreo «Mesías» y que quiere decir «ungido». Pasa a ser nombre propio
de Jesús «porque El cumple perfectamente la misión divina que esa palabra
significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le
eran consagrados para una misión que habían recibido de El» (Catecismo,
436). Éste era el caso de los sacerdotes, los reyes y excepcionalmente de los
profetas. Éste debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría
para instaurar definitivamente su Reino. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de
Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey (cfr. ibid.).
Jesús «aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho (cfr. Jn 4,
25-26; 11, 27), pero no sin reservas porque una parte de sus contemporáneos lo
comprendían según una concepción demasiado humana (cfr. Mt 22, 41-46),
esencialmente política (cfr. Jn 6, 15; Lc 24, 21)» (Catecismo,
439).
Jesucristo es el Unigénito de Dios, el Hijo único de Dios (cfr. Catecismo,
441-445). La filiación de Jesús respecto a su Padre no es una filiación adoptiva
como la nuestra, sino la filiación divina natural, es decir, «la relación única
y eterna de Jesucristo con
Dios, su Padre: El es el Hijo único del Padre (cfr. Jn 1, 14.18; 3,
16.18) y El mismo es Dios (cfr. Jn 1, 1). Para ser cristiano es
necesario creer que Jesucristo
es el Hijo de Dios (cfr. Hch 8, 37; 1 Jn 2, 23)» (Catecismo,
454). Los evangelios «narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la
transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su “Hijo amado”
(Mt 3, 17; 17, 5). Jesús se designa a sí mismo como el “Hijo único de
Dios” (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna»
(Catecismo, 444).
Señor (cfr. Catecismo, 446-451): «en la traducción griega de los libros
del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés
(cfr. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por “Kyrios” [“Señor”]. Señor se
convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad
misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el
título “Señor” para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad,
para Jesús reconociéndolo como Dios (cfr. 1 Co 2, 8)» (Catecismo,
446). Al atribuir a Jesús el título divino de Señor, «las primeras confesiones
de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cfr. Hch 2, 34-36) que
el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús
(cfr. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque Él es de “de
condición divina” (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de
Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cfr. Rm
10, 9; 1 Co 12, 3; Flp 2, 11)» (Catecismo, 449). La
oración cristiana, litúrgica o personal, está marcada por el título «Señor»
(cfr. Catecismo, 451).
5. Cristo es el único Mediador perfecto entre Dios y los hombres. Es
Maestro, Sacerdote y Rey.
«Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona
divina: por esta razón Él es el único Mediador entre Dios y los hombres» (Catecismo,
480). La expresión más profunda del Nuevo Testamento sobre la mediación de
Cristo se encuentra en la primera carta a Timoteo: «Hay un solo Dios, y también
un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se
entregó a sí mismo como rescate por todos» (1 Tm 2, 5). Se presentan
aquí la persona del Mediador y la acción del Mediador. Y en la carta a los
Hebreos se presenta a Cristo como el mediador de una Nueva Alianza (cfr. Hb
8, 6; 9, 15; 12, 24). Jesucristo
es mediador porque es perfecto Dios y perfecto hombre, pero es mediador en y
por su humanidad. Esos textos del Nuevo Testamento presentan a Cristo como
profeta y revelador, como sumo sacerdote y como Señor de toda la creación. No
se trata de tres ministerios distintos, sino de tres aspectos diversos de la
función salvífica del único mediador.
Cristo es el profeta anunciado en el Deuteronomio (18,18). Por profeta tenía la
gente a Jesús (cfr. Mt 16, 14; Mc 6, 14-16; Lc 24, 19). El
mismo inicio de la carta a los Hebreos resulta paradigmático a estos efectos.
Pero Cristo es más que profeta: Él es el Maestro, es decir, aquel que enseña
por propia autoridad, con una autoridad desconocida hasta entonces que dejaba
sorprendidos a quienes le escuchaban. El carácter supremo de las enseñanzas de
Jesús se fundamenta en el hecho de que es Dios y hombre. Jesús no sólo enseña
la verdad, sino que El es la Verdad hecha visible en la carne. Cristo, Verbo
eterno del Padre, «es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En El
lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta» (Catecismo, 65). La
enseñanza de Cristo es definitiva, también en el sentido de que, con ella, la
Revelación de Dios a los hombres en la historia ha tenido su último
cumplimiento.
Cristo es sacerdote. La mediación de Jesucristo es una mediación
sacerdotal. En la carta a los Hebreos, que tiene como tema central el
sacerdocio de Cristo, Jesucristo
es presentado como el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, «único Sumo
Sacerdote, según el orden de Melquisedec» (Hb 5, 10; 6, 20),
«santo, inocente, inmaculado» (Hb 7, 26), «que, “mediante una sola
oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados” (Hb
10, 14), es decir, mediante el único sacrificio de su Cruz» (Catecismo,
1544). Del mismo modo que el sacrificio de Cristo –su muerte en la Cruz- es
único por la unidad que existe entre el sacerdote y la víctima –de valor
infinito-, así también su sacerdocio es único. Él es la única víctima y el
único sacerdote. Los sacrificios del Antiguo Testamento eran figura del de
Cristo y recibían su valor precisamente por su ordenación al de Cristo. El
sacerdocio de Cristo, sacerdocio eterno, es participado por el sacerdocio
ministerial y por el sacerdocio de los fieles, que ni se suman ni suceden al de
Cristo (cfr. Catecismo, 1544-1547).
Cristo es Rey. Lo es no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre. La
soberanía de Cristo es un aspecto fundamental de su mediación salvífica. Cristo
salva porque tiene el poder efectivo para hacerlo. La fe de la Iglesia afirma
la realeza de Cristo y profesa en el Credo que «su reino no tendrá fin»,
repitiendo así lo que el arcángel Gabriel dijo a María (cfr. Lc 1,
32-33). La dignidad real de Cristo ya había sido anunciada en el Antiguo
Testamento (cfr. Sal 2, 6; Is 7, 6; 11. 1-9; Dn 7, 14).
Cristo, sin embargo, no habló mucho de su realeza, pues entre los judíos de su
tiempo estaba muy difundida una concepción material y terrena del Reino
mesiánico. Sí lo reconoció en un momento particularmente solemne, cuado
contestando a una pregunta de Pilato, respondió: «Sí, tu lo dices. Yo soy Rey»
(Jn 18, 37). La realeza de Cristo no es metafórica, es real y comporta
el poder de legislar y de juzgar. Es una realeza que se fundamenta en el hecho
de que es el Verbo encarnado y en que es nuestro Redentor[14]. Su reino es espiritual y eterno. Es un
reino de santidad y de justicia, de amor, de verdad y de paz[15].
Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y
resurrección (cfr. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo
el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su
vida en rescate por muchos (Mt 20, 28)» (Catecismo, 786).
Todos los fieles «participan de estas tres funciones de Cristo y tienen las
responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas» (Catecismo,
783).
6. Toda la vida de Cristo es redentora
Por lo que se refiere ala vida de Cristo, «el Símbolo de la fe no habla más que
de los misterios de la Encarnación (concepción y nacimiento) y de la Pascua
(pasión, crucifixión, muerte, sepultura, descenso a los infiernos,
resurrección, ascensión). No dice nada explícitamente de los misterios de la
vida oculta y pública de Jesús, pero los artículos de la fe referentes a la
Encarnación y a la Pascua de Jesús iluminan toda la vida terrena de
Cristo» (Catecismo, 512).
Toda la vida de Cristo es redentora y cualquier acto humano suyo posee un valor
trascendente de salvación. Incluso en los actos más sencillos y aparentemente
menos importantes de Jesús hay un eficaz ejercicio de su mediación entre Dios y
los hombres, pues son siempre acciones del Verbo encarnado. Esta doctrina la
entendió con especial profundidad San Josemaría, que ha enseñado a transformar
todos los caminos de la tierra en caminos divinos de santificación: «llega la
plenitud de los tiempos y, para cumplir esa misión (…) nace un Infante en
Belén. Es el Redentor del mundo; pero, antes de hablar, ama con obras. No trae
ninguna fórmula mágica, porque sabe que la salvación que ofrece debe pasar por
el corazón del hombre. Sus primeras acciones son risas, lloros de niño, sueño
inerme de un Dios encarnado: para enamorarnos, para que lo sepamos acoger en
nuestros brazos»[16].
Los años de la vida oculta de Cristo no son una simple preparación para su
ministerio público, sino auténticos actos redentores, orientados hacia la consumación
del Misterio Pascual. Tiene gran relevancia teológica el hecho de que Jesús
compartió durante la mayor parte de su vida la condición de la inmensa mayoría
de los hombres: la vida cotidiana de familia y de trabajo en Nazaret. Nazaret
es así una lección de vida familiar, una lección de trabajo[17]. Cristo también realiza nuestra
redención durante los muchos años de trabajo de su vida oculta dando así todo
su sentido divino en la historia de la salvación a la labor cotidiana del
cristiano, y de millones de hombres de buena voluntad: «Jesús, creciendo y viviendo
como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente
y ordinario, tiene un sentido divino»[18].
José Antonio Riestra Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 484-570, 720-726 y 963-975.
Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazatet, La Esfera de los
Libros, Madrid 2007, 23-30; 371-410 (Introducción y cap. 10).
Lecturas recomendadas
J.L. Bastero de Eleizalde, María, Madre del Redentor, 2ª ed., Eunsa,
Pamplona 2004.
M. Ponce Cuéllar, María, Madre del redentor y Madre de la Iglesia, 2ª
ed., Herder, Barcelona 2001.
F. Ocáriz – L.F. Mateo Seco – J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo,
3ª ed., EUNSA, Pamplona 2004.
---------------------------- [1]
San Agustín, De Trinitate, 2, 5, 9; cfr. Concilio Lateranense IV: DS
801.
[2]
Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 8; cfr. Pio IX, Bula
Ineffabilis Deus; Pío XII, Bula Munificentissimus Deus, AAS
42(1950)9768; Pablo VI, Exh. Ap. Marialis cultus, 25; CIC, 488.
[3]
San León Magno, Ep. Lectis dilectionis tuae, DS 291-294.
[5]
Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 59; cfr. la proclamación del
dogma de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María por el Papa Pío XII en
1950: DS 3903.