1. Jesús nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre
Con el Padre Nuestro, Jesucristo
nos enseña a dirigirnos a Dios como Padre: «Orar al Padre es entrar en su
misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado: “La expresión
Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a Dios
quién era Él, oyó otro nombre. A nosotros este nombre nos ha sido revelado en
el Hijo, porque este nombre implica el nuevo nombre del Padre” (Tertuliano, De
oratione, 3)» (Catecismo, 2779).
Al enseñar el Padre Nuestro, Jesús descubre también a sus discípulos que ellos
han sido hecho partícipes de su condición de Hijo: «Mediante la Revelación de
esta oración, los discípulos descubren una especial participación de ellos en
la filiación divina, de la cual San Juan dirá en el Prólogo de su Evangelio: “A
cuantos lo han acogido (es decir, a cuantos han acogido al Verbo hecho carne),
Jesús ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por eso, con
razón rezan según su enseñanza: Padre Nuestro»[1].
Jesucristo siempre distingue entre «Padre mío» y «Padre vuestro» (cfr. Jn 20,
17). De hecho, cuando Él reza nunca dice «Padre nuestro». Esto muestra que su
relación con Dios es totalmente singular: es una relación suya y de nadie más.
Con la oración del Padre Nuestro, Jesús quiere hacer conscientes a sus discípulos
de su condición de hijos de Dios, indicando al mismo tiempo la diferencia que
hay entre su filiación natural y nuestra filiación divina adoptiva, recibida
como don gratuito de Dios.
La oración del cristiano es la oración de un hijo de Dios que se dirige a su
Padre Dios con confianza filial, la cual «se expresa en las liturgias de
Oriente y de Occidente con la bella palabra, típicamente cristiana: “parrhesia”,
simplicidad sin desviación, conciencia filial, seguridad alegre, audacia
humilde, certeza de ser amado (cfr. Ef 3, 12; Hb 3, 6; 4, 16; 10, 19; 1 Jn 2,
28; 3, 21; 5, 14)» (Catecismo, 2778). El vocablo “parrhesia” indica
originalmente el privilegio de la libertad de palabra del ciudadano griego en
las asambleas populares, y fue adoptado por los Padres de la Iglesia para
expresar el comportamiento filial del cristiano ante su Padre Dios.
2. Filiación divina y fraternidad cristiana
Al llamar a Dios Padre Nuestro, reconocemos que la filiación divina nos une a
Cristo, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), por medio de una
verdadera fraternidad sobrenatural. La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y
de los hombres (cfr. Catecismo, 2790).
Por ello, la santidad cristiana, aun siendo personal e individual, nunca es
individualista o egocéntrica: «Si recitamos en verdad el “Padre Nuestro”,
salimos del individualismo, porque de él nos libera el Amor que recibimos. El
adjetivo “nuestro” al comienzo de la Oración del Señor, así como el “nosotros”
de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en
verdad (cfr. Mt 5, 23-24; 6, 14-16), debemos superar nuestras divisiones y los
conflictos entre nosotros» (Catecismo, 2792).
La fraternidad que establece la filiación divina se extiende también a todos
los hombres, porque en cierto modo todos son hijos de Dios —criaturas suyas— y
están llamados a la santidad: «No hay más que una raza en la tierra: la raza de
los hijos de Dios»[2]. Por ello, el cristiano ha de sentirse
solidario en la tarea de conducir toda la humanidad hacia Dios.
La filiación divina nos impulsa al apostolado, que es una manifestación
necesaria de filiación y de fraternidad: «Piensa en los demás —antes que nada,
en los que están a tu lado— como en lo que son: hijos de Dios, con toda la
dignidad de ese título maravilloso. Hemos de portarnos como hijos de Dios con
los hijos de Dios: el nuestro ha de ser un amor sacrificado, diario, hecho de
mil detalles de comprensión, de sacrificio silencioso, de entrega que no se
nota»[3].
3. El sentido de la filiación divina como fundamento de la vida espiritual
Cuando se vive con intensidad la filiación divina, ésta llega a ser «una
actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está
presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»[4]. Es una realidad
para ser vivida siempre, no sólo en circunstancias particulares de la vida: «No
podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos
especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra
filiación divina, que es la médula de la piedad»[5].
San Josemaría enseña que el sentido o conciencia vivida de la filiación divina
«es el fundamento del espíritu del Opus Dei. Todos los hombres son hijos de
Dios. Pero un hijo puede reaccionar, frente a su padre, de muchas maneras. Hay
que esforzarse por ser hijos que procuran darse cuenta de que el Señor, al
querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este mundo,
que seamos de su familia, que lo suyo sea nuestro y lo nuestro suyo, que
tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño
pequeño, ¡la luna!»[6].
La alegría cristiana hunde sus raíces en el sentido de la filiación divina: «La
alegría es consecuencia necesaria de la filiación divina, de sabernos queridos
con predilección por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos
perdona»[7]. En la predicación de San Josemaría se
refleja muy frecuentemente que su alegría brotaba de la consideración de esta
realidad: «Por motivos que no son del caso —pero que bien conoce Jesús, que nos
preside desde el Sagrario—, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente
hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre,
para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a
todos, a base del amor suyo y de la humillación mía (...). A lo largo de los
años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad»[8].
Una de las cuestiones más delicadas que el hombre se plantea cuando medita
sobre la filiación divina es el problema del mal. Muchos no aciertan a
congeniar la experiencia del mal en el mundo con la certeza de fe de la
infinita bondad divina. Sin embargo, los santos enseñan que todo lo que
acontece en la vida humana ha de ser considerado como un bien, porque han
comprendido profundamente la relación entre la filiación divina y la Santa
Cruz. Es lo que expresan, por ejemplo, unas palabras de Santo Tomás Moro a su
hija mayor, cuando estaba encarcelado de la Torre de Londres: «Hija mía queridísima,
nunca se perturbe tu alma por cualquier cosa que pueda ocurrirme en este mundo.
Nada puede ocurrir sino lo que Dios quiere. Y yo estoy muy seguro de que sea lo
que sea, por muy malo que parezca, será de verdad lo mejor»[9]. Y lo mismo enseña San Josemaría en
relación con situaciones menos dramáticas, pero en las que un alma cristiana
puede pasarlo mal y desconcertarse: «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso
o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama
-¡a ti solo!- más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus
hijos?»[10].
Para San Josemaría, la filiación divina no es una realidad dulzona, ajena al
sufrimiento y al dolor. Por el contrario, afirma que esta realidad está
intrinsecamente ligada a la Cruz, presente de modo inevitable en todos los que
quieran seguir de cerca a Cristo: «Jesús ora en el huerto: Pater mi (Mt
26, 39), Abba, Pater! (Mc 14, 36). Dios es mi Padre, aunque me envíe
sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la
Voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de
Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por
compañero de camino al sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi
filiación, porque me trata como a su Divino Hijo. Y, entonces, como Él, podré
gemir y llorar a solas en mi Getsemaní, pero, postrado en tierra, reconociendo
mi nada, subirá hasta el Señor un grito salido de lo íntimo de mi alma: Pater
mi, Abba, Pater,...fiat!»[11].
Otra consecuencia importante del sentido de la filiación divina es el abandono
filial en las manos de Dios, que no se debe tanto a la lucha ascética personal
—aunque ésta se presupone— cuanto a un dejarse llevar por Dios, y por ello se
habla de abandono. Se trata de un abandono activo, libre y consciente por parte
del hijo. Esta actitud ha dado origen a un modo concreto de vivir la filiación
divina —que no es el único, ni es camino obligatorio para todos—, llamado
«infancia espiritual»: consiste en reconocerse no sólo hijo, sino hijo pequeño,
niño muy necesitado delante de Dios. Así lo expresa San Francisco de Sales: «Si
no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre (Mt
10, 16). En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez;
conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el
regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso.
El alma perfectamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor,
una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer
su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no
mirando otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza»[12]. Por su parte, San Josemaría también
aconsejaba recorrer la senda de la infancia espiritual: «Siendo niños no
tendréis penas: los niños olvidan en seguida los disgustos para volver a sus
juegos ordinarios. —Por eso, con el abandono, no habréis de preocuparos, ya que
descansaréis en el Padre»[13].
4. Las siete peticiones del Padre Nuestro
En la oración del Señor, a la invocación inicial: «Padre Nuestro, que estás en
el Cielo», siguen siete peticiones. «Las tres primeras peticiones tienen por
objeto la Gloria del Padre: la santificación del nombre, la venida del reino y
el cumplimiento de la voluntad divina. Las otras cuatro presentan al Padre
nuestros deseos: estas peticiones conciernen a nuestra vida para alimentarla o
para curarla del pecado y se refieren a nuestro combate por la victoria del
Bien sobre el Mal» (Catecismo, 2857).
El Padre Nuestro es el modelo de toda oración, como enseña Santo Tomás de
Aquino: «La oración dominical es la más perfecta de las Oraciones... En ella,
no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el
orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a
pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad»[14].
Primera petición: Santificado sea tu nombre
La santidad de Dios no puede ser acrecentada por ninguna criatura. Por ello,
«el término “santificar” debe entenderse aquí (…), no en su sentido causativo
(sólo Dios santifica, hace santo), sino sobre todo en un sentido estimativo:
reconocer como santo, tratar de una manera santa (…). Desde la primera petición
a nuestro Padre, estamos sumergidos en el misterio íntimo de su Divinidad y en
el drama de la salvación de nuestra humanidad. Pedirle que su Nombre sea
santificado nos implica en “el benévolo designio que él se propuso de antemano”
para que nosotros seamos “santos e inmaculados en su presencia, en el amor”
(cfr. Ef 1, 9.4)» (Catecismo, 2807). Así pues, la exigencia de la
primera petición es que la santidad divina resplandezca y se acreciente en
nuestras vidas: «¿Quién podría santificar a Dios puesto que Él santifica?
Inspirándonos nosotros en estas palabras “Sed santos porque yo soy santo” (Lv
20, 26), pedimos que, santificados por el bautismo, perseveremos en lo que
hemos comenzado a ser. Y lo pedimos todos los días porque faltamos diariamente
y debemos purificar nuestros pecados por una santificación incesante...
Recurrimos, por tanto, a la oración para que esta santidad permanezca en
nosotros»[15].
Segunda petición: Venga a nosotros tu reino
La segunda petición expresa la esperanza de que llegue un tiempo nuevo en que
Dios sea reconocido por todos como Rey que colmará de beneficios a sus
súbditos: «Esta petición es el “Marana Tha”, el grito del Espíritu y de la
Esposa: “Ven, Señor Jesús” (Ap 22, 20) (…). En la oración del Señor se trata
principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de
Cristo (cfr. Tt 2, 13)» (Catecismo, 2817-2818). Por otra parte, el Reino
de Dios ha sido ya incoado en este mundo con la primera venida de Cristo y el envío
del Espíritu Santo: «“El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la
efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo
entre “la carne” y el Espíritu (cfr. Ga 5, 16-25): “Sólo un corazón puro puede
decir con seguridad: ‘¡Venga a nosotros tu Reino!’. Es necesario haber estado
en la escuela de Pablo para decir: ‘Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo
mortal’ (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y
sus palabras, puede decir a Dios: ‘¡Venga tu Reino!’ ” (San Cirilo de
Jerusalén, Catecheses mystagogicæ, 5, 13)» (Catecismo, 2819). En
definitiva, en la segunda petición manifestamos el deseo de que Dios reine
actualmente en nosotros por la gracia, de que su Reino en la tierra se extienda
cada día más, y de que al fin de los tiempos Él reine plenamente sobre todos en
el Cielo.
Tercera petición: Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo
La voluntad de Dios es que «todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 3-4). Jesús nos enseña que se entra en el
Reino de los Cielos, no mediante palabras, sino «haciendo la voluntad de mi
Padre que está en los cielos» (Mt 7, 21). Por ello, aquí «pedimos a nuestro
Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, su
designio de salvación para la vida del mundo. Nosotros somos radicalmente
impotentes para ello, pero unidos a Jesús y con el poder de su Espíritu Santo,
podemos poner en sus manos nuestra voluntad y decidir escoger lo que su Hijo
siempre ha escogido: hacer lo que agrada al Padre (cfr. Jn 8, 29)» (Catecismo,
2825). Como afirma un Padre de la Iglesia, cuando rogamos en el Padre Nuestro hágase
tu voluntad en la tierra como en el cielo, no lo pedimos «en el sentido de
que Dios haga lo que quiera, sino de que nosotros seamos capaces de hacer lo
que Dios quiere»[16]. Por otro lado, la expresión en la
tierra como en el Cielo manifiesta que en esta petición anhelamos que, como
se ha cumplido la voluntad de Dios en los ángeles y en los bienaventurados del
Cielo, así se cumpla en los que aún permanecemos en la tierra.
Cuarta petición: Danos hoy nuestro pan de cada día
Esta petición expresa el abandono filial de los hijos de Dios, pues «el Padre
que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella,
todos los bienes convenientes, materiales y espirituales» (Catecismo,
2830). El sentido cristiano de esta cuarta petición «se refiere al Pan de la
Vida: la Palabra de Dios que se tiene que acoger en la fe, el Cuerpo de Cristo
recibido en la Eucaristía (cfr. Jn 6, 26-58)» (Catecismo, 2835). La
expresión de cada día, «tomada en un sentido temporal, es una repetición
de “hoy” (cfr. Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza “sin reserva”.
Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más
ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cfr. 1Tm 6, 8)» (Catecismo,
2837).
Quinta petición: Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden
En esta nueva petición comenzamos reconociendo nuestra condición de pecadores:
«Nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), y nos reconocemos
pecadores ante Él como el publicano (cfr. Lc 18, 13). Nuestra petición empieza
con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su
Misericordia» (Catecismo, 2839). Pero esta petición no será escuchada si
no hemos respondido antes a una exigencia: perdonar nosotros a los que nos
ofenden. Y la razón es la siguiente: «Este desbordamiento de misericordia no
puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos
han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos
amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes
vemos (cfr. 1Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas,
el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del
Padre» (Catecismo, 2840).
Sexta petición: No nos dejes caer en la tentación
Esta petición está relacionada con la anterior, porque el pecado es
consecuencia del libre consentimiento a la tentación. Por eso, ahora «pedimos a
nuestro Padre que no nos “deje caer” en ella (…). Le pedimos que no nos deje
tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate
“entre la carne y el Espíritu”. Esta petición implora el Espíritu de
discernimiento y de fuerza» (Catecismo, 2846). Dios nos da siempre su
gracia para vencer en las tentaciones: «Fiel es Dios, que no permitirá que
seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os
dará también el modo de poder soportarla con éxito» (1Co 10, 13), pero para
vencer siempre a las tentaciones es necesario rezar: «Este combate y esta
victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es
vencedor del Tentador, desde el principio (cfr. Mt 4, 11) y en el último
combate de su agonía (cfr. Mt 26, 36-44). En esta petición a nuestro Padre,
Cristo nos une a su combate y a su agonía. (…). Esta petición adquiere todo su
sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la
tierra; pide la perseverancia final. “Mira que vengo como ladrón. Dichoso el
que esté en vela” (Ap 16, 15)» (Catecismo, 2849).
Séptima petición: Y líbranos del mal
La última petición está contenida en la oración sacerdotal de Jesús a su Padre:
«No te pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno» (1Jn
17, 15). En efecto, en esta petición, «el mal no es una abstracción, sino que
designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El
“diablo” [“dia-bolos”] es aquel que “se atraviesa” en el designio de Dios y su
obra de salvación cumplida en Cristo» (Catecismo, 2851). Además, «al
pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos
los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador» (Catecismo,
2854), especialmente del pecado, el único verdadero mal[17], y de su pena, que es la eterna
condenación. Los otros males y tribulaciones pueden convertirse en bienes, si
los aceptamos y los unimos a los padecimientos de Cristo en la Cruz.
Manuel Belda
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 2759-2865.
Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazaret, La Esfera de los
Libros, Madrid 2007, pp. 161-205 (capítulo dedicado a la oración del Señor).
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilías El trato con Dios y Hacia la santidad, en Amigos de
Dios, 142-153 y 294-316.
J. Burggraf, El sentido de la filiación divina, en A.A.V.V., Santidad
y mundo, Pamplona 1996, pp. 109-127.
F. Fernández-Carvajal y P. Beteta, Hijos de Dios. La filiación divina que
vivió y predicó el beato Josemaría Escrivá, Madrid 19952.
F. Ocáriz, La filiación divina, realidad central en la vida y en la
enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, en A.A.V.V., Mons. Escrivá de
Balaguer y el Opus Dei. En el 50 aniversario de su fundación, Pamplona
19852, pp. 173-214.
B. Perquin, Abba, Padre: para alabanza de tu gloria, Madrid 19993.
J. Sesé, La conciencia de la filiación divina, fuente de vida espiritual,
en J.L. Illanes (dir.), El Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, XX
Simposio internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2000,
pp. 495-517.
J. Stöhr, La vida del cristiano según el espíritu de filiación divina,
en «Scripta Theologica» 24 (1992/3) 872-893.
[9]
Santo Tomás Moro, Un hombre solo. Cartas desde la Torre, n. 7 (Carta de
Margaret a Alice, agosto de 1534, relatando una larga entrevista con su padre
en la prisión), Madrid 1988, p. 65.