1. El Misterio pascual: Misterio vivo y vivificante
Las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta en Nazaret y en su
ministerio público eran salvíficas y anticipaban la fuerza de su misterio
pascual. «Cuando llegó su hora (cfr. Jn 13, 1; 17, 1), vivió el único
acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita
de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre una vez por todas
(Rm 6, 10; Hb 7, 27; 9, 12). Es un acontecimiento real, sucedido
en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás
acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado.
El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente
en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte. Todo lo que Cristo es y
todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y
domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente.
El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia
la Vida» (Catecismo, 1085).
Como sabemos, «se comienza a ser cristiano por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva»[1]. De ahí que «la fuente de nuestra fe y de
la liturgia eucarística es el mismo acontecimiento: el don que Cristo ha hecho
de sí mismo en el Misterio pascual»[2].
2. El Misterio pascual en el tiempo de la Iglesia: liturgia y sacramentos
«Cristo el Señor realizó esta obra de la redención humana y de la perfecta
glorificación de Dios (...) principalmente por el misterio pascual de su
bienaventurada pasión, de su resurrección de entre los muertos y de su gloriosa
ascensión»[3]. «Lo que la Iglesia anuncia y celebra en
su liturgia es el Misterio de Cristo» (Catecismo, 1068).
«Con razón se considera la liturgia como el ejercicio de la función sacerdotal
de Jesucristo en la que,
mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de
cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto
es, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público»[4]. «Toda la vida litúrgica de la Iglesia
gravita en torno al sacrificio eucarístico y los sacramentos» (Catecismo,
1113).
«Sentado a la derecha del Padre y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo
que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos
por Él para comunicar su gracia» (Catecismo, 1084).
2.1. Los sacramentos: naturaleza, origen y número
«Los sacramentos son signos eficaces de la gracia, instituidos por Cristo y
confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida divina. Los
ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados significan y
realizan la gracias propias de cada sacramento» (Catecismo, 1131). «Los
sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra
humanidad actual» (Catecismo, 1084).
«Adheridos a la doctrina de las Santas Escrituras, a las tradiciones
apostólicas y al sentimiento unánime de los Padres», profesamos que «los
sacramentos de la nueva Ley fueron todos instituidos por nuestro Señor
Jesucristo»[5].
«Hay en la Iglesia siete sacramentos: Bautismo, Confirmación o Crismación,
Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden sacerdotal y Matrimonio»
(Catecismo, 1113). «Los siete sacramentos corresponden a todas la etapas
y todos los momentos importantes de la vida del cristiano: dan nacimiento y
crecimiento, curación y misión a la vida de fe de los cristianos. Hay aquí una
cierta semejanza entre las etapas de la vida natural y las etapas de la vida
espiritual» (Catecismo, 1210). Forman un conjunto ordenado, en el que la
Eucaristía ocupa el centro, pues contiene al Autor mismo de los sacramentos
(cfr. Catecismo, 1211).
Los sacramentos significan tres cosas: la causa santificante, que es la Muerte
y Resurrección de Cristo; el efecto santificante o gracia; y el fin
de la santificación, que es la gloria eterna. «El sacramento es un signo que
rememora lo que sucedió, es decir, la Pasión de Cristo; es un signo que
demuestra el efecto de la pasión de Cristo en nosotros, es decir, la gracia; y
es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera»[6].
El signo sacramental, propio de cada sacramento, está constituido por
cosas (elementos materiales —agua, aceite, pan, vino— y gestos humanos
—ablución, unción, imposición de las manos, etc.), que se llaman materia;
y también por palabras que pronuncia el ministro del sacramento, que son la forma.
En realidad, «toda celebración sacramental es un encuentro de los hijos de Dios
con su Padre, en Cristo y en el Espíritu Santo, y este encuentro se expresa
como un diálogo a través de acciones y de palabras» (Catecismo, 1153).
En la liturgia de los sacramentos existe una parte inmutable (lo que Cristo
mismo estableció acerca del signo sacramental), y partes que la Iglesia puede
cambiar, para bien de los fieles y mayor veneración de los sacramentos,
adaptándolas a las circunstancias de lugar y tiempo[7]. «Ningún rito sacramental puede ser
modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad» (Catecismo,
1125).
2.2. Efectos y necesidad de los sacramentos
Todos los sacramentos confieren la gracia santificante a quienes no ponen
obstáculo[8]. Esta gracia es «el don del Espíritu que
nos justifica y nos santifica» (Catecismo, 2003). Además, los
sacramentos confieren la gracia sacramental, que es la gracia «propia de cada
sacramento» (Catecismo, 1128): un cierto auxilio divino para conseguir
el fin de ese sacramento.
No sólo recibimos la gracia santificante, sino al mismo Espíritu Santo. «Por
medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y
Santificador, a los miembros de su Cuerpo» (Catecismo, 739)[9]. El fruto de
la vida sacramental consiste en que el Espíritu Santo deifica a los fieles
uniéndolos vitalmente a Cristo (cfr. Catecismo, 1129).
Los tres sacramentos del Bautismo, Confirmación y Orden sacerdotal confieren,
además de la gracia, el llamado carácter sacramental, que es un sello
espiritual indeleble impreso en el alma[10], por el cual el cristiano participa del
sacerdocio de Cristo y forma parte de la Iglesia según estados y funciones
diversos. El carácter sacramental permanece para siempre en el cristiano como
disposición positiva para la gracia, como promesa y garantía de la protección
divina y como vocación al culto divino y al servicio de la Iglesia. Por tanto,
estos tres sacramentos no pueden ser reiterados (cfr. Catecismo, 1121).
Los sacramentos que Cristo ha confiado a su Iglesia son necesarios —al menos su
deseo— para la salvación, para alcanzar la gracia santificante, y ninguno es
superfluo, aunque no todos sean necesarios para cada persona[11].
2.3. Eficacia de los sacramentos
Los sacramentos «son eficaces porque en ellos actúa Cristo mismo; Él es quien
bautiza, Él quien actúa en sus sacramentos con el fin de comunicar la gracia
que el sacramento significa» (Catecismo, 1127). El efecto sacramental se
produce ex opere operato (por el hecho mismo de que el signo sacramental
es realizado)[12]. «El sacramento no actúa en virtud de la
justicia del hombre que lo da o que lo recibe, sino por el poder de Dios»[13].
«En consecuencia, siempre que un sacramento es celebrado conforme a la
intención de la Iglesia, el poder de Cristo y de su Espíritu actúa en él y por
él, independientemente de la santidad personal del ministro» (Catecismo,
1128).
El hombre que realiza el sacramento se pone al servicio de Cristo y de la
Iglesia, por eso se llama ministro del sacramento; y no puede ser
indistintamente cualquier fiel cristiano, sino que necesita ordinariamente la
especial configuración con Cristo Sacerdote que da el sacramento del Orden[14].
La eficacia de los sacramentos deriva de Cristo mismo, que actúa en ellos, «sin
embargo, los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones
del que los recibe» (Catecismo, 1129): cuanto mejores disposiciones
tenga de fe, conversión de corazón y adhesión a la voluntad de Dios, más
abundantes son los efectos de gracia que recibe (cfr. Catecismo, 1098).
«La Santa Madre Iglesia instituyó, además, los sacramentales. Estos son signos
sagrados con los que, imitando de alguna manera a los sacramentos, se expresan
efectos, sobre todo espirituales, obtenidos por la intercesión de la Iglesia.
Por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los
sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida»[15].
«No confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero
por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con
ella» (Catecismo, 1670). «Entre los sacramentales figuran en primer
lugar las bendiciones (de personas, de la mesa, de objetos, de lugares)» (Catecismo,
1671).
3. La Liturgia
La liturgia cristiana «es esencialmente actio Dei que nos une a Jesús a
través del Espíritu»[16], y posee una doble dimensión: ascendente
y descendente[17]. «La Liturgia es acción del Cristo total
(Cristus totus)» (Catecismo, 1136) por eso «es toda la comunidad, el
Cuerpo de Cristo unido a su cabeza quien celebra» (Catecismo, 1140). En
el centro de la asamblea se encuentra por tanto el mismo Jesucristo (cfr. Mt
18,20), ahora resucitado y glorioso. Cristo precede a la asamblea que celebra.
Él –que actúa inseparablemente unido al Espíritu Santo- la convoca, la reúne y
la enseña. Él, Sumo y Eterno Sacerdote es el protagonista principal de la
acción ritual que hace presente el evento fundador, si bien se sirve de sus
ministros para re-presentar (para hacer presente, real y verdaderamente, en el
aquí y ahora de la celebración litúrgica) su sacrificio redentor y hacernos
partícipes de los dones conviviales de su Eucaristía.
Sin olvidar que formando con Cristo-Cabeza «como una única persona mística»[18],
la Iglesia actúa en los sacramentos como “comunidad sacerdotal”, “orgánicamente
estructurada”: gracias al Bautismo y la Confirmación, el pueblo sacerdotal se
hace apto para celebrar la liturgia. Por eso, «las acciones litúrgicas no son
acciones privadas, sino celebraciones de la Iglesia..., pertenecen a todo el
Cuerpo de la Iglesia, influyen en él y lo manifiestan, pero afectan a cada
miembro de este Cuerpo de manera diferente, según la diversidad de órdenes,
funciones y participación actual»[19].
En cada celebración litúrgica coparticipa toda la Iglesia, cielos y tierra,
Dios y los hombres (cfr. Ap 5). La liturgia cristiana, aunque se celebre
solamente aquí y ahora, en un lugar concreto y exprese el sí de una comunidad
determinada, es por naturaleza católica, proviene del todo y conduce al todo,
en unidad con el Papa, con los obispos en comunión con el Romano Pontífice, con
los creyentes de todas las épocas y lugares «para que Dios sea todo en todas
las cosas» (1 Co 15, 28). Desde esta perspectiva es fundamental el
principio de que el verdadero sujeto de la liturgia es la Iglesia, concretamente
la communio sanctorum de todos los lugares y de todos los tiempos[20].
Por eso cuanto más una celebración está animada de esta conciencia, tanto más
concretamente en ella se realiza el sentido de la liturgia. Expresión de esta
conciencia de unidad y universalidad de la Iglesia es el uso del latín y del
canto gregoriano en algunas partes de la celebración litúrgica[21].
A partir de estas consideraciones podemos decir que la asamblea que celebra es
la comunidad de los bautizados que, «por el nuevo nacimiento y por la unción
del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo
para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios
espirituales»[22]. Este “sacerdocio común” es el de Cristo
único Sacerdote, participado por todos sus miembros[23]. «Así, en la celebración de los
sacramentos, toda la asamblea es “liturgo”, cada cual según su función, pero en
la “unidad del Espíritu” que actúa en todos» (Catecismo, 1144). Por esto
la participación en las celebraciones litúrgicas, aunque no abarca toda la vida
sobrenatural de los fieles, constituye para ellos, como lo es para toda la
iglesia, la cumbre a la cual tiende toda su actividad y la fuente de donde mana
su fuerza[24]. En realidad, «la Iglesia se recibe
y al mismo tiempo se expresa en los siete sacramentos, mediante los
cuales la gracia de Dios influye concretamente en los fieles para que toda su
vida, redimida por Cristo, se convierta en culto agradable a Dios»[25].
Cuando nos referimos a la asamblea como sujeto de la celebración se significa
que cada uno, como actor obra como miembro de la asamblea, hace todo y solo lo
que le corresponde. «Todos los miembros no tienen la misma función» (Rm
12, 4). Algunos son llamados por Dios en y por la Iglesia a un servicio especial
de la comunidad. Estos servidores son escogidos por el sacramento del Orden,
por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar en representación de
Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia[26].
Como ha aclarado en diversas ocasiones Juan Pablo II, «in persona Christi
quiere decir más que en nombre, o también, en vez de Cristo. In persona:
es decir, en la identificación específica, sacramental con el sumo y eterno
sacerdote, que es el autor y el sujeto principal de su propio sacrificio, en el
que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie»[27]. Podemos decir gráficamente como señala
el Catecismo que «el ministro ordenado es como el icono de Cristo
Sacerdote» (Catecismo, 1142).
«El Misterio celebrado en la liturgia es uno, pero las formas de su celebración
son diversas. La riqueza insondable del Misterio de Cristo es tal que ninguna
tradición litúrgica puede agotar su expresión» (Catecismo, 1200-1201).
«La tradiciones litúrgicas, o ritos, actualmente en uso en la Iglesia son el
rito latino (principalmente el rito romano, pero también los ritos de algunas
Iglesias locales como el rito ambrosiano, el rito hispánico visigótico o los de
diversas órdenes religiosas) y los ritos bizantino, alejandrino o copto,
siríaco, armenio, maronita y caldeo» (Catecismo, 1203). «La Iglesia
concede igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y
quiere que en el futuro se conserven y fomenten»[28].
Juan José Silvestre
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 1066-1098; 1113-1143; 1200-1211 y
1667-1671.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía La Eucaristía misterio de fe y de amor, en Es
Cristo que pasa, 83-94; también nn.70 y 80; Conversaciones con Mons.
Escrivá de Balaguer, 115.
J. Ratzinger, El espíritu de la liturgia, Cristiandad, Madrid 2002.
J.L. Gutiérrez-Martín, Belleza y misterio. La liturgia, vida de la Iglesia,
EUNSA (Astrolabio), Pamplona 2006, pp. 53-84, 113-126.
-----------------------------------
[1]
Benedicto XVI, Enc. Deus caritas est, 25-XII-2005, 1.
[9] La
obra del Espíritu Santo en nosotros «es que vivamos la vida de Cristo
resucitado» (Catecismo, 1091); «une la Iglesia a la vida y a la misión
de Cristo» (Catecismo, 1092); «cura y transforma a los que lo reciben
conformándolos con el Hijo de Dios» (Catecismo, 1129).
[13] Santo Tomás
de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 68, art. 8.
[14] El sacerdocio
ministerial «garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el
Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el
Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus
sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su
persona (cfr. Jn 20, 21-23; Lc 24, 47; Mt 28, 18-20). Así,
el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo
que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó
Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos» (Catecismo, 1120).
Aunque la eficacia del sacramento no proviene de las cualidades morales del
ministro, sin embargo su fe y devoción, además de contribuir a su santificación
personal, favorece mucho las buenas disposiciones del sujeto que recibe el
sacramento y, por consiguiente, el fruto que de él obtiene.
[17] «Por una
parte, la Iglesia, unida a su Señor y “bajo la acción del Espíritu Santo” (Lc
10,21), bendice al Padre “por su don inefable” (2 Co 9, 15) mediante la
adoración, la alabanza y la acción de gracias. Por otra parte, y hasta la
consumación del designio de Dios, la Iglesia no cesa de presentar al Padre “la
ofrenda de sus propios dones” y de implorar que el Espíritu Santo venga sobre
esta ofrenda, sobre ella misma, sobre los fieles y sobre el mundo entero, a fin
de que por la comunión en la muerte y en la resurrección de Cristo-Sacerdote y
por el poder del Espíritu estas bendiciones divinas den frutos de vida “para
alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6)» (Catecismo, 1083).
[18] Pío XII, Enc.
Mystici Corporis cit. en Catecismo, 1119.
[20] «Que la
oblación redunde en salvación de todos -Orate, fratres, reza el sacerdote-,
porque este sacrificio es mío y vuestro, de toda la Iglesia Santa. Orad,
hermanos, aunque seáis pocos los que os encontráis reunidos; aunque sólo se
halle materialmente presente nada más un cristiano, y aunque estuviese solo el
celebrante: porque cualquier Misa es el holocausto universal, rescate de todas
las tribus y lenguas y pueblos y naciones (cfr. Ap 5, 9).
Todos los cristianos, por la Comunión de los Santos, reciben las gracias de
cada Misa, tanto si se celebra ante miles de personas o si ayuda al sacerdote
como único asistente un niño, quizá distraído. En cualquier caso, la tierra y
el cielo se unen para entonar con los Angeles del Señor: Sanctus, Sanctus,
Sanctus...» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, 89).
[26] Cf. Concilio
Vaticano II, Decr. Presbyterorum Ordinis, 2 y 15.
[27] Juan Pablo
II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, 29. En nota 59 y 60 se reproducen las
intervenciones magisteriales del siglo XX sobre este punto: «El ministro del
altar actúa en la persona de Cristo en cuanto cabeza, que ofrece en nombre de
todos los miembros».
[28] Concilio
Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 4.