«La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción
creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador,
su único fin (...); nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el
derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente» (Catecismo,
2258).
El hombre es alguien singular: la única criatura de este mundo a la que Dios
ama por sí misma[1]. Está destinado a conocer y amar eternamente
a Dios, y su vida es sagrada. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cfr.
Gn 1, 26-27), y éste es el fundamento último de la dignidad humana y del
mandamiento no matarás.
El libro del Génesis presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia
del pecado original. Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida:
incluso de la de Caín, después de haber matado a su hermano Abel; sangre de su
sangre, imagen de todo homicidio. Nadie debe tomarse la justicia por su mano, y
nadie puede abrogarse el derecho de disponer de la vida del prójimo (cfr. Gn
4, 13-15).
Este mandamiento hace referencia a los seres humanos. Es legítimo servirse de
los animales para obtener alimento, vestido, etc.: Dios los puso en la tierra
para que estuviesen al servicio del hombre. La conveniencia de no matarlos o
maltratarlos proviene del desorden que puede implicar en las pasiones humanas,
o de un deber de justicia (si son propiedad de otro) (cfr. Catecismo,
2417). Además, no hay que olvidar que el hombre no es “dueño” de la Creación,
sino administrador y por tanto, tiene obligación de respetar y cuidar la
naturaleza, de la que necesita para su propia existencia y desarrollo (cfr. Catecismo,
2418).
2. Plenitud de este mandamiento
El mandamiento de salvaguardar la vida del hombre «tiene su aspecto más
profundo en la exigencia de la veneración y amor hacia la persona y su
vida»[2].
La misericordia y el perdón son propios de Dios; y en la vida de los hijos de
Dios también debe estar presente la misericordia, que nos lleva a compadecernos
en nuestro corazón por la miseria ajena: «Bienaventurados los misericordiosos
porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7)[3].
También es necesario aprender a perdonar las ofensas (cfr. Mt 5,
22). Al recibir una ofensa hay que procurar no encolerizarse, ni permitir que
la ira invada el corazón. Es más, en el Paternoster –la oración que nos
dejó Jesús como oración dominical–, el Señor liga su perdón –el perdón acerca
de las ofensas que hemos cometido– al perdón de los que nos han ofendido (cfr. Mt
6, 9-13; Lc 11, 2-4). En esta lucha nos ayudará: contemplar la Pasión de
Nuestro Señor, que nos ha perdonado y redimido llevando con amor y con
paciencia las injusticias; considerar que nadie debe resultar, para el
cristiano, un extraño o un enemigo (cfr. Mt 5, 44-45);
pensar en el juicio que sigue a la muerte, en el que se nos juzgará del amor al
prójimo; recordar que un cristiano debe vencer el mal con el bien (cfr. Rm
12, 21); y ver las injurias como ocasión para la propia purificación.
3. El respeto de la vida humana
El quinto precepto manda no matar. Condena también golpear, herir o
hacer cualquier daño injusto a uno mismo y al prójimo en el cuerpo, ya por sí,
ya por otros; así como agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal. En
este mandamiento se prohíbe igualmente darse a sí mismo la muerte (suicidio).
3.1. El homicidio voluntario
«El quinto mandamiento condena como gravemente pecaminoso el homicidio directo
y voluntario. El que mata y los que cooperan voluntariamente con él cometen
un pecado que clama venganza al cielo (cfr. Gn 4, 19)» (Catecismo,
2268)[4].
La encíclica Evangelium vitae ha formulado de modo definitivo e
infalible la siguiente norma negativa: «con la autoridad conferida por Cristo a
Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica,
confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es
siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no
escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón
(cfr. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura, transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal»[5]. Así, el homicidio que es sin excepción
gravemente inmoral es aquél que responde a una elección deliberada y se
dirige a una persona inocente. Por tanto, la legítima defensa y la pena
de muerte no se incluyen en esta formulación absoluta, y son objeto de un
tratamiento específico[6].
El poner la vida en manos del hombre implica un poder de disposición, que
conlleva saber administrarlo como una colaboración con Dios. Esto exige una
actitud de amor y de servicio, y no de dominio arbitrario: se trata de un
señorío ministerial, no absoluto, reflejo del señorío único e infinito de Dios[7].
3.2. El aborto
«La vida humana debe ser respetada y protegida de manera absoluta desde el
momento de la concepción» (Catecismo, 2270). No es admisible ninguna
discriminación, ni siquiera la fundada en las diferentes etapas del desarrollo
de la vida. En situaciones conflictivas, es determinante la pertenencia natural
a la especie biológica humana. Con esto no se imponen a la investigación
biomédica límites distintos que los que la dignidad humana establece para
cualquier otro campo de la actividad humana.
«El aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es
siempre un desorden moral grave en cuanto eliminación deliberada de un ser
humano inocente» [8]. La expresión como fin o como medio
comprende las dos modalidades de la voluntariedad directa: en este caso, el que
actúa quiere conscientemente matar, y por eso cumple la acción.
«Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás
hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley
de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón y
proclamada por la Iglesia»[9]. El respeto de la vida debe ser
reconocido como el confín que ninguna actividad individual o estatal puede
superar. El derecho inalienable de toda persona humana inocente a la vida es un
elemento constitutivo de la sociedad civil y de su legislación y como
tal debe ser reconocido y respetado tanto por parte de la sociedad como de la
autoridad política (cfr. Catecismo, 2273)[10].
Así, podemos afirmar que «el derecho a mandar constituye una exigencia del
orden espiritual [moral] y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes
promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden
espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni
la ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al
ciudadano (...); más aún, en semejante situación, la propia autoridad se
desmorona por completo y se origina una iniquidad espantosa»[11]. Tanto es así que «leyes de este tipo no
sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario,
establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción
de conciencia»[12].
«Puesto que debe ser tratado como una persona desde la concepción, el embrión
deberá ser defendido en su integridad, cuidado y atendido médicamente en la
medida de lo posible, como todo otro ser humano» (Catecismo, 2274).
3.3. La eutanasia
«Por eutanasia en sentido verdadero y propio se debe entender una acción
o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el
fin de eliminar cualquier dolor (...). Es una grave violación de la ley de
Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una
persona humana (...). Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la
malicia propia del suicidio o del homicidio»[13]. Se trata de una de las consecuencias,
gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana, a las que puede
llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.
«La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos,
extraordinarios o desproporcionados a los resultados puede ser legítima.
Interrumpir estos tratamientos es rechazar el encarnizamiento terapéutico.
Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla» (Catecismo,
2278)[14].
En cambio, «aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios
debidos a una persona no pueden ser legítimamente interrumpidos» (Catecismo,
2279)[15]. La alimentación e hidratación
artificiales son, en principio, cuidados ordinarios debidos a todo enfermo[16].
3.4. El suicidio
«Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado.
No disponemos de ella» (Catecismo, 2280). «El suicidio contradice la
inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es
gravemente contrario al justo amor de sí mimo. Ofende también al amor del
prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades
familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es
contrario al amor del Dios vivo» (Catecismo, 2281)[17].
Preferir la propia muerte para salvar la vida de otro no es suicidio, antes
bien, puede constituir un acto de extrema caridad.
3.5. La legítima defensa
La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un
injusto agresor cause daño[18]. La legítima defensa puede ser incluso
un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común
(cfr. Catecismo, 2265).
3.6. La pena de muerte
Defender el bien común de la sociedad exige que se ponga al agresor en
situación de no poder dañar. Por esto, la legítima autoridad puede infligir
penas proporcionales a la gravedad de los delitos. Las penas tienen como fin
compensar el desorden introducido por la falta, preservar el orden público y la
seguridad de las personas, y la enmienda del culpable (cfr. Catecismo,
2266). «Para conseguir estas finalidades la medida y la calidad de la
pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la
eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la
defensa de la sociedad no sea posible de otro modo (...). Estos casos son ya
muy raros, por no decir prácticamente inexistentes»[19].
4. El respeto de la dignidad de las personas
4.1. El respeto al alma del prójimo: el escándalo
Los cristianos estamos obligados a procurar la vida y la salud sobrenatural del
alma del prójimo, además de la del cuerpo.
El escándalo es lo contrario: «es la actitud o el comportamiento que induce a
otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo
(...). El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión,
arrastra deliberadamente a otro a una falta grave» (Catecismo, 2284). Se
puede causar escándalo por comentarios injustos, por la promoción de
espectáculos, libros y revistas inmorales, por seguir modas contrarias al
pudor, etc.
«El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo
causan o la debilidad de quienes lo padecen» (Catecismo, 2285): «al que
escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le
cuelguen al cuello una piedra de molino y le echen al mar» (Mt 18, 6)[20].
4.2. El respeto a la salud del cuerpo
El respeto al propio cuerpo es una exigencia de la caridad, pues el cuerpo es
templo del Espíritu Santo (cfr. 1 Co 6, 19; 3, 16ss.; 2 Co 6,
16), y somos responsables –en lo que de nosotros depende– de procurar la salud
corporal, que es un medio para servir a Dios y a los hombres. Pero la vida
corporal no es un valor absoluto: la moral cristiana se opone a una concepción
neopagana que promueve el culto al cuerpo, y que puede conducir a la
perversión de las relaciones humanas (cfr. Catecismo, 2289).
«La virtud de la templanza conduce a evitar toda clase de excesos, el
abuso de la comida, del alcohol, del tabaco y de las medicinas. Quienes en
estado de embriaguez, o por afición inmoderada de velocidad, ponen en peligro
la seguridad de los demás y la suya propia en las carreteras, en el mar o en el
aire, se hacen gravemente culpables» (Catecismo, 2290).
El uso de drogas es una falta grave, por el daño que representa para la
salud, y por la huida de la responsabilidad de los actos que se pueden realizar
bajo su influencia. La producción clandestina y el tráfico de drogas son
prácticas inmorales (cfr. Catecismo, 2291).
La investigación científica no puede legitimar actos que en sí mismos
son contrarios a la dignidad de las personas y a la ley moral. Ningún ser
humano puede ser tratado como un medio para el progreso de la ciencia (cfr. Catecismo,
2295). Atentan contra este principio prácticas como la procreación artificial
sustitutiva o el uso de embriones con fines experimentales.
4.3. El trasplante de órganos
La donación de órganos para trasplantes es legítima y puede ser un acto de
caridad, si la donación es plenamente libre y gratuita[21], y respeta el orden de la justicia y de
la caridad.
«Una persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o
daño para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y
proporcionada. Resulta obvio que los órganos vitales sólo pueden donarse
después de la muerte»[22].
Es preciso que el donante o sus representantes hayan dado su consentimiento
consciente (cfr. Catecismo, 2296). Esta donación, «aun siendo lícita en
sí misma, puede llegar a ser ilícita, si viola los derechos y sentimientos de
terceros a quienes compete la tutela del cadáver: los parientes cercanos en
primer término; pero podría incluso tratarse de otras personas en virtud de
derechos públicos o privados»[23].
4.4. El respeto a la libertad física y a la integridad corporal
Los secuestros y el tomar rehenes son moralmente ilícitos: es tratar a las
personas sólo como medios para obtener diversos fines, privándoles injustamente
de la libertad. También son gravemente contrarios a la justicia y a la caridad
el terrorismo y la tortura.
«Exceptuados los casos de precripciones médicas de orden estrictamente
terapéutico, las amputaciones, mutilaciones o esterilizaciones directamente
voluntarias de personas inocentes son contrarias a la ley moral» (Catecismo,
2297). Por lo tanto, no son contrarias a la ley moral aquéllas que se siguen de
una acción terapéutica necesaria para el bien del cuerpo tomado en su
totalidad, y que no se quieren ni como fin ni como medio, sino que se sufren y
se toleran.
4.5. El respeto a los muertos
«Los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe
y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de
misericordia corporal (cfr. Tb 1, 16-18), que honra a los hijos de Dios,
templos del Espíritu Santo» (Catecismo, 2300). «La Iglesia aconseja
vivamente que se conserve la piadosa costumbre de sepultar el cadáver de los
difuntos; sin embargo no prohíbe la cremación, a no ser que haya sido elegida
por razones contrarias a la doctrina cristiana» (CIC, can. 1176).
5. La defensa de la paz
«Bienaventurados los pacíficos porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt
5, 8). Característica del espíritu de filiación divina es ser sembradores de
paz y de alegría[24]. «La paz no puede alcanzarse en la
tierra, sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre
comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas
y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad (...). Es obra de la
justicia (cfr. Is 32, 17) y efecto de la caridad» (Catecismo,
2304).
«A causa de los males y de las injusticias que ocasiona toda guerra, la Iglesia
insta constantemente a todos a orar y actuar para que la Bondad divina nos
libre de la antigua servidumbre de la guerra (cfr. Concilio Vaticano II, Const.
Gaudium et spes, 81,4)» (Catecismo, 2307).
Existe una «legítima defensa mediante la fuerza militar». Pero «la gravedad de
semejante decisión somete a ésta a condiciones rigurosas de legitimidad moral»
(Catecismo, 2309)[25].
«Las injusticias, las desigualdades excesivas de orden económico o social, la
envidia, la desconfianza y el orgullo, que existen entre los hombres y las
naciones, amenazan sin cesar la paz y causan las guerras. Todo lo que se hace
para superar estos desórdenes contribuye a edificar la paz y evitar la guerra»
(Catecismo, 2317).
«Ama a tu patria: el patriotismo es una virtud cristiana. Pero si el
patriotismo se convierte en un nacionalismo que lleva a mirar con desapego, con
desprecio —sin caridad cristiana ni justicia— a otros pueblos, a otras
naciones, es un pecado»[26].
Pau Agulles Simó
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2258-2330.
Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 25-III-95, cap. III.
Lecturas recomendadas
L. Ciccone, La vita umana, Ares, Milano 2000.
L. Melina, Corso di Bioetica. Il Vangelo della Vita, Piemme, Casale
Monferrato 1996.
----------------------
[1]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 24.
[2]
Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 25-III-95, 41.
[3]
«Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales
ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales» (Catecismo,
2447).
[4]
También «prohíbe hacer algo con intención de provocar indirectamente la
muerte de una persona. La ley moral prohíbe exponer a alguien sin razón grave a
un riesgo mortal, así como negar la asistencia a una persona en peligro» (Catecismo,
2269).
[9]
Ibidem, 62. Es tal la gravedad del crimen del aborto, que la Iglesia sanciona
este delito con pena canónica de excomunión latae sententiae (cfr. Catecismo,
2272).
[10] «Estos
derechos del hombre no están subordinados ni a los individuos ni a los padres,
y tampoco son una concesión de la sociedad o del Estado: pertenecen a la
naturaleza humana y son inherentes a la persona en virtud del acto creador que
la ha originado (...). Cuando una ley positiva priva a una categoría de seres
humanos de la protección que el ordenamiento civil les debe, el Estado niega la
igualdad de todos ante la ley. Cuando el Estado no pone su poder al servicio de
los derechos de todo ciudadano, y particularmente de quien es más débil, se
quebrantan los fundamentos mismos del estado de derecho” (Congregación para la
Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, 22-II-87, 3).
«¡Cuántos crímenes se cometen en nombre de la justicia! Si tú vendieras armas
de fuego y alguien te diera el precio de una de ellas, para matar con esa arma
a tu madre, ¿se la venderías?... Pues ¿acaso no te daba su justo precio?...
Catedrático, periodista, político, hombre de diplomacia: meditad» (San
Josemaría, Camino, 400).
[11] Juan XXIII,
Enc. Pacem in terris, 11-IV-63, 51.
[14] «Las
decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia o
capacidad, o si no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre
la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente» (Catecismo,
2278).
[15] «El uso de
analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de
abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la
muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y
tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma
privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados» (Catecismo,
2279).
[16] Cfr. Juan
Pablo II, Discorso ai partecipanti al Congresso Internazionale su “I
trattamenti di sostegno vitale e lo stato vegetativo. Progressi scientifici e
dilemmi etici”, 20-III-2004, n. 4; cfr. también Consejo Pontificio de la
Pastoral para los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes de la Salud,
n. 120; Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuestas a algunas
preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense sobre la alimentación e
hidratación artificiales, 1-VIII-2007.
[17] Sin embargo,
«no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han
dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la
ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han
atentado contra su vida» (Catecismo, 2283).
[18] «El amor a sí
mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto,
legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no
es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su
agresor un golpe mortal» (Catecismo, 2264; cfr. Juan Pablo II, Enc. Evangelium
vitae, 55): en este caso, el homicidio del agresor no constituye objeto
directo de la voluntad del que se defiende, sino que el objeto moral consiste
en remover una inminente amenaza contra la propia vida.
[19] Juan Pablo
II, Enc. Evangelium vitae, 56. Cfr. Catecismo, 2267.
[20] «Se hacen
culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que
llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida
religiosa, o a “condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen
ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los
mandamientos” (Pío XII, Discurso 1 junio 1941)» (Catecismo,
2286).
[21] Cfr. Juan
Pablo II, Discurso, 22-6-1991, 3; Catecismo, 2301.
– Que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las
naciones sea duradero, grave y cierto.
– Que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado
impracticables o ineficaces.
– Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
– Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el
mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción
obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la
“guerra justa”.
La apreciación de estas condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio
prudente de quienes están a cargo del bien común» (Catecismo, 2309).
Además, «existe la obligación moral de desobedecer aquellas decisiones que
ordenan genocidios» (Catecismo, 2313).
La carrera de armamentos, «en lugar de eliminar las causas de guerra, corre
el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación
de armas siempre más modernas impide la ayuda a los pueblos indigentes, y
obstaculiza su desarrollo» (Catecismo, 2315). La carrera de armamentos
«es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo
intolerable» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 81). Las
autoridades tienen el derecho y el deber de regular la producción y el comercio
de armas (cfr. Catecismo, 2316).
[26] San
Josemaría, Surco, 315. Cfr. San Josemaría, Forja, 879; Camino,
525.