La libertad humana tiene varias dimensiones. La libertad de coacción es
la que goza la persona que puede realizar externamente lo que ha decidido
hacer, sin imposición o impedimentos de agentes externos; así se habla de
libertad de expresión, de libertad de reunión, etc. La libertad de elección
o libertad psicológica significa la ausencia de necesidad interna para
elegir una cosa u otra; no se refiere ya a la posibilidad de hacer, sino
a la de decidir autónomamente, sin estar sujeto a un determinismo
interior. En sentido moral, la libertad se refiere en cambio a la
capacidad de afirmar y amar el bien, que es el objeto de la voluntad libre, sin
estar esclavizado por las pasiones desordenadas y por el pecado.
Dios ha querido la libertad humana para que el hombre «busque sin coacciones a
su Creador y, adhiriéndose libremente a Él, alcance la plena y bienaventurada
perfección. La libertad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una
elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde
dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción
externa. El hombre logra esa dignidad cuando, liberándose totalmente de la
esclavitud de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se
procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes»[1].
La libertad de la coacción exterior, de la necesidad interior y de las pasiones
desordenadas, en una palabra, la libertad humana plena posee un gran valor
porque sólo ella hace posible el amor (la libre afirmación) del bien porque es
bien, y por tanto el amor a Dios en cuanto bien sumo, acto con el que el hombre
imita el Amor divino y alcanza el fin para el que fue creado. En este sentido
se afirma que «la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en
el hombre»[2].
La Sagrada Escritura considera la libertad humana desde la perspectiva de la
historia de la salvación. A causa de la primera caída, la libertad que el
hombre había recibido de Dios quedó sometida a la esclavitud del pecado, aunque
no se corrompió por completo (cfr. Catecismo, 1739-1740). Por su Cruz
gloriosa, anunciada y preparada por la economía del Antiguo Testamento, «Cristo
obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los
tenía sometidos a esclavitud» (Catecismo, 1741). Sólo colaborando con la
gracia que Dios da por medio de Cristo el hombre puede gozar de la plena
libertad en sentido moral: «para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5,
1; cfr. Catecismo, 1742).
La posibilidad de que el hombre pecara no hizo que Dios renunciase a crearlo
libre. Las autoridades humanas deben respetar la libertad y no ponerle más límites
que los exigidos por las leyes justas. Pero a la vez conviene no olvidar que no
basta que las decisiones sean libres para que sean buenas, y que sólo a la luz
del grandísimo valor de la libre afirmación del bien por parte del hombre se
entiende la exigencia ética de respetar también su libertad falible.
2. La ley moral natural
El concepto de ley es análogo. La ley natural, la Nueva Ley o Ley de Cristo,
las leyes humanas políticas y eclesiásticas son leyes morales en un sentido muy
distinto, aunque todas ellas tienen algo en común.
Se llama ley eterna al plan de la Sabiduría divina para conducir toda la creación
a su fin[3]; por lo que se refiere al género humano,
se corresponde al eterno designio salvífico de Dios, por el que nos ha elegido
en Cristo «para ser santos e inmaculados en su presencia», «eligiéndonos de
antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,
4-5).
Dios conduce cada criatura a su fin de acuerdo con su naturaleza. Concretamente,
«Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no
son personas: no “desde fuera”, mediante las leyes inmutables de la naturaleza
física, sino “desde dentro”, mediante la razón que, conociendo con su luz
natural la ley eterna de Dios, es capaz de indicar al hombre la justa dirección
de su libre actuación»[4].
La ley moral natural es la participación de la ley eterna en la criatura racional[5]. Es «la misma
ley eterna ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al
fin que les conviene»[6]. Es, por tanto, una ley divina
(divino-natural). Consiste en la misma luz de la razón que permite al hombre
discernir el bien y el mal, y que tiene fuerza de ley en cuanto voz e
intérprete de la más alta razón de Dios, de la que nuestro espíritu participa y
a la que nuestra libertad se adhiere[7]. Se la llama natural porque
consiste en la luz de la razón que todo hombre tiene por naturaleza.
La ley moral natural es un primer paso en la comunicación a todo el género
humano del designio salvífico divino, cuyo completo conocimiento sólo se hace
posible por la Revelación. La ley natural «tiene por raíz la aspiración y la
sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo
como igual a sí mismo» (Catecismo, 1955).
- Propiedades. La ley moral natural es universal porque se
extiende a toda persona humana, de todas las épocas (cfr. Catecismo,
1956). «Es inmutable y permanente a través de las variaciones de la
historia; subsiste bajo el flujo de ideas y costumbres y sostiene su progreso.
Las normas que la expresan permanecen substancialmente valederas» (Catecismo,
1958)[8]. Es obligatoria ya que, para
tender hacia Dios, el hombre debe hacer libremente el bien y evitar el mal; y
para esto debe poder distinguir el bien del mal, lo cual sucede ante todo
gracias a la luz de la razón natural[9]. La observancia de la ley moral natural
puede ser algunas veces difícil, pero jamás es imposible[10].
- Conocimiento de la ley natural. Los preceptos de la ley natural pueden
ser conocidos por todos mediante la razón. Sin embargo, de hecho no todos sus
preceptos son percibidos por todos de una manera clara e inmediata (cfr. Catecismo,
1960). Su efectivo conocimiento puede estar condicionado por las disposiciones
personales de cada uno, por el ambiente social y cultural, por la educación
recibida, etc. Puesto que en la situación actual las secuelas del pecado no
han sido totalmente eliminadas, la gracia y la Revelación son necesarias al
hombre para que las verdades morales puedan ser conocidas por «todos y sin
dificultad, con una firme certeza y sin mezcla de error»[11].
3. La ley divino-positiva
La Ley Antigua, revelada por Dios a Moisés, «es el primer estado de la Ley revelada.
Sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos» (Catecismo,
1962), que expresan conclusiones inmediatas de la ley moral natural. La entera
economía del Antiguo Testamento está sobre todo ordenada a preparar, anunciar
y significar la venida del Salvador[12].
La Nueva Ley o Ley Evangélica o Ley de Cristo «es la gracia del Espíritu
Santo dada mediante la fe en Cristo. Los preceptos externos, de los que también
habla el Evangelio, preparan para esta gracia o despliegan sus efectos en la
vida»[13].
El elemento principal de la Ley de Cristo es la gracia del Espíritu Santo, que
sana al hombre entero y se manifiesta en la fe que obra por el amor[14].
Es fundamentalmente una ley interna, que da la fuerza interior para realizar
lo que enseña. En segundo lugar es también una ley escrita, que se encuentra
en las enseñanzas del Señor (el Discurso de la montaña, las bienaventuranzas,
etc.) y en la catequesis moral de los Apóstoles, y que pueden resumirse en el
mandamiento del amor. Este segundo elemento no es de importancia secundaria,
pues la gracia del Espíritu Santo, infusa en el corazón del creyente, implica
necesariamente «vivir según el Espíritu» y se expresa a través de los «frutos
del Espíritu», a los cuales se oponen las «obras de la carne» (cfr. Ga
5, 16-26).
La Iglesia, con su Magisterio, es intérprete auténtico de la ley natural (cfr. Catecismo,
2036). Esta misión no se circunscribe sólo a los fieles, sino que —por mandato
de Cristo: euntes, docete omnes gentes (Mt 28, 19)— abarca a
todos lo hombres. De ahí la responsabilidad que incumbe a los cristianos en
la enseñanza de la ley moral natural, ya que por la fe y con la ayuda del
Magisterio, la conocen fácilmente y sin error.
4. Las leyes civiles
Las leyes civiles son las disposiciones normativas emanadas por las autoridades
estatales (generalmente, por el órgano legislativo del Estado) con la finalidad
de promulgar, explicitar o concretar las exigencias de la
ley moral natural necesarias para hacer posible y regular adecuadamente la vida
de los ciudadanos en el ámbito de la sociedad políticamente organizada[15].
Deben garantizar principalmente la paz y la seguridad, la libertad, la
justicia, la tutela de los derechos fundamentales de la persona y la moralidad
pública[16].
La virtud de la justicia comporta la obligación moral de cumplir las leyes civiles
justas. La gravedad de esta obligación depende de la mayor o menor importancia
del contenido de la ley para el bien común de la sociedad.
Son injustas las leyes que se oponen a la ley moral natural y al bien común de
la sociedad. Más concretamente, son injustas las leyes:
1) que prohíben hacer algo que para los
ciudadanos es moralmente obligatorio o que mandan hacer algo que no puede
hacerse sin cometer una culpa moral;
2) las que lesionan positivamente o privan
de la debida tutela bienes que pertenecen al bien común: la vida, la justicia,
los derechos fundamentales de la persona, el matrimonio o la familia, etc.;
3) las que no son promulgadas
legítimamente;
4) las que no distribuyen de modo
equitativo y proporcionado entre los ciudadanos las cargas y los beneficios.
Las leyes civiles injustas no obligan en conciencia; al contrario, hay
obligación moral de no cumplir sus disposiciones, sobre todo si son injustas
por las razones indicadas en 1) y 2), de manifestar el propio desacuerdo y de
tratar de cambiarlas en cuanto sea posible o, al menos, de reducir sus efectos
negativos. A veces habrá que recurrir a la objeción de conciencia (cfr. Catecismo,
2242-2243)[17].
5. Las leyes eclesiásticas y los mandamientos de la Iglesia
Para salvar a los hombres también ha querido Dios que formen una sociedad[18]:
la Iglesia, fundada por Jesucristo,
y dotada por Él de todos los medios para cumplir su fin sobrenatural, que es
la salvación de las almas. Entre esos medios está la potestad legislativa, que
tienen el Romano Pontífice para la Iglesia universal y los Obispos diocesanos
—y las autoridades a ellos equiparadas— para sus propias circunscripciones. La
mayor parte de las leyes de ámbito universal están contenidas en el Código de
Derecho Canónico. Existe un Código para los fieles de rito latino y otro para
los de rito oriental.
Las leyes eclesiásticas originan una verdadera obligación moral[19]
que será grave o leve según la gravedad de la materia.
Los mandamientos más generales de la Iglesia son cinco: 1º oír Misa entera los
domingos y días de precepto (cfr. Catecismo, 2042); 2º confesar los
pecados mortales al menos una vez al año, y en peligro de muerte, y si se ha de
comulgar (cfr. Catecismo, 2042); 3º comulgar al menos una vez al año,
por Pascua de Resurrección (cfr. Catecismo, 2042); 4º ayunar y
abstenerse de comer carne los días establecidos por la Iglesia (cfr. Catecismo,
2043); 5º ayudar a la Iglesia en sus necesidades (cfr. Catecismo, 2043).
6. La libertad y la ley
Existen modos de plantear los asuntos morales que parecen suponer que las
exigencias éticas contenidas en la ley moral son externas a la libertad.
Libertad y ley parecen entonces realidades que se oponen y que se limitan
recíprocamente: como si la libertad empezase donde acaba la ley y viceversa.
La realidad es que el comportamiento libre no procede del instinto o de una
necesidad física o biológica, sino que lo regula cada persona según el
conocimiento que tiene del bien y del mal: libremente realiza el bien contenido
en la ley moral y libremente evita el mal conocido mediante la misma ley.
La negación del bien conocido mediante la ley moral no es la libertad, sino el
pecado. Lo que se opone a la ley moral es el pecado, no la libertad. La ley
ciertamente indica que es necesario corregir los deseos de realizar acciones
pecaminosas que una persona puede experimentar: los deseos de venganza, de
violencia, de robar, etc., pero esa indicación moral no se opone a la libertad,
que mira siempre a la afirmación libre por parte de las personas de lo bueno,
ni supone tampoco una coacción de la libertad, que siempre conserva la triste
posibilidad de pecar. «Obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud
[...] Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero
no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo
de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la
ausencia de Dios, y allí no hay libertad»[20].
Una cuestión distinta es que las leyes y reglamentos humanos, a causa de
la generalidad y concisión de los términos con que se expresan, puedan no ser
en algún caso particular un fiel indicador de lo que una persona determinada
debe hacer. La persona bien formada sabe que en esos casos concretos ha de
hacer lo que sabe con certeza que es bueno[21]. Pero no existe ningún caso en el que
sea bueno realizar las acciones intrínsecamente malas prohibidas por los
preceptos negativos de la ley moral natural o de la ley divino-positiva
(adulterio, homicidio deliberado, etc.)[22].
7. La conciencia moral
«La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona reconoce la
cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho»
(Catecismo, 1778). La conciencia formula «la obligación moral a
la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante
el acto de su conciencia, conoce, como un bien que le es señalado aquí
y ahora»[23].
La conciencia es «la norma próxima de la moralidad personal»[24], por eso, cuando se actúa contra ella se
comete un mal moral. Este papel de norma próxima pertenece a la conciencia no
porque ella sea la norma suprema[25], sino porque tiene para la persona un
carácter último ineludible: «el juicio de conciencia muestra “en última
instancia” la conformidad de un comportamiento respecto a la ley»[26]:
cuando la persona juzga con seguridad, después de haber examinado el problema
con todos los medios a su disposición, no existe una instancia ulterior, una
conciencia de la conciencia, un juicio del juicio, porque de lo contrario se
procedería hasta el infinito.
Se llama conciencia recta o verdadera a la que juzga con verdad la
cualidad moral de un acto, y conciencia errónea a la que no alcanza la
verdad, estimando como buena una acción que en realidad es mala, o viceversa.
La causa del error de conciencia es la ignorancia, que puede ser invencible
(e inculpable), si domina hasta tal punto a la persona que no queda ninguna
posibilidad de reconocerla y alejarla, o vencible (y culpable), si se
podría reconocer y superar, pero permanece porque la persona no quiere poner
los medios para superarla[27]. La conciencia culpablemente errónea no
excusa de pecado, y aun puede agravarlo.
La conciencia es cierta, cuando emite el juicio con la seguridad moral
de no equivocarse. Se dice que es probable, cuando juzga con el
convencimiento de que existe una cierta probabilidad de equivocación, pero que
es menor que la probabilidad de acertar. Se dice que es dudosa, cuando
la probabilidad de equivocarse se supone igual o mayor que la de acertar.
Finalmente se llama perpleja cuando no se atreve a juzgar, porque piensa
que es pecado tanto realizar un acto como omitirlo.
En la práctica se debe seguir sólo la conciencia cierta y verdadera o la
conciencia cierta invenciblemente errónea[28]. No se debe obrar con conciencia dudosa,
sino que es preciso salir de la duda rezando, estudiando, preguntando, etc.
8. La formación de la conciencia
Las acciones moralmente negativas realizadas con ignorancia invencible son
nocivas para quien las comete y quizá también para otros, y en todo caso pueden
contribuir a un mayor obscurecimiento de la conciencia. De ahí la imperiosa
necesidad de formar la conciencia (cfr. Catecismo, 1783).
Para formar una conciencia recta es necesario instruir la inteligencia en el
conocimiento de la verdad —para lo cual el cristiano cuenta con la ayuda del
Magisterio de la Iglesia—, y educar la voluntad y la afectividad mediante la
práctica de las virtudes[29]. Es una tarea que dura toda la vida (cfr.
Catecismo, 1784).
Para la formación de la conciencia son especialmente importantes la humildad,
que se adquiere viviendo la sinceridad ante Dios, y la dirección espiritual[30].
Ángel Rodríguez Luño
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1730-1742, 1776-1794 y 1950-1974.
Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993, 28-64.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía La libertad, don de Dios, en Amigos de Dios,
23-38.
J. Ratzinger, Conciencia y verdad, en Id., La Iglesia: una comunidad
siempre en camino, Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp. 95-115.
E. Colom, A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de
teología moral fundamental, Palabra, Madrid 2000, pp. 269-289, 316-332,
348-363, 399-409 y 430-434.
--------------------
[1]
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 17. Cfr. Catecismo,
1731.
[8]
«La aplicación de la ley natural varía mucho; puede exigir una reflexión
adaptada a la multiplicidad de las condiciones de vida según los lugares, las
épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, la ley
natural permanece como una norma que une entre sí a los hombres y les impone,
por encima de las diferencias inevitables, principios comunes» (Catecismo,
1957).
[9]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 42.
[27] Cfr. ibidem.,
62; Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 16.
[28] La conciencia
cierta invenciblemente errónea es regla moral no de modo absoluto: obliga sólo
mientras permanece el error. Y lo hace no por lo que es en sí misma: el poder obligatorio
de la conciencia deriva de la verdad, por lo que la conciencia errónea puede
obligar sólo en la medida en que subjetiva e invenciblemente se la considera
verdadera. En materias muy importantes (homicidio deliberado, etc.) es muy
difícil el error de conciencia inculpable.
[29] Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 64.
[30] «La tarea de
dirección espiritual hay que orientarla no dedicándose a fabricar criaturas
que carecen de juicio propio, y que se limitan a ejecutar materialmente lo que
otro les dice; por el contrario, la dirección espiritual debe tender a formar
personas de criterio. Y el criterio supone madurez, firmeza de convicciones,
conocimiento suficiente de la doctrina, delicadeza de espíritu, educación de
la voluntad» (San Josemaría, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer,
93).