La oración es necesaria para la vida espiritual: es la respiración que
permite que la vida del espíritu se desarrolle, y actualiza la fe en la
presencia de Dios y de su amor.
1. Qué es la oración [1]
En castellano se cuenta con dos vocablos para designar la relación consciente y
coloquial del hombre con Dios: plegaria y oración. La palabra “plegaria”
proviene del verbo latino precor, que significa rogar, acudir a alguien
solicitando un beneficio. El término “oración” proviene del substantivo latino oratio,
que significa habla, discurso, lenguaje.
Las definiciones que se dan de la oración, suelen reflejar estas diferencias de
matiz que acabamos de encontrar al aludir a la terminología. Por ejemplo, San
Juan Damasceno, la considera como «la elevación del alma a Dios y la petición
de bienes convenientes»[2]; mientras que para San Juan Clímaco se
trata más bien de una «conversación familiar y unión del hombre con Dios»[3].
La oración es absolutamente necesaria para la vida espiritual. Es como la
respiración que permite que la vida del espíritu se desarrolle. En la oración
se actualiza la fe en la presencia de Dios y de su amor. Se fomenta la
esperanza que lleva a orientar la vida hacia Él y a confiar en su providencia.
Y se agranda el corazón al responder con el propio amor al Amor divino.
En la oración, el alma, conducida por el Espíritu Santo desde lo más hondo de
sí misma (cfr. Catecismo, 2562), se une a Cristo, maestro, modelo y camino de
toda oración cristiana (cfr. Catecismo, 2599 ss.), y con Cristo, por Cristo y
en Cristo, se dirige a Dios Padre, participando de la riqueza del vivir
trinitario (cfr. Catecismo, 2559-2564). De ahí la importancia que en la vida de
oración tiene la Liturgia y, en su centro, la Eucaristía.
2. Contenidos de la oración
Los contenidos de la oración, como los de todo diálogo de amor, pueden ser
múltiples y variados. Cabe, sin embargo, destacar algunos especialmente
significativos:
Petición.
Es frecuente la referencia a la oración impetratoria a lo largo de toda la
Sagrada Escritura; también en labios de Jesús, que no sólo acude a ella, sino
que invita a pedir, encareciendo el valor y la importancia de una plegaria
sencilla y confiada. La tradición cristiana ha reiterado esa invitación,
poniéndola en práctica de muchas maneras: petición de perdón, petición por la
propia salvación y por la de los demás, petición por la Iglesia y por el
apostolado, petición por las más variadas necesidades, etc.
De hecho, la oración de petición forma parte de la experiencia religiosa
universal. El reconocimiento, aunque en ocasiones difuso, de la realidad de
Dios (o más genéricamente de un ser superior), provoca la tendencia a dirigirse
a Él, solicitando su protección y su ayuda. Ciertamente la oración no se agota
en la plegaria, pero la petición es manifestación decisiva de la oración en
cuanto reconocimiento y expresión de la condición creada del ser humano y de su
dependencia absoluta de un Dios cuyo amor la fe nos da conocer de manera plena
(cfr. Catecismo, 2629.2635).
Acción de gracias.
El reconocimiento de los bienes recibidos y, a través de ellos, de la
magnificencia y misericordia divinas, impulsa a dirigir el espíritu hacia Dios
para proclamar y agradecerle sus beneficios. La actitud de acción de gracias
llena desde el principio hasta el fin la Sagrada Escritura y la historia de la
espiritualidad. Una y otra ponen de manifiesto que, cuando esa actitud arraiga
en el alma, da lugar a un proceso que lleva a reconocer como don divino la
totalidad de lo que acontece, no sólo aquellas realidades que la experiencia
inmediata acredita como gratificantes, sino también de aquellas otras que
pueden parecer negativas o adversas.
Consciente de que el acontecer está situado bajo el designio amoroso de Dios,
el creyente sabe que todo redunda en bien de quienes –cada hombre– son objeto
del amor divino (cfr. Rm 8, 28). «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en
acción de gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque
te han despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.
Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el
Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre
elocuente y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es
bueno»[4].
Adoración y alabanza.
Es parte esencial de la oración reconocer y proclamar la grandeza de Dios, la
plenitud de su ser, la infinitud de su bondad y de su amor. A la alabanza se puede
desembocar a partir de la consideración de la belleza y magnitud del universo,
como acontece en múltiples textos bíblicos (cfr., por ejemplo, Sal 19; Si 42,
15-25; Dn 3, 32-90) y en numerosas oraciones de la tradición cristiana[5]; o a partir de
las obras grandes y maravillosas que Dios opera en la historia de la salvación,
como ocurre en el Magnificat (Lc 1, 46-55) o en los grandes himnos
paulinos (ver, por ejemplo, Ef 1, 3-14); o de hechos pequeños e incluso menudos
en los que se manifiesta el amor de Dios.
En todo caso, lo que caracteriza a la alabanza es que en ella la mirada va
derechamente a Dios mismo, tal y como es en sí, en su perfección ilimitada e
infinita. «La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más
directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que
hace sino por lo que Él es» (Catecismo, 2639). Está por eso íntimamente unida a
la adoración, al reconocimiento, no sólo intelectual sino existencial, de la
pequeñez de todo lo creado en comparación con el Creador y, en consecuencia, a
la humildad, a la aceptación de la personal indignidad ante quien nos
trasciende hasta el infinito; a la maravilla que causa el hecho de que ese Dios,
al que los ángeles y el universo entero rinde pleitesía, se haya dignado no
sólo a fijar su mirada en el hombre, sino habitar en el hombre; más aún, a
encarnarse.
Adoración, alabanza, petición, acción de gracias resumen las disposiciones de
fondo que informan la totalidad del diálogo entre el hombre y Dios. Sea cual
sea el contenido concreto de la oración, quien reza lo hace siempre, de una
forma u otra, explícita o implícitamente, adorando, alabando, suplicando,
implorando o dando gracias a ese Dios al que reverencia, al que ama y en el que
confía. Importa reiterar, a la vez, que los contenidos concretos de la oración
podrán ser muy variados. En ocasiones se acudirá a la oración para considerar
pasajes de la Escritura, para profundizar en alguna verdad cristiana, para
revivir la vida Cristo, para sentir la cercanía de Santa María... En otras,
iniciará a partir de la propia vida para hacer partícipe a Dios de las alegrías
y los afanes, de las ilusiones y los problemas que el existir comporta; o para
encontrar apoyo o consuelo; o para examinar ante Dios el propio comportamiento
y llegar a propósitos y decisiones; o más sencillamente para comentar con quien
sabemos que nos ama las incidencias de la jornada.
Encuentro entre el creyente y Dios en quien se apoya y por el que se sabe
amado, la oración puede versar sobre la totalidad de las incidencias que
conforman el existir, y sobre la totalidad de los sentimientos que puede
experimentar el corazón. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de
qué?” —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos,
ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de
gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y
conocerte: “¡tratarse!”»[6]. Siguiendo una y otra vía, la oración
será siempre un encuentro íntimo y filial entre el hombre y Dios, que fomentará
el sentido de la cercanía divina y conducirá a vivir cada día de la existencia
de cara a Dios.
3. Expresiones o formas de la oración
Atendiendo a los modos o formas de manifestarse la oración, los autores suelen
ofrecer diversas distinciones: oración vocal y oración mental; oración pública
y oración privada; oración predominantemente intelectual o reflexiva y oración
afectiva; oración reglada y oración espontánea, etc. En otras ocasiones los
autores intentan esbozar una gradación en la intensidad de la oración
distinguiendo entre oración mental, oración afectiva, oración de quietud, contemplación,
oración unitiva...
El Catecismo estructura su exposición distinguiendo entre: oración
vocal, meditación y oración de contemplación. Las tres «tienen en común un
rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para
conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de todas ellas
tiempos fuertes de la vida de oración» (Catecismo, 2699). Un análisis del texto
evidencia, por lo demás, que el Catecismo al emplear esa terminología no
hace referencia a tres grados de la vida de oración, sino más bien a dos vías,
la oración vocal y la meditación, presentándo ambas como aptas para conducir a
esa cumbre en la vida de oración que es la contemplación. En nuestra exposición
nos atendremos a este esquema.
Oración vocal
La expresión “oración vocal” apunta a una oración que se expresa vocalmente, es
decir, mediante palabras articuladas o pronunciadas. Esta primera aproximación,
aun siendo exacta, no va al fondo del asunto. Pues, de una parte, todo dialogar
interior, aunque pueda ser calificado como exclusiva o predominantemente
mental, hace referencia, en el ser humano, al lenguaje; y, en ocasiones, al
lenguaje articulado en voz alta, también en la intimidad de la propia estancia.
De otra, hay que afirmar que la oración vocal no es asunto sólo de palabras
sino sobre todo de pensamiento y de corazón. De ahí que sea más exacto sostener
que la oración vocal es la que se hace utilizando fórmulas preestablecidas
tanto largas como breves (jaculatorias), bien tomadas de la Sagrada Escritura
(el Padrenuestro, el Avemaria...), bien recibidas de la tradición
espiritual (el Señor mío Jesucristo,
el Veni Sancte Spiritus, la Salve, el Acordaos...).
Todo ello, como resulta obvio, con la condición de que las expresiones o
formulas recitadas vocalmente sean verdadera oración, es decir, que cumplan con
el requisito de que quien las recita lo haga no sólo con la boca sino con la
mente y el corazón. Si esa devoción faltara, si no hubiera conciencia de quién
es Aquél al que la oración se dirige, de qué es lo que en la oración se dice y
de quién es aquél la dice, entonces, como afirma con expresión gráfica Santa
Teresa de Jesús, no se puede hablar propiamente de oración «aunque mucho se
meneen los labios»[7].
La oración vocal juega un papel decisivo en la pedagogía de la plegaría, sobre
todo en el inicio del trato con Dios. De hecho, mediante el aprendizaje de la
señal de la Cruz y de oraciones vocales el niño, y con frecuencia también el
adulto, se introduce en la vivencia concreta de la fe y, por tanto, de la vida
de oración. No obstante, el papel y la importancia de la oración vocal no está
limitada a los comienzos del diálogo con Dios, sino que está llamada a
acompañar la vida espiritual durante todo su desarrollo.
La meditación
Meditar significa aplicar el pensamiento a la consideración de una realidad o
de una idea con el deseo de conocerla y comprenderla con mayor hondura y
perfección. En un cristiano la meditación –a la que con frecuencia se designa
también oración mental– implica orientar el pensamiento hacia Dios tal y como
se ha revelado a lo largo de la historia de Israel y definitiva y plenamente en
Cristo. Y, desde Dios, dirigir la mirada a la propia existencia para valorarla
y acomodarla al misterio de vida, comunión y amor que Dios ha dado a conocer.
La meditación puede desarrollarse de forma espontánea, con ocasión de los
momentos de silencio que acompañan o siguen a las celebraciones litúrgicas o a
raíz de la lectura de algún texto bíblico o de un pasaje autor espiritual. En
otros momentos puede concretarse mediante la dedicación de tiempos
específicamente destinados a ello. En todo caso, es obvio que –especialmente en
los principios, pero no sólo entonces– implica esfuerzo, deseo de profundizar
en el conocimiento de Dios y de su voluntad, y en el empeño personal efectivo
con vistas a la mejora de la vida cristiana. En ese sentido, puede afirmarse
que «la meditación es, sobre todo, una búsqueda» (Catecismo, 2705); si bien
conviene añadir que se trata no de la búsqueda de algo, sino de Alguien.
A lo que tiende la meditación cristiana no es sólo, ni primariamente, a
comprender algo (en última instancia, a entender el modo de proceder y de
manifestarse de Dios), sino a encontrarse con Él y, encontrándolo,
identificarse con su voluntad y unirse a Él.
La oración contemplativa
El desarrollo de la experiencia cristiana, y, en ella y con ella, el de la
oración, conducen a una comunicación entre el creyente y Dios cada vez más
continuada, más personal y más íntima. En ese horizonte se sitúa la oración a
la que el Catecismo califica de contemplativa, que es fruto de un
crecimiento en la vivencia teologal del que fluye un vivo sentido de la
cercanía amorosa de Dios; en consecuencia, el trato con Él se hace cada vez más
directo, familiar y confiado, e incluso, más allá de las palabras y del
pensamiento reflejo, se llega a vivir de hecho en íntima comunión con Él.
«¿Qué es esta oración?», se interroga el Catecismo al comienzo del
apartado dedicado a la oración contemplativa, para contestar enseguida
afirmando, con palabras tomadas de Santa Teresa de Jesús, que no es otra cosa
«sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien
sabemos nos ama»[8]. La expresión oración contemplativa, tal
y como la emplean el Catecismo y otros muchos escritos anteriores y
posteriores, remite pues a lo que cabe calificar como el ápice de la
contemplación; es decir, el momento en el que, por acción de la gracia, el
espíritu es conducido hasta el umbral de lo divino trascendiendo toda otra
realidad. Pero también, y más ampliamente, a un crecimiento vivo y sentido de
la presencia de Dios y del deseo de una profunda comunión con Él. Y ello sea en
los tiempos dedicados especialmente a la oración, sea en el conjunto del
existir. La oración está, en suma, llamada a envolver a la entera persona
humana –inteligencia, voluntad y sentimientos–, llegando al centro del corazón
para cambiar sus disposiciones, a informar toda la vida del cristiano, haciendo
de él otro Cristo (cfr. Ga 2,20).
4. Condiciones y características de la oración
La oración, como todo acto plenamente personal, requiere atención e intención,
conciencia de la presencia de Dios y diálogo efectivo y sincero con Él.
Condición para que todo eso sea posible es el recogimiento. La voz
recogimiento significa la acción por la que la voluntad, en virtud de la
capacidad de dominio sobre el conjunto de las fuerzas que integran la
naturaleza humana, procura moderar la tendencia a la dispersión, promoviendo de
esa forma el sosiego y la serenidad interiores. Esta actitud es esencial en los
momentos dedicados especialmente a la oración, cortando con otras tareas y
procurando evitar las distracciones. Pero no ha de quedar limitada a esos
tiempos: sino que debe extenderse, hasta llegar al recogimiento habitual, que
se identifica con una fe y un amor que, llenando el corazón, llevan a procurar
vivir la totalidad de las acciones en referencia a Dios, ya sea expresa o
implícitamente.
Otra de las condiciones de la oración es la confianza. Sin una confianza
plena en Dios y en su amor, no habrá oración, al menos oración sincera y capaz
de superar las pruebas y dificultades. No se trata sólo de la confianza en que
una determinada petición sea atendida, sino de la seguridad que se tiene en
quien sabemos que nos ama y nos comprende, y ante quien se puede por tanto
abrir sin reservas el propio corazón (cfr. Catecismo, 2734-2741).
En ocasiones la oración es diálogo que brota fácilmente, incluso acompañado de
gozo y consuelo, desde lo hondo del alma; pero en otros momentos –tal vez con
más frecuencia– puede reclamar decisión y empeño. Puede entonces insinuarse el
desaliento que lleva a pensar que el tiempo dedicado al trato con Dios carece
sentido (cfr. Catecismo, n. 2728). En estos momentos, se pone de
manifiesto la importancia de otra de las cualidades de la oración: la perseverancia.
La razón de ser de la oración no es la obtención de beneficios, ni la busca de
satisfacciones, complacencias o consuelos, sino la comunión con Dios; de ahí la
necesidad y el valor de la perseverancia en la oración, que es siempre, con
aliento y gozo o sin ellos, un encuentro vivo con Dios (cfr. Catecismo,
2742-2745, 2746-2751).
Rasgo específico, y fundamental, de la oración cristiana es su carácter
trinitario. Fruto de la acción del Espíritu Santo que, infundiendo y
estimulando la fe, la esperanza y el amor, lleva a crecer en la presencia de
Dios, hasta saberse a la vez en la tierra, en la que se vive y trabaja, y en el
cielo, presente por la gracia en el propio corazón[9]. El cristiano que vive de fe se sabe
invitado a tratar a los ángeles y a los santos, a Santa María y, de modo
especial, a Cristo, Hijo de Dios encarnado, en cuya humanidad percibe la
divinidad de su persona. Y, siguiendo ese camino, a reconocer la realidad de Dios
Padre y de su infinito amor, y a entrar cada vez con más hondura en un trato
confiado con Él.
La oración cristiana es por eso y de modo eminente una oración filial.
La oración de un hijo que, en todo momento –en la alegría y en el dolor, en el
trabajo y en el descanso– se dirige con sencillez y sinceridad a su Padre para
colocar en sus manos los afanes y sentimientos que experimenta en el propio
corazón, con la seguridad de encontrar en Él comprensión y acogida. Más aún, un
amor en el que todo encuentra sentido.
José Luis Illanes
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2558-2758.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilías El triunfo de Cristo en la humilda; La Eucaristía,
misterio de fe y amor; La Ascensión del Señor a los cielos; El Gran
Desconocido y Por María, hacia Jesús, en Es Cristo que pasa,
12-21, 83-94, 117-126, 127-138 y 139-149; Homilías El trato con Dios; Vida
de oración y Hacia la santidad, en Amigos de Dios, 142-153,
238-257, 294-316.
J. Echevarría, Itinerarios de vida espiritual, Planeta, Barcelona 2001,
pp. 99-114.
J.L. Illanes, Tratado de teología espiritual, Eunsa, Pamplona 2007, pp.
427-483.
M. Belda, Guiados por el Espíritu de Dios. Curso de Teología Espiritual,
Palabra, Madrid 2006, pp. 301-338.
-------------------
[1] La
Iglesia profesa su Fe en el Símbolo de los Apostóles (Primera parte de
estos guiones). Celebra el Misterio, es decir, la realidad de Dios y de su amor
a la que nos abre la fe, en la Liturgia sacramental (Segunda parte).
Como fruto de esa celebración del Misterio los fieles reciben una vida nueva
que les lleva a vivir de acuerdo con la condición de hijos de Dios (Tercera
parte). Esa comunicación al hombre de la vida divina reclama ser recibida y
vivida en actitud de relación personal con Dios: esta relación se expresa,
desarrolla y potencia en la oración (Cuarta parte).
[2]
San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, III, 24; PG 94,1090.
[3]
San Juan Clímaco, Scala paradisi, grado28; PG 88, 1129.