Mediante el sacramento del orden se confiere una participación al
sacerdocio de Cristo-Cabeza. El sacerdocio ministerial se distingue
esencialmente del sacerdocio común de los fieles.
De entre el pueblo de Israel, designado en Ex 19,6 como «reino de
sacerdotes», la tribu de Leví fue escogida por Dios «para el servicio de la
Morada del Testimonio» (Nm 1,50); a su vez, de entre los levitas se
consagraban los sacerdotes de la antigua aleanza con el rito de la unción (cfr.
Ex 29,1-7), al conferirles una función «en favor de los hombres en lo
que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados» (Hb
5,1). Como elemento de la ley mosaica, este sacerdocio es «introducción a una
esperanza mejor» (Hb 7,19), «sombra de los bienes futuros», mas de por
sí «no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar
año tras año, dar la perfección a los que se acercan» (Hb 10,1).
El sacerdocio levítico prefiguró de algún modo en el pueblo elegido la plena
realización del sacerdocio en Jesucristo,
no ligado ni a la genealogía, ni a los sacrificios del templo, ni a la Ley,
sino sólo al mismo Dios (cfr. Hb 6,17-20 y 7,1ss). Por eso, fue
«proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb
5,10), quien «mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para
siempre a los santificados» (Hb 10,14). En efecto, el Verbo de Dios
encarnado, en cumplimiento de las profecías mesiánicas, redime a todos los
hombres con su muerte y resurrección, entregando su propia vida en cumplimiento
de su condición sacerdotal. Este sacerdocio, que Jesús mismo presenta en términos
de consagración y misión (cfr. Jn 10,14), tiene, por tanto, valor
universal: no existe «una acción salvífica de Dios fuera de la única mediación
de Cristo»[1].
2. El sacerdocio en los apóstoles y en la sucesión apostólica
En la última cena, Jesús manifiesta la voluntad de hacer participar a sus
apóstoles de su sacerdocio, expresado como consagración y misión: «Como tú me
has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me
santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn
17,18-19). Esta participación se hace realidad en distintos momentos a lo largo
del ministerio de Cristo que pueden considerarse como los sucesivos pasos que conducirán
a la institución del orden sagrado: cuando llama a los apóstoles
constituyéndoles como colegio (cfr. Mc 3,13-19), cuando les instruye y
los envía a predicar (cfr. Lc 9,1-6), cuando les confiere el poder de
perdonar los pecados (cfr. Jn 20,22-23), cuando les confía la misión
universal (cfr. Mt 28,18-20); hasta la especialísima ocasión en
que les ordena celebrar la Eucaristía: «haced esto en memoria mía» (1 Co
11,24). En la misión apostólica ellos «fueron confirmados plenamente el día de
Pentecostés»[2].
Durante su vida, «no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio,
sino que a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su
muerte, los apóstoles, a modo de testamento, confiaron a sus cooperadores
inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra por ellos comenzada (...)
y les dieron la orden de que, a su vez, otros hombres probados, al morir ellos,
se hiciesen cargo del ministerio». Es así como «los obispos, junto con los
presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir
sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina,
sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad»[3].
2.1. Liturgia de ordenación
En el Nuevo Testamento, el ministerio apostólico es transmitido a través de la
imposición de las manos acompañada de una oración (cfr. Hch 6,6; 1 Tm
4,14; 5,22; 2 Tm 1,6); ésta es la praxis presente en los ritos de
ordenación más antiguos, como los recogidos en la Traditio apostolica y
los Statuta Ecclesiae Antiqua. Este núcleo esencial, que constituye el
signo sacramental, ha sido enriquecido a lo largo de los siglos por algunos
ritos complementarios, que pueden diferir según las diversas tradiciones
litúrgicas. «En el rito latino, los ritos iniciales —la presentación y elección
del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las
letanías de los santos— ponen de relieve que la elección del candidato se hace
conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración;
después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica
el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción con
el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace
fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de
la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de
la palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo
de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz,
"la ofrenda del pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la
entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión
de anunciar el evangelio de Cristo» (Catecismo, 1574).
2.2. Naturaleza y efectos del orden recibido
Mediante el sacramento del orden se confiere una participación al sacerdocio de
Cristo según la modalidad trasmitida por la sucesión apostólica. El sacerdocio
ministerial se distingue del sacerdocio común de los fieles, proveniente del
bautismo y de la confirmación; ambos «se ordenan el uno para el otro», mas «su
diferencia es esencial, no solo gradual»[4]. Es proprio y específico del sacerdocio
ministerial ser «una representación sacramental de Cristo Cabeza y Pastor»[5], lo que
permite ejercer la autoridad de Cristo en la función pastoral de predicación y
de gobierno, y obrar in persona Christi en el ejercicio del ministerio
sacramental.
La repraesentatio Christi Capitis subsiste siempre en el ministro, cuya
alma ha sido sellada con el carácter sacramental, impreso indeleblemente en el
alma en la ordenación. El carácter es, pues, el efecto principal del
sacramento, y siendo realidad permanente hace que el orden no pueda ser ni
repetido, ni eliminado, ni conferido por un tiempo limitado. «Un sujeto
válidamente ordenado puede ciertamente, por causas graves, ser liberado de las
obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir
ejercerlas, pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto» (Catecismo,
1583).
El orden en cada uno de sus grados confiere además «la gracia del Espíritu
Santo propia de este sacramento», que es «la de ser configurado con Cristo
Sacerdote, Maestro y Pastor, de quien el ordenado es constituido ministro» (Catecismo,
1585). Esta ministerialidad es tanto don como tarea, pues el orden se
recibe en vista del servicio a Cristo y a los fieles, que en la Iglesia
conforman su Cuerpo místico. Más específicamente, para el obispo el don
recibido es «el Espíritu de gobierno que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y él, a su vez,
comunicó a los santos apóstoles»[6]. Para el presbítero se pide a Dios el don
del Espíritu «para que sea digno de presentarse sin reproche ante tu altar, de
anunciar el evangelio de tu reino, de realizar el ministerio de tu palabra de
verdad, de ofrecerte dones y sacrificios espirituales, de renovar tu pueblo
mediante el baño de la regeneración; de manera que vaya al encuentro de nuestro
gran Dios y Salvador Jesucristo»[7]. En el caso de los diáconos, «con la
gracia sacramental, en comunión con el obispo y su presbiterio, sirven al
Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad»[8].
2.3. Los grados del orden sagrado
El diaconado, el presbiterado y el episcopado conservan entre sí una relación
intrínseca, como grados de la única realidad sacramental del orden sagrado,
recibidos sucesivamente en modo inclusivo. A su vez, ellos se distinguen según
la realidad sacramental conferida y sus correspondientes funciones en la
Iglesia.
El episcopado es «la plenitud del sacramento del orden», llamado «en la
liturgia de la Iglesia y en el testimonio de los santos padres "supremo
sacerdocio" o "cumbre del ministerio sagrado"»[9]. A los obispos se les confía «el
ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como
pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros
dotados de autoridad»[10]. Son sucesores de los apóstoles, y
miembros del colegio episcopal, al que se incorporan inmediatamente en virtud
de la ordenación, conservando la comunión jerárquica con el Papa, cabeza del
colegio, y con los demás miembros. Principalmente a ellos corresponden las
funciones de capitalidad, tanto en la Iglesia universal como presidiendo las
Iglesias locales, a las que rigen «como vicarios y legados de Cristo», y lo
hacen «con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también
con su autoridad y con su potestad sagrada»[11]. De entre los oficios episcopales «se
destaca la predicación del Evangelio. Porque los obispos son los pregoneros de
la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es
decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido
encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida», y «cuando
enseñan en comunión por el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos
como los testigos de la verdad divina y católica»[12]. Finalmente, como administradores de la
gracia del supremo sacerdocio, ellos moderan con su autoridad la distribución
sana y fructuosa de los sacramentos: «ellos regulan la administración del
bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio
de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación,
dispensadores de las sagradas órdenes, y los moderadores de la disciplina
penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que participe
con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la
misa»[13].
El presbiterado ha sido instituido por Dios para que sus ministros «tuvieran el
poder sagrado del orden para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados y
desempeñaran públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor
de los hombres»[14]. A los presbíteros se les ha confiado la
función ministerial «en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en
el orden del presbiterado, fueran cooperadores del orden episcopal para el
recto cumplimiento de la misión apostólica»[15]. Ellos participan «de la autoridad con
la que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo», y por el orden
sacramental recibido «quedan marcados con un carácter especial que los
configura con Cristo Sacerdote, de tal forma que pueden obrar in persona
Christi Capitis»[16]. Ellos «forman, junto con su obispo, un
presbiterio dedicado a diversas ocupaciones»[17] y desempeñan su misión en contacto
inmediato con los hombres. Más concretamente, los presbíteros «tienen como
obligación principal anunciar a todos el Evangelio de Cristo, para constituir e
incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: "Id por
todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura"»[18]. Su función está centrada «en el culto
eucarístico o comunión, en el cual, in persona Christi agentes, y
proclamando su Misterio, juntan con el sacrificio de su Cabeza, Cristo, las
oraciones de los fieles (cfr. 1 Co 11,26), representando y aplicando en
el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor, el único Sacrificio del
Nuevo Testamento, a saber, el de Cristo que se ofrece a sí mismo al Padre, como
hostia inmaculada (cfr. Hb 9,14-28)»[19]. Ello va unido al «ministerio de la
reconciliación y del alivio», que ejercen «para con los fieles arrepentidos o
enfermos». Como verdaderos pastores, «ellos, ejercitando, en la medida de su
autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza, reúnen la familia de Dios como
una fraternidad, animada y dirigida hacia la unidad y por Cristo en el
Espíritu, la conducen hasta Dios Padre»[20].
Los diáconos constituyen el grado inferior de la jerarquía. A ellos se les
imponen las manos «no en orden al sacerdocio, sino al ministerio», que ejercen
como una repraesentatio ChristiServi. Compete al diaconado «la
administración solemne del bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía,
el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el
viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y
exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los
sacramentales, presidir los ritos de funerales y sepelios»[21].
3. Ministro y sujeto
La administración del orden en sus tres grados está reservada exclusivamente al
obispo: en el Nuevo Testamento sólo los apóstoles lo confieren, y, «dado que el
sacramento del orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a
los obispos, en cuanto sucesores de los apóstoles, transmitir "el don
espiritual" (LG 21), "la semilla apostólica" (LG 20)» (Catecismo,
1576), conservada a lo largo de los siglos en el ministerio ordenado.
Para la licitud de la ordenación episcopal se requiere, en la Iglesia latina,
un explícito mandato pontificio (cfr. CIC, 1013); en las Iglesias orientales
está reservada al Romano Pontífice, al Patriarca o al Metropolita, siendo
siempre ilícita si no existe mandato legítimo (cfr. CCEO, 745). En el caso de
ordenaciones presbiterales y diaconales, se precisa que el ordenante sea el
obispo propio del candidato, o haber recibido las cartas dimisorias de la
autoridad competente (cfr. CIC, 1015-1016); si la ordenación tiene lugar fuera
de la propia circunscripción, es necesaria la venia del obispo diocesano (cfr.
CIC 1017).
Para la validez de la ordenación, en sus tres grados, es necesario que el
candidato sea varón y esté bautizado. Jesucristo, en efecto, eligió
como apóstoles solamente hombres, a pesar de que entre quienes le seguían se
encontraban también mujeres, que en varias ocasiones demostraron una mayor
fidelidad. Esta conducta del Señor es normativa para toda la vida de la Iglesia
y no puede considerarse circunstancial, pues ya los apóstoles se sintieron
vinculados a esta praxis e impusieron las manos solo a varones, también cuando
la Iglesia estaba difundida en regiones donde la presencia de mujeres en el
ministerio no hubiese suscitado perplejidad. Los padres de la Iglesia siguieron
fielmente esta norma concientes de tratarse de una tradición vinculante, que
fue adecuadamente recogida en decretos sinodales. La Iglesia, en consecuencia,
«no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal»[22].
Una ordenación legítima y plenamente fructuosa requiere además, por parte del
candidato, la vocación como realidad sobrenatural, a la vez confirmada por la
invitación de la autoridad competente (la «llamada de la jerarquía»). Por otra
parte, en la Iglesia latina rige la ley del celibato eclesiástico para los tres
grados; ella «no es exigida, ciertamente, por la naturaleza misma del
sacerdocio»[23], pero «tiene mucha conformidad con el
sacerdocio», pues con ella los clérigos participan en la modalidad célibe
asumida por Cristo para realizar su misión, «se unen a El más fácilmente con un
corazón indiviso, se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios
y de los hombres». Con la entrega plena de sus vidas a la misión confiada, los
ordenandos «evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios (...), por el
que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Se constituyen, además en
señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en
que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres»[24].
No están obligados al celibato los diáconos permanentes ni los diáconos y
presbíteros de las Iglesias orientales. Finalmente, para ser ordenados se
requieren determinadas disposiciones internas y externas, la edad y ciencia
debidas, el cumplimiento de los requisitos previos a la ordenación y la
ausencia de impedimentos e irregularidades (cfr. CIC, 1029-1042; CCEO,
758-762). En los candidatos a la ordenación episcopal rigen condiciones
particulares que aseguran su idoneidad (cfr. CIC, 378).