Para la persona humana la vida social no es algo accesorio, sino que deriva
de la sociabilidad: la persona crece y realiza su vocación sólo en unión con
los demás.
Dios no ha creado al hombre como un «ser solitario», sino que lo ha querido
como un «ser social» (cfr. Gn 1,27; 2,18.20.23). Para la persona humana
la vida social no es algo accesorio, sino que deriva de una importante
dimensión inherente a su naturaleza: la sociabilidad. El ser humano puede
crecer y realizar su vocación sólo en unión con los otros[1].
Esta natural sociabilidad se hace más patente a la luz de la fe, ya que existe
una cierta semejanza entre la vida íntima de la Santísima Trinidad y la
comunión (común unión, participación) que se debe instaurar entre los hombres;
y todos han sido igualmente redimidos por Cristo y están llamados al único y
mismo fin[2]. La Revelación muestra que la
relacionalidad humana debe estar abierta a toda la humanidad, sin excluir a
nadie; y debe caracterizarse por una plena gratuidad, ya que en el prójimo, más
que un igual, se ve la imagen viva de Dios, por quien es necesario estar
dispuesto a darse hasta el extremo[3].
El hombre, por tanto, «está llamado a existir “para” los demás, a convertirse
en un don»[4] aunque no se limite a esto; está llamado
a existir no sólo “con” los demás o “junto” a los demás, sino “para” los demás,
lo que implica servir, amar. La libertad humana «se envilece cuando el hombre,
cediendo a una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad»[5].
La dimensión natural y el reforzamiento sobrenatural de la sociabilidad no
significan, sin embargo, que las relaciones sociales se puedan dejar a la pura
espontaneidad: muchas cualidades naturales del ser humano (p. ej., el lenguaje)
requieren formación y práctica para su correcta ejecución. Así sucede con la
sociabilidad: es necesario un esfuerzo personal y colectivo para desarrollarla[6].
La sociabilidad no se limita a los aspectos políticos y mercantiles, son más
importantes aún las relaciones basadas en los aspectos profundamente humanos:
también por lo que atañe al ámbito social se debe poner en primer plano el
elemento espiritual[7]. De ahí deriva que la real posibilidad de
edificar una sociedad digna de las personas se encuentra en el crecimiento
interior del hombre. La historia de la humanidad no se mueve por un
determinismo impersonal, sino por la interacción de distintas generaciones de
personas, cuyos actos libres construyen el orden social[8]. Todo ello evidencia la necesidad de
conferir un relieve particular a los valores espirituales y a las relaciones
desinteresadas, que nacen de la disposición a la autodonación, etc. Y eso tanto
como regla de conducta personal cuanto como esquema organizativo de la
sociedad.
La sociabilidad engarza con otra característica humana: la radical igualdad y
las diferencias accidentales de las personas. Todos los hombres poseen una
misma naturaleza y un mismo origen, han sido redimidos por Cristo y llamados a
participar en la misma bienaventuranza divina: «Todos gozan por tanto de una
misma dignidad» (Catecismo, 1934). Junto a esta igualdad existen también
diferencias, que deben valorarse positivamente si no son inicuas: «Estas
diferencias pertenecen al plan de Dios, que quiere que cada uno reciba de otro
aquello que necesita, y que quienes disponen de “talentos” particulares
comuniquen sus beneficios a los que los necesiten» (Catecismo, 1937).
2. La sociedad
La sociabilidad humana se ejerce mediante el establecimiento de diversas
asociaciones dirigidas a alcanzar distintas finalidades: «Una sociedad es
un conjunto de personas ligadas de manera orgánica por un principio de unidad
que supera a cada una de ellas» (Catecismo, 1880).
Los objetivos humanos son múltiples, lo mismo que los tipos de nexos: amor,
etnia, idioma, territorio, cultura, etc. Por eso existe un amplio mosaico de
instituciones o asociaciones, que pueden estar constituidas por pocas personas
como la familia, o por un número siempre mayor, a medida que se pasa de las
diversas asociaciones, a las ciudades, los Estados y la Comunidad
internacional.
Algunas sociedades, como la familia y la sociedad civil, corresponden más
inmediatamente a la naturaleza del hombre y le son necesarias; aunque también
poseen elementos culturales que desarrollan la naturaleza humana. Otras son de
libre iniciativa y responden a lo que se podría calificar de “culturización” de
la tendencia natural de la persona que, como tal, se ha de favorecer (cfr. Catecismo,
1882; Compendio, 151).
El estrecho nexo que existe entre la persona y la vida social explica el enorme
influjo de la sociedad en el desarrollo personal, y el deterioro humano que
conlleva una sociedad defectuosamente organizada: el comportamiento de las
personas depende, en algún modo, de la organización social, que es un producto
cultural sobre la persona Sin reducir el ser humano a un elemento anónimo de la
sociedad[9], conviene recordar que el desarrollo
pleno de la persona y el progreso social se influencian mutuamente[10]:
entre la dimensión personal y la dimensión social del hombre no existe
oposición sino complementariedad, más aún son dos dimensiones en íntima
conexión que se refuerzan recíprocamente.
En este sentido, a causa de los pecados de los hombres, se llegan a generar en
la sociedad estructuras injustas o estructuras de pecado[11].
Estas estructuras se oponen al recto orden de la sociedad, hacen más difícil la
práctica de la virtud y más fáciles los pecados personales contra la justicia,
la caridad, la castidad, etc. Pueden ser costumbres inmorales generalizadas
(como la corrupción política y económica), o leyes injustas (como las que
permiten el aborto), etc.[12]. Las estructuras de pecado deben
ser eliminadas y sustituidas por estructuras justas.
Un medio de capital importancia para desmontar las estructuras injustas y
cristianizar las relaciones profesionales y la entera sociedad, es el empeño
por vivir con coherencia las normas de moral profesional; tal empeño es además
condición necesaria para santificar el trabajo profesional.
«Toda comunidad humana necesita de una autoridad que la gobierne. Ésta tiene su
fundamento en la naturaleza humana. Es necesaria para la unidad de la sociedad.
Su misión consiste en asegurar en cuanto sea posible el bien común de la
sociedad» (Catecismo, 1898).
Como la sociabilidad es una cualidad propia de la naturaleza humana, se debe
concluir que toda autoridad legítima emana de Dios, como Autor de la naturaleza
(cfr. Rm 13,1; Catecismo, 1899). Pero «la determinación del
régimen y la designación de los gobernantes han de dejarse a la libre voluntad
de los ciudadanos»[14].
La legitimidad moral de la autoridad no procede de sí misma: es ministra de
Dios (cfr. Rm 13,4) en orden al bien común[15]. Quienes están constituidos en autoridad
deben ejercerla como servicio, practicar la justicia distributiva, evitar el
favoritismo y todo interés personal, no comportarse de manera despótica (cfr. Catecismo,
1902, 2235 y 2236).
«Si la autoridad pública puede, a veces, renunciar a reprimir aquello que
provocaría, en caso de estar prohibido, un daño más grave (cfr. Santo Tomás de
Aquino, Summa Theologiae, I-II, q.96, a.2), sin embargo nunca puede
legitimar, como derecho de los individuos —aunque éstos fueran la mayoría de
los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a otras personas mediante la
negación de un derecho suyo tan fundamental como el de la vida»[16].
En cuanto a los sistemas políticos, «la Iglesia aprecia el sistema de la
democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en
las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y
controlar a sus propios gobernantes»[17]. La ordenación democrática del Estado es
parte del bien común. Pero «el valor de la democracia se mantiene o cae con los
valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente
la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables»[18].
«Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo»[19].
4. El bien común
Por bien común se entiende «el conjunto de aquellas condiciones de la vida
social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más
plena y fácilmente su propia perfección»[20]. El bien común, por tanto, no es sólo de
orden material sino también espiritual (ambos interconectados), y comporta «tres
elementos esenciales» (Catecismo, 1906):
— procurar el bienestar social y el desarrollo humano integral[22];
— promover «la paz, es decir, la estabilidad y la seguridad de un orden
justo» (Catecismo, 1909)[23].
Teniendo en cuenta la naturaleza social del hombre, el bien de cada uno está
necesariamente relacionado con el bien común y éste, a su vez, debe estar
orientado al progreso de las personas (cfr. Catecismo, 1905 y 1912)[24].
El ámbito del bien común no es sólo la ciudad o el país. Existe también «un bien
común universal. Éste requiere una organización de la comunidad de
naciones» (Catecismo, 1911).
5. Sociedad y dimensión trascendente de la persona
La sociabilidad concierne todas las características de la persona y, por tanto,
su dimensión trascendente. La profunda verdad sobre el hombre, de donde deriva
su dignidad, consiste en ser imagen y semejanza de Dios y estar llamado a la
comunión con Él[25]; por eso «la dimensión teológica se hace
necesaria para interpretar y resolver los actuales problemas de la convivencia
humana»[26].
Esto explica la fatuidad de las propuestas sociales que olvidan la dimensión
trascendente. De hecho, el ateísmo –en sus distintas manifestaciones– es uno de
los fenómenos más graves de nuestro tiempo y sus consecuencias son deletéreas
para la vida social[27]. Esto es particularmente evidente en el
momento actual: a medida que se pierden las raíces religiosas de una comunidad,
las relaciones entre sus componentes se hacen más tensas y violentas, porque se
debilita e incluso se pierde la fuerza moral para actuar bien[28].
Si se quiere que el orden social tenga una base estable es necesario un
fundamento absoluto, que no esté a merced de las opiniones versátiles o de los
juegos de poder; y sólo Dios es fundamento absoluto[29]. Se debe, por tanto, evitar la
separación y, aún más, la contraposición entre las dimensiones religiosa y
social de la persona humana[30]; es necesario armonizar estos dos
ámbitos de la verdad del hombre, que se implican y se promueven mutuamente: la
búsqueda incondicional de Dios (Cfr. Catecismo, 358 y 1721; Compendio,
109) y la solicitud por el prójimo y por el mundo, que resulta reforzada por la
dimensión teocéntrica[31].
Como consecuencia, es indispensable el crecimiento espiritual para favorecer el
desarrollo de la sociedad: la renovación social se nutre en la contemplación.
Efectivamente, el encuentro con Dios en la oración introduce en la historia una
fuerza misteriosa que cambia los corazones, les mueve a la conversión y, por lo
mismo, es la energía necesaria para transformar las estructuras sociales.
Empeñarse en el cambio social, sin un empeño serio en el cambio personal, es un
espejismo para la humanidad, que acaba en desilusión y, muchas veces, en un
fuerte degrado vital. Un «nuevo orden social» realista y, por tanto, siempre
mejorable requiere, contemporáneamente, acrecentar las competencias técnicas y
científicas necesarias[32], la formación moral y la vida
espiritual; de ahí derivará la renovación de las instituciones y de las
estructuras[33]. Sin olvidar, además, que el empeño por
edificar un orden social justo ennoblece a la persona que lo realiza.
6. Participación de los católicos en la vida pública
Participar en la promoción del bien común, cada uno según el lugar que ocupa y
el papel que desempeña, es un deber «inherente a la dignidad de la persona
humana» (Catecismo, 1913). «Nadie se debe conformar con una ética
meramente individualista»[34]. Por eso «los ciudadanos deben cuanto
sea posible tomar parte activa en la vida pública» (Catecismo,
1915)[35].
El derecho y el deber de participar en la vida social deriva del principio de
subsidiariedad: «Una estructura social de orden superior no debe interferir en
la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus
competencias, sino que más bien debe sostenerle en caso de necesidad y ayudarle
a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al
bien común»[36].
Esta participación se realiza, ante todo, por medio del cumplimiento
responsable de los propios deberes familiares y profesionales (cfr. Catecismo,
1914) y de las obligaciones de justicia legal (como, p. ej., el pago de
impuestos)[37]. También se realiza mediante la práctica
de las virtudes, especialmente de la solidaridad.
Teniendo en cuenta la interdependencia de las personas y de los grupos humanos,
la participación en la vida pública debe hacerse con un espíritu de
solidaridad, entendido como empeño en pro de los demás[38]. La solidaridad debe ser el fin y el
criterio para organizar la sociedad, no como simple deseo moralizante, sino
como explícita y legítima exigencia del ser humano; en buena medida, la paz del
mundo depende de ella (cfr. Catecismo, 1939 y 1941)[39]. Aunque la solidaridad comprende a todos
los hombres, una razón de urgencia hace que la solidaridad sea más necesaria
cuanto más difíciles sean las situaciones de las personas: se trata del amor
preferencial por los necesitados (cfr. Catecismo, 1932, 2443-2449; Compendio,
183-184).
En cuanto ciudadanos, los fieles tienen los mismos deberes y derechos de
quienes se encuentran en idéntica situación; en cuanto católicos, tienen un
plus de responsabilidad (cfr. Tt 3,1-2; 1 P 2,13-15)[40].
Por eso, «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación
en la “política”»[41]. Esta participación es particularmente
necesaria para lograr «que las exigencias de la doctrina y de la vida
cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas» (Catecismo,
899).
Puesto que en no pocas ocasiones las leyes civiles no se ajustan a la enseñanza
de la Iglesia, los católicos deben hacer lo posible, colaborando con otros
ciudadanos de buena voluntad, para rectificar esas leyes, siempre dentro de los
cauces legítimos y con caridad[42]. En cualquier caso, deben ajustar su
conducta a la doctrina católica, aunque ello les pueda acarrear inconvenientes,
teniendo en cuenta que se debe obedecer a Dios antes que a los hombres (cfr. Hch
5,29).
En definitiva, los católicos deben ejercer sus derechos civiles y cumplir sus
deberes; esto atañe especialmente a los fieles laicos, que están llamados a
santificar el mundo desde dentro, con iniciativa y responsabilidad, sin esperar
que la Jerarquía resuelva los problemas con las autoridades civiles o les
proponga las soluciones que deben adoptar[43].
Enrique Colom
Bibliografía básica:
Catecismo de la Iglesia Católica, 1877-1917; 1939-1942; 2234-2249.
Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 34-43; 149-151; 164-170;
541-574.
Lecturas recomendadas:
San Josemaría, Homilía Cristo Rey, en Es Cristo que pasa,
179-187.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal sobre algunas
cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida
política, 24-XI-2002.
-----------------------------
[1] Cfr. Concilio
Vaticano II, Gaudium et spes, 24-25; Congregación para la Doctrina de la
Fe, Inst. Libertatis conscientia, 32; Compendio, 110.
[2] «Estar en comunión
con Jesucristo nos hace participar en su ser
“para todos”, hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de
los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser
para los demás, para todos», (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007,
28).
[3] Cfr. Juan Pablo II,
Enc. Sollicitudo rei socialis, 30-XII-1987, 40.
[4] Juan Pablo II, Carta
Apost. Mulieris dignitatem, 15-VIII-1988, 7.
[5] Concilio Vaticano
II, Const. Gaudium et spes, 31.
[6] «La sociabilidad
humana no comporta automáticamente la comunión de las personas, el don de sí.
A causa de la soberbia y del egoísmo, el hombre descubre en sí mismo gérmenes
de insociabilidad, de cerrazón individualista y de vejación del otro» (Compendio,
150).
[8] «La sociedad
históricamente existente surge del entrelazarse de las libertades de todas las
personas que en ella interactúan, contribuyendo, mediante sus opciones, a
edificarla o a empobrecerla» (Compendio, 163).
[9] «El principio, el
sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona
humana» (Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 25). Cfr. Pío
XII, Radiomensaje de Navidad, 24-XII-1942: AAS 35 (1943) 12; Juan XXIII,
Enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 453; Catecismo, 1881; Compendio,
106.
[10] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo
rei socialis, 38; Catecismo, 1888; Compendio, 62, 82 y 134.
[11] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo
rei socialis, 36.
[12] «La Iglesia, cuando habla
de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales
determinadas situaciones o comportamientos colectivos (...), sabe y proclama
que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la
concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados
personalísimos de quien genera o favorece la iniquidad o la aprovecha; de
quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o, al menos, limitar determinados
males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por
complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta
imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende ahorrarse la
fatiga y el sacrificio», (Juan Pablo II, Ex. Apost. Reconciliatio et
paenitentia, 2-XII-1984, 16).
[13] Cfr. Concilio
Vaticano II, Const. Lumen gentium, 36; Juan Pablo II, Enc. Centesimus
annus, 1-V-1991, 38; Compendio, 570. Se trata, generalmente, de un
proceso, no de un cambio instantáneo, lo cual comporta que los fieles muchas
veces tendrán que convivir con esas estructuras y sufrir sus consecuencias, sin
dejarse corromper y sin perder el empeño por cambiarlas. Conviene meditar las
palabras del Señor: «No te pido que los saques del mundo sino que los preserves
del mal» (Jn 17,15).
[14] Concilio Vaticano II,
Const. Gaudium et spes, 74. Cfr. Catecismo, 1901.
[15] «La autoridad sólo se
ejerce legítimamente si busca el bien común y si, para alcanzarlo, emplea
medios moralmente lícitos. Si los gobernantes proclamasen leyes injustas o
tomasen medidas contrarias al orden moral, estas disposiciones no pueden
obligar en conciencia» (Catecismo, 1903).
[16] Juan Pablo II, Enc. Evangelium
vitae, 25-III-1995, 71.
[18] Juan Pablo II, Enc. Evangelium
vitae, 70. El Papa se refiere en particular al derecho de cada ser humano
inocente a la vida, al que se oponen las leyes del aborto.
[20] Concilio Vaticano II,
Const. Gaudium et spes, 26. Cfr. Catecismo, 1906.
[21] «En nombre del bien
común, las autoridades están obligadas a respetar los derechos fundamentales e
inalienables de la persona humana. En particular, el bien común reside en las
condiciones de ejercicio de las libertades naturales que son indispensables
para el desarrollo de la vocación humana» (Catecismo, 1907).
[22] La autoridad, respetando
el principio de subsidiariedad y promoviendo la iniciativa privada, debe procurar
que cada uno disponga de lo necesario para llevar una vida digna: alimento,
vestido, salud, trabajo, educación y cultura, información adecuada, etc.: cfr. Catecismo,
1908 y 2211.
[23] La paz no es sólo
ausencia de guerra. La paz no puede alcanzarse sin la salvaguardia de la
dignidad de las personas y de los pueblos: cfr. Catecismo, 2304. La paz
es la «tranquilidad del orden» (San Agustín, De civitate Dei, 19,13). Es
obra de la justicia: cfr. Is 32,17. La autoridad debe procurar, por
medios lícitos, «la seguridad de la sociedad y de sus miembros. El bien
común fundamenta el derecho a la legítima defensa individual y colectiva» (Catecismo,
1909).
[24] «El orden social y su
progreso deben subordinarse al bien de las personas (...) y no al contrario»,
(Concilio Vaticano II, Enc. Gaudium et spes, 26).
[25] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium
et spes, 19.
[26] Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus, 55. Cfr.
Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 11 y 41.
[27] Cfr. Juan Pablo II, Enc. Evangelium
vitae, 21-24. Juan Pablo II, después de hablar del error de las ideologías,
añadía: «Si luego nos preguntamos dónde nace esa errónea concepción de la
naturaleza de la persona y de la “subjetividad” de la sociedad, hay que
responder que su causa principal es el ateísmo. Precisamente en la respuesta a
la llamada de Dios, implícita en el ser de las cosas, es donde el hombre se
hace consciente de su trascendente dignidad. (...) La negación de Dios priva de
su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden
social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona» (Juan
Pablo II, Enc. Centesimus annus, 13).
[28] El hombre puede construir
la sociedad y «organizar la tierra sin Dios, pero, al fin y al cabo, sin Dios
no puede menos de organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un
humanismo inhumano» (Pablo VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967,
42). Cfr. Juan XXIII, Enc. Mater et magistra: AAS 53 (1961) 452-453;
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 21; Benedicto XVI, Enc. Deus
caritas est, 25-XII-2005, 42.
[30] Algunos «ven el
cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su
relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender a
las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias.
(...) Otros —en cambio— tienden a imaginar que, para poder ser humanos, hay que
poner en sordina algunos aspectos centrales del dogma cristiano, y actúan como
si la vida de oración, el trato continuo con Dios, constituyeran una huida ante
las propias responsabilidades y un abandono del mundo. Olvidan que,
precisamente Jesús, nos ha dado a conocer hasta qué extremo deben llevarse el
amor y el servicio. Sólo si procuramos comprender el arcano del amor de Dios,
de ese amor que llega hasta la muerte, seremos capaces de entregamos totalmente
a los demás, sin dejarnos vencer por la dificultad o por la indiferencia», (San
Josemaría, Es Cristo que pasa, 98).
[31] Existe una profunda
«interacción entre amor a Dios y amor al prójimo (...). Si en mi vida falta
completamente el contacto con Dios, podré ver siempre en el prójimo solamente
al otro, sin conseguir reconocer en él la imagen divina. Por el contrario, si
en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser sólo “piadoso” y
cumplir con mis “deberes religiosos”, se marchita también la relación con Dios»
(Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 18). Cfr. Juan Pablo II, Enc. Evangelium
vitae, 35-36; Compendio, 40.
[32] «Todo trabajo profesional
exige una formación previa, y después un esfuerzo constante para mejorar esa preparación
y acomodarla a las nuevas circunstancias que concurran. Esta exigencia
constituye un deber particularísimo para los que aspiran a ocupar puestos
directivos en la sociedad, ya que han de estar llamados a un servicio también
muy importante, del que depende el bienestar de todos» (San Josemaría, Conversaciones,
90).
[33] «A un mundo mejor se
contribuye solamente haciendo el bien ahora y en primera persona, con pasión y
donde sea posible» (Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 31 b).
[34] Concilio Vaticano II,
Const. Gaudium et spes, 30.
[35] «Un hombre o una sociedad
que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce
por aliviarlas, no son un hombre o una sociedad a la medida del amor del
Corazón de Cristo. Los cristianos —conservando siempre la más amplia libertad a
la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por
tanto, con un lógico pluralismo—, han de coincidir en el idéntico afán de
servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la
Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los
hombres» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 167).
[36] Juan Pablo II, Enc. Centesimus
annus, 48. Cfr. Catecismo, 1883; Compendio, 186 y 187.
«El principio de subsidiariedad se opone a toda
forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado. Intenta
armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar un
verdadero orden internacional» (Catecismo, 1885).
Dios «entrega a cada criatura las funciones que
es capaz de ejercer, según las capacidades de su naturaleza. Este modo de
gobierno debe ser imitado en la vida social. El comportamiento de Dios en el
gobierno del mundo, que manifiesta tanto respeto a la libertad humana, debe
inspirar la sabiduría de los que gobiernan las comunidades humanas. Estos deben
comportarse como ministros de la providencia divina» (Catecismo, 1884).
[37] La justicia legal es la
virtud que inclina a la persona a dar lo que el ciudadano debe equitativamente
a la comunidad: cfr. Catecismo, 2411.
«La sumisión a la autoridad y la
corresponsabilidad en el bien común exige moralmente el pago de los impuestos»
(Catecismo, 2240). «El fraude y otros subterfugios mediante los cuales
algunos escapan a la obligación de la ley y a las prescripciones del deber
social deben ser firmemente condenados por incompatibles con las exigencias de
la justicia» (Catecismo, 1916).
[38] «Se trata de la
interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo
actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y asumida
como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su
correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como “virtud”, es la
solidaridad» (Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 38).
[40] Cfr. Concilio Vaticano
II, Gaudium et spes, 75.
[41] Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles
laici, 30-XII-1988, 42.
[42] Por ejemplo, «cuando no
sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario,
cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede
lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de
esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de
la moralidad pública» (Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 73).
[43] Corresponde a los laicos,
«por su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas o directrices,
penetrar con espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las
estructuras de sus comunidades de vida» (Pablo VI, Enc. Populorum progressio,
81). Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 31; Const. Gaudium
et spes, 43; Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici, 15; Catecismo,
2442.