«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal
4, 4). Se cumple así la promesa de un Salvador que Dios hizo a Adán y Eva al
ser expulsados del Paraíso: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu
linaje y su linaje; él te pisará la cabeza mientras acechas tu su calcañar» (Gn
3, 15). Este versículo del Génesis se conoce con el nombre de protoevangelio,
porque constituye el primer anuncio de la buena nueva de la salvación.
Tradicionalmente se ha interpretado que la mujer de que se habla es tanto Eva,
en sentido directo, como María, en sentido pleno; y que el linaje de la mujer
se refiere tanto a la humanidad como a Cristo.
Desde entonces hasta el momento en que «el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros» (Jn 1, 14), Dios fue preparando a la humanidad para que
pudiera acoger fructuosamente a su Hijo Unigénito. Dios escogió para sí al
pueblo israelita, estableció con el una Alianza y lo formó progresivamente,
interviniendo en su historia, manifestándole sus designios a través de los
patriarcas y profetas y santificándolo para sí. Y todo esto, como preparación y
figura de aquella nueva y perfecta Alianza que había de concluirse en Cristo y
de aquella plena y definitiva revelación que debía ser efectuada por el mismo
Verbo encarnado[1]. Aunque Dios preparó la venida del
Salvador sobre todo mediante la elección del pueblo de Israel, esto no
significa que abandonase a los demás pueblos, a “los gentiles”, pues nunca dejó
de dar testimonio de sí mismo (cfr. Hch 14, 16-17). La Providencia
divina hizo que los gentiles tuvieran una conciencia más o menos explícita de
la necesidad de la salvación, y hasta en los últimos rincones de la tierra se
conservaba el deseo de ser redimidos.
La Encarnación tiene su origen en el amor de Dios por los hombres: «en esto se
manifestó el amor que Dios nos tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo
único para que vivamos por medio de El» (1Jn 4, 9). La Encarnación es la
demostración por excelencia del Amor de Dios hacia los hombres, ya que en ella
es Dios mismo el que se entrega a los hombres haciéndose partícipe de la
naturaleza humana en unidad de persona.
Tras la caída de Adán y Eva en el paraíso, la Encarnación tiene una finalidad
salvadora y redentora, como profesamos en el Credo: «por nosotros los hombres y
por nuestra salvación, bajó del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo
de María Virgen, y se hizo hombre»[2]. Cristo afirmó de Sí mismo que «el Hijo
del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,
19; cfr. Mt 18, 11) y que «Dios no ha enviado a su Hijo para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por Él» (Jn 3, 17).
La Encarnación no sólo manifiesta el infinito amor de Dios a los hombres, su
infinita misericordia, su justicia, su poder, sino también la coherencia del
plan divino de salvación, la profunda sabiduría divina consiste en la forma de
cómo Dios ha decidido salvar al hombre, es decir del modo más conveniente a su
naturaleza, que es precisamente mediante la Encarnación del Verbo.
Jesucristo, el Verbo encarnado, «no es ni un mito, ni una idea abstracta
cualquiera; Es un hombre que vivió en un contexto concreto y que murió después
de haber llevado su propia existencia dentro de la evolución de la historia. La
investigación histórica sobre Él es, pues, una exigencia de la fe cristiana»[3].
Que Cristo existió pertenece a la doctrina de la fe, como también que murió
realmente por nosotros y que resucitó al tercer día (cfr. 1 Co 15,
3-11). La existencia de Jesús es un hecho probado por la ciencia histórica,
sobre todo, mediante el análisis del Nuevo Testamento cuyo valor histórico está
fuera de duda. Hay otros testimonios antiguos no cristianos, paganos y judíos,
sobre la existencia de Jesús. Precisamente por esto, no son aceptables las
posiciones de quienes contraponen un Jesús histórico al Cristo de la fe y
defienden la suposición de que casi todo lo que el Nuevo Testamento dice acerca
de Cristo sería una interpretación de fe que hicieron los discípulos de Jesús,
pero no su auténtica figura histórica que aún permanecería oculta para
nosotros. Estas posturas, que en muchas ocasiones encierran un fuerte prejuicio
contra lo sobrenatural, no tienen en cuenta que la investigación histórica
contemporánea coincide en afirmar que la presentación que hace el cristianismo
primitivo de Jesús se basa en auténticos hechos sucedidos realmente.
La Encarnación es «el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y
de la naturaleza humana en la única Persona del Verbo» (Catecismo, 483).
La Encarnación del Hijo de Dios «no significa que Jesucristo sea en parte Dios y
en parte hombre, ni que sea el resultado de una mezcla confusa entre lo divino
y lo humano. Se hizo verdaderamente hombre sin dejar de ser verdaderamente
Dios. Jesucristo es
verdadero Dios y verdadero hombre» (Catecismo, 464). La divinidad de Jesucristo, Verbo eterno de
Dios, se ha estudiado al tratar sobre la Santísima Trinidad. Aquí nos fijaremos
sobre todo en lo que hace referencia a su humanidad.
La Iglesia defendió y aclaró esta verdad de fe durante los primeros siglos
frente a las herejías que la falseaban. Ya en el siglo I algunos cristianos de
origen judío, los ebionitas, consideraron a Cristo como un simple hombre,
aunque muy santo. En el siglo II surge el adopcionismo, que sostenía que Jesús
era hijo adoptivo de Dios; Jesús sólo sería un hombre en quien habita la fuerza
de Dios; para ellos, Dios era una sola persona. Esta herejía, fue condenada en
el 190 por el papa San Víctor, por el Concilio de Antioquía del 268, por el
Concilio I de Constantinopla y por el Sínodo Romano del 382[4]. La herejía arriana, al negar la
divinidad del Verbo, negaba también que Jesucristo fuera Dios. Arrio
fue condenado por el Concilio I de Nicea, en el año 325. También actualmente la
Iglesia ha vuelto a recordar que Jesucristo
es el Hijo de Dios subsistente desde la eternidad que en la Encarnación asumió
la naturaleza humana en su única persona divina[5].
La Iglesia también hizo frente a otros errores que negaban la realidad de la
naturaleza humana de Cristo. Entre estos se encuadran aquellas herejías que
rechazaban la realidad del cuerpo o del alma de Cristo. Entre las primeras se
encuentra el docetismo, en sus diversas variantes, que tiene un trasfondo
gnóstico y maniqueo. Algunos de sus seguidores afirmaban que Cristo tuvo un
cuerpo celeste, o que su cuerpo era puramente aparente, o que apareció de
repente en Judea sin haber tenido que nacer o crecer. Ya San Juan tuvo que
combatir este tipo de errores: «muchos son los seductores que han aparecido en
el mundo, que no confiesan que Jesús ha venido en carne» (2 Jn 7; cfr. 1
Jn 4, 1-2).
Arrio y Apolinar de Laodicea negaron que Cristo tuviera verdadera alma humana.
El segundo ha tenido particular importancia en este campo y su influencia
estuvo presente durante varios siglos en las controversias cristológicas
posteriores. En un intento de defender la unidad de Cristo y su impecabilidad,
Apolinar sostuvo que el Verbo desempeñaba las funciones del alma espiritual
humana,. Esta doctrina, sin embargo, suponía negar la verdadera humanidad de
Cristo, compuesta, como en todos los hombres, de cuerpo y alma espiritual (cfr.
Catecismo, 471). Fue condenado en el Concilio I de Constantinopla y en
el Sínodo Romano del 382[6].
3. La unión hipostática
Al principio del siglo quinto, tras las controversias precedentes, estaba clara
la necesidad de sostener firmemente la integridad de las dos naturalezas humana
y divina en la Persona del Verbo; de modo que la unidad personal de Cristo
comienza a constituirse en el centro de atención de la cristología y de la
soteriología patrística. A este nueva profundización contribuyeron nuevas
discusiones.
La primera gran controversia tuvo su origen en algunas afirmaciones de
Nestorio, patriarca de Constantinopla, que utilizaba un lenguaje en el que daba
a entender que en Cristo hay dos sujetos: el sujeto divino y el sujeto humano,
unidos entre sí por un vínculo moral, pero no físicamente. En este error
cristológico tiene su origen su rechazo del título de Madre de Dios, Theotókos,
aplicado a Santa María. María sería Madre de Cristo pero no Madre de Dios.
Frente a esta herejía, San Cirilo de Alejandría y el Concilio de Éfeso del 431
recordaron que «la humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona
divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su concepción… Por
eso el Concilio de Éfeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda
verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno»
(Catecismo, 466; cfr. DS 250 y 251).
Unos años más tarde surgió la herejía monofisita. Esta herejía tiene sus
antecedentes en el apolinarismo y en una mala comprensión de la doctrina y del
lenguaje empleado por San Cirilo por parte de Eutiques, anciano archimandrita
de un monasterio de Constantinopla. Eutiques afirmaba, entre otras cosas, que
Cristo es una Persona que subsiste en una sola naturaleza, pues la naturaleza
humana habría sido absorbida en la divina. Este error fue condenado por el Papa
San León Magno, en su Tomus ad Flavianum[7], auténtica joya de la teología latina, y
por el Concilio ecuménico de Calcedonia del año 451, punto de referencia
obligado para la cristología. Así enseña: «hay que confesar a un solo y mismo
Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la
humanidad»[8], y añade que la unión de las dos
naturalezas es «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación»[9].
La doctrina calcedonense fue confirmada y aclarada por el II Concilio de
Constantinopla del año 553, que ofrece una interpretación auténtica del
Concilio anterior. Tras subrayar varias veces la unidad de Cristo[10],
afirma que la unión de las dos naturalezas de Cristo tiene lugar según la
hipóstasis[11], superando así la equivocidad de la
formula ciriliana que hablaba de unidad según la “fisis”. En esta línea, el II
Concilio de Costantinopla indicó también el sentido en que había de entenderse
la conocida formula ciriliana de «una naturaleza del Verbo de Dios encarnada»[12],
frase que San Cirilo pensaba que era de San Atanasio pero que en realidad se
trataba de una falsificación apolinarista.
En estas definiciones conciliares, que tenían como finalidad aclarar algunos
errores concretos y no exponer el misterio de Cristo en su totalidad, los
Padres conciliares utilizaron el lenguaje de su tiempo. Al igual que Nicea
empleó el término consubstancial, Calcedonia utiliza términos como naturaleza,
persona, hipóstasis, etc., según el significado habitual que tenían en el
lenguaje común, y en la teología de su época. Esto no significa, como han
afirmado algunos, que el mensaje evangélico se helenizara. En realidad, quienes
se demostraron rígidamente helenizantes fueron precisamente los que proponían
las doctrinas heréticas, como Arrio o Nestorio, que no supieron ver las
limitaciones que tenía el lenguaje filosófico de su tiempo frente al misterio
de Dios y de Cristo.
4. La Humanidad Santísima de Jesucristo
«En la Encarnación ‘la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida’ (GS 22,
2)» (Catecismo, 470). Por eso la Iglesia ha enseñado «la plena realidad
del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del
cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada
ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona
divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella
pertenece a “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios comunica, pues, a su
humanidad su propio modo de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su
cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cfr. Jn
14, 9-10» (Catecismo, 470).
El alma humana de Cristo está dotada de un verdadero conocimiento humano. La
doctrina católica ha enseñado tradicionalmente que Cristo en cuanto hombre
poseía un conocimiento adquirido, una ciencia infusa y la ciencia beata propia
de los bienaventurados en el cielo. La ciencia adquirida de Cristo no podía ser
de por sí ilimitada: «por eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso
progresar “en sabiduría, en estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e
igualmente adquirir aquello que en la condición humana se adquiere de manera
experimental (cfr. Mc 6, 38; 8, 27; Jn 11, 34)» (Catecismo,
472). Cristo, en quien reposa la plenitud del Espíritu Santo con sus dones
(cfr. Is 11, 1-3), poseyó también la ciencia infusa, es decir, aquel
conocimiento que no se adquiere directamente por el trabajo de la razón, sino
que es infundido directamente por Dios en la inteligencia humana. En efecto,
«El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la penetración que
tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres (cfr. Mc
2, 8; Jn 2, 25; 6, 61» (Catecismo, 473). Cristo poseía también la
ciencia propia de los beatos: «Debido a su unión con la Sabiduría divina en la
persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en
plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar
(cfr. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34; 14, 18-20.26-30» (Catecismo,
474). Por todo esto debe afirmarse que Cristo en cuanto hombre es infalible:
admitir el error en Él sería admitirlo en el Verbo, única persona existente en
Cristo. Por lo que se refiere a una eventual ignorancia propiamente dicha, hay
que tener presente que «lo que reconoce ignorar en este campo (cfr. Mc
13, 32), declara en otro lugar no tener misión de revelarlo (cfr. Hch 1,
7)» (Catecismo, 474). Se entiende que Cristo fuera humanamente
consciente de ser el Verbo y de su misión salvífica[13]. Por otra parte, la teología católica,
al pensar que Cristo poseía ya en la tierra la visión inmediata de Dios, ha
siempre negado la existencia en Cristo de la virtud de la fe[14].
Frente a las herejías monoenergeta y monotelita que, en lógica continuidad con
el monofisismo precedente, afirmaban que en Cristo hay una sola operación o una
sola voluntad, la Iglesia confesó en el III Concilio ecuménico de
Constantinopla, del año 681, que «Cristo posee dos voluntades y dos operaciones
naturales, divinas y humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el
Verbo hecho carne, en su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo
que ha decidido divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra
salvación (cfr. DS 556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad
divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando
subordinada a esta voluntad omnipotente” (DS 556)» (Catecismo, 475). Se
trata de una cuestión fundamental pues está directamente relacionada con el ser
de Cristo y con nuestra salvación. San Máximo el Confesor se distinguió en este
esfuerzo doctrinal de clarificación y se sirvió con gran eficacia del conocido
pasaje de la oración de Jesús en el Huerto, en el que aparece el acuerdo de la
voluntad humana de Cristo con la voluntad del Padre (cfr. Mt 26, 39).
Consecuencia de la dualidad de naturalezas es también la dualidad de
operaciones. En Cristo hay dos operaciones, las divinas, procedentes de su
naturaleza divina, y las humanas, que proceden de la naturaleza humana. Se
habla también de operaciones teándricas para referirse a aquéllas en las que la
operación humana actúa como instrumento de la divina: es el caso de los
milagros realizados por Cristo.
El realismo de la Encarnación del Verbo se manifestó también en la última gran
controversia cristológica de la época patrística: la disputa sobre las
imágenes. La costumbre de representar a Cristo, en frescos, iconos,
bajorrelieves, etc., es antiquísima y existen testimonios que se remontan al
menos al siglo segundo. La crisis iconoclasta se produjo en Constantinopla a
comienzos del siglo VIII y tuvo su origen en una decisión del Emperador. Ya
antes había habido teólogos que se habían mostrado a lo largo de los siglos
partidarios o contrarios al uso de las imágenes, pero ambas tendencias habían
coexistido pacíficamente. Quienes se oponían solían aducir que Dios no tiene
límites y no puede por tanto encerrarse dentro de unas líneas, de unos trazos,
no se puede circunscribir. Sin embargo, como señaló San Juan Damasceno es la
misma Encarnación la que ha circunscrito al Verbo incircunscribible. «Como el
Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera humanidad, el cuerpo de Cristo era
limitado (…) Por eso se puede “pintar” la faz humana de Jesús (Ga 3, 2)»
(Catecismo, 476). En el II Concilio ecuménico de Nicea, del año 787, «la
Iglesia reconoció que es legítima su representación en imágenes sagradas» (Catecismo,
476). En efecto, «las particularidades individuales del cuerpo de Cristo
expresan la persona divina del Hijo de Dios. El ha hecho suyos los rasgos de su
propio cuerpo humano hasta el punto de que, pintados en una imagen sagrada,
pueden ser venerados porque el creyente que venera su imagen, venera a la
persona representada en ella»[15].
El alma de Cristo, al no ser divina por esencia sino humana, fue perfeccionada,
como las almas de los demás hombres, mediante la gracia habitual, que es «un
don habitual, una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma
para hacerla capaz de vivir con Dios, de obrar por su amor» (Catecismo,
2000). Cristo es santo, como anunció el arcángel Gabriel a Santa María en la
Anunciación: Lc 1, 35. La humanidad de Cristo es radicalmente santa,
fuente y paradigma de la santidad de todos los hombres. Por la Encarnación, la
naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a la mayor unión con la divinidad
–con la Persona del Verbo- a que puede ser elevada criatura alguna. Desde el
punto de vista de la humanidad del Señor, la unión hipostática es el mayor don
que jamás se haya podido recibir, y suele conocerse con el nombre de gracia de
unión. Por la gracia habitual el alma de Cristo fue divinizada con esa
transformación que eleva la naturaleza y las operaciones del alma hasta el
plano de la vida íntima de Dios, proporcionando a sus operaciones sobrenaturales
una connaturalidad que de otro modo no tendría. Su plenitud de gracia implica
también la existencia de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu
Santo. De este plenitud de gracia de Cristo, «recibimos todos, gracia sobre
gracia» (Jn 1, 16). La gracia y los dones han sido otorgados a Cristo no
sólo en atención a su dignidad de Hijo, sino también en atención a su misión de
nuevo Adán y Cabeza de la Iglesia. Por eso se habla de una gracia capital en
Cristo, que no es una gracia distinta de la gracia personal del Señor, sino que
es un aspecto de esa misma gracia que subraya su acción santificadora sobre los
miembros de la Iglesia. La Iglesia, en efecto, «es el Cuerpo de Cristo» (Catecismo,
805), un Cuerpo «del que Cristo es la Cabeza: vive de Él, en Él y por Él; Él
vive con ella y en ella» (Catecismo, 807).
El Corazón del Verbo encarnado. «Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión
nos ha conocido y amado a todos y cada uno de nosotros y se ha entregado por
cada uno de nosotros: “El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí”.
Nos ha amado a todos con un corazón humano» (Catecismo, 478). Por este
motivo, el Sagrado Corazón de Jesús es el símbolo por excelencia del amor con
que ama continuamente al eterno Padre y a todos los hombres (cfr. ibidem).
José Antonio Riestra
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia católica, 422-483.
Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, Jesús de Nazatet, La Esfera de los
Libros, Madrid 2007, 371-410.
Lecturas recomendadas
A. Amato, Jesús el Señor, BAC, Madrid 1998.
F. Ocáriz – L.F. Mateo Seco – J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo,
3ª ed., EUNSA, Pamplona 2004.
--------------------------------------- [1]
Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 9.
[2]
Concilio de Constantinopla I, Symbolum, DS 150; cfr. Concilio Vaticano
II, Const. Lumen Gentium, 55.
[3]
Comisión Teológica Internacional, Cuestiones selectas de Cristología (1979),
en ID., Documentos 1969-1996, 2ª ed., BAC, Madrid 2000, 221.
[13] Cfr. Comisión
Teológica Internacional, La conciencia que Jesús tenía de Sí mismo y de su
misión (1985), en ID., Documentos 1969-1996, 2ª ed., BAC, Madrid
2000, 377-391.
[14] Cfr.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Notificación, n. V, 26-XI-2006.