El misterio de la Cruz se encuadra en el marco general del proyecto de Dios y
de la venida de Jesús al mundo. El sentido de la creación está dado por su
finalidad sobrenatural, que consiste en la unión con Dios. Sin embargo, el
pecado alteró profundamente el orden de la creación; el hombre dejó de ver el
mundo como una obra llena de bondad, y lo convirtió en una realidad equívoca.
Puso su esperanza en las creaturas y se fijó como meta falsos fines terrenos.
La venida de Jesucristo al
mundo tiene como finalidad reimplantar en el mundo el proyecto de Dios y
conducirlo eficazmente a su destino de unión con Él. Para ello, Jesús,
verdadera Cabeza del género humano[1], asumió toda la realidad humana degradada
por el pecado, la hizo suya, y la ofreció filialmente al Padre. De este modo
Jesús restituyó a cada relación y situación humana su verdadero sentido, en
dependencia a Dios Padre.
Este sentido o fin de la venida de Jesús se realiza con su vida entera, con
cada uno de sus misterios, en los que Jesús glorifica plenamente al Padre. Cada
acontecimiento y cada etapa de la vida de Cristo tiene una específica finalidad
en orden a este objetivo salvador[2].
1.2. Aplicación al misterio de la Cruz:
La finalidad propia del misterio de la Cruz es cancelar el pecado del mundo
(cfr. Jn 1,29), algo completamente necesario para que se pueda realizar
la unión filial con Dios. Esta unión es, como hemos dicho, el objetivo último
del plan de Dios (cfr. Rm 8,28-30).
Jesús cancela el pecado del mundo cargándolo sobre sus hombros y anulándolo en
la justicia de su corazón santo[3]. En esto consiste esencialmente el
misterio de la Cruz:
a) Cargó con nuestros pecados. Lo indica, en primer lugar, la historia
de su pasión y muerte relatada en los Evangelios. Estos hechos, siendo la
historia del Hijo de Dios encarnado y no de un hombre cualquiera, más o menos
santo, tienen un valor y una eficacia universales, que alcanzan a toda la raza
humana. En ellos vemos que Jesús fue entregado por el Padre en manos de los
pecadores (cfr. Mt 26,45) y que Él mismo permitió voluntariamente que su
maldad (de ellos) determinase en todo su suerte (de Él). Como dice Isaías al
presentar su impresionante figura de Jesús[4]: «se humilló y no abrió la boca. Como un
cordero al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan
está muda, tampoco él abrió la boca» (Is, 53,7).
Cordero sin mancha, aceptó libremente los sufrimientos físicos y morales
impuestos por la injusticia de los pecadores, y en ella, asumió todos los
pecados de los hombres, toda ofensa a Dios. Cada agravio humano es, de algún
modo, causa de la muerte de Cristo. Decimos, en este sentido, que Jesús “cargó”
con nuestros pecados en el Gólgota (cfr. 1 P 2,24).
b) Eliminó el pecado en su entrega. Pero Cristo no se limitó a
sobrellevar nuestros pecados sino que también los “destruyó”, los eliminó. Pues
llevó los sufrimientos en la justicia filial, en la unión obediente y
amorosa hacia su Padre Dios y en la justicia inocente, de quien ama al
pecador, aunque éste no lo merezca: de quien busca perdonar las ofensas por
amor (cfr. Lc 22,42; 23,34). Ofreció al Padre sus sufrimientos y su
muerte en nuestro favor, para nuestro perdón: «en sus llagas hemos sido
curados» (Is 53,5).
Fruto de la Cruz es, por tanto, la eliminación del pecado. De ese fruto se
apropia el hombre a través de los sacramentos (sobre todo la Confesión
sacramental) y se apropiará definitivamente después de esta vida, si fue fiel a
Dios. De la Cruz procede la posibilidad para todos los hombres de vivir
alejados del pecado y de integrar los sufrimientos y la muerte en el propio
camino hacia la santidad.
Dios quiso salvar el mundo por el camino de la Cruz, pero no porque ame el
dolor o el sufrimiento, pues Dios sólo ama el bien y hacer el bien. No quiso la
Cruz con una voluntad incondicionada, como quiere, por ejemplo, que existan las
criaturas, sino que la ha querido praeviso peccato, sobre el presupuesto
del pecado. Hay Cruz porque existe el pecado. Pero también porque existe el
Amor. La Cruz es fruto del amor de Dios ante el pecado de los hombres.
Dios quiso enviar a su Hijo al mundo para que realizara la salvación de los
hombres con el sacrificio de su propia vida, y esto, dice en primer lugar mucho
de Dios mismo. Concretamente la Cruz revela la misericordia y justicia de Dios:
a) La misericordia. La Sagrada Escritura refiere con frecuencia que el
Padre entregó a su Hijo en manos de los pecadores (cfr. Mt 26,54), que
no se ahorró a su propio Hijo. Por la unidad de las Personas divinas en la
Trinidad, en Jesucristo,
Verbo encarnado, está siempre presente el Padre que lo envía. Por este motivo,
tras la decisión libre de Jesús de entregar su vida por nosotros, está la
entrega que el Padre nos hace de su Hijo amado, consignándolo a los pecadores;
esta entrega manifiesta más que ningún otro gesto de la historia de la
salvación el amor del Padre hacia los hombres y su misericordia.
b) La Cruz nos revela también la justicia de Dios. Ésta no consiste
tanto en hacer pagar al hombre por el pecado, sino más bien en devolver al
hombre al camino de la verdad y del bien, restaurando los bienes que el pecado
destruyó. La fidelidad, la obediencia y el amor de Cristo a su Padre Dios; la
generosidad, la caridad y el perdón de Jesús a sus hermanos los hombres; su
veracidad, su justicia e inocencia, mantenidas y afirmadas en la hora de su
pasión y de su muerte, cumplen esta función: vacían el pecado de su fuerza
condenatoria y abren nuestros corazones a la santidad y a la justicia, pues se
entrega por nosotros. Dios nos libra de nuestros pecados por la vía de la
justicia, por la justicia de Cristo.
Como fruto del sacrificio de Cristo y por la presencia de su fuerza salvadora,
podemos siempre comportarnos como hijos de Dios, en cualquier situación por la
que atravesemos.
Jesús conoció desde el principio, y en modo adecuado al progreso de su misión y
de su conciencia humana, que el rumbo de su vida lo conducía a la Cruz. Y lo
aceptó plenamente: vino a cumplir la voluntad del Padre hasta los últimos
detalles (cfr. Jn 19,28-30), y ese cumplimiento le llevó a «dar su vida
en rescate por muchos» (Mc 10,45).
En la realización de la tarea que el Padre le había encomendado, encontró la
oposición de las autoridades religiosas de Israel, que consideraban a Jesús un
impostor. De modo que «algunos jefes de Israel acusaron a Jesús de actuar
contra la Ley, contra el Templo de Jerusalén y, particularmente, contra la fe
en el Dios único, porque se proclamaba Hijo de Dios. Por ello lo entregaron a
Pilato para que lo condenase a muerte» (Compendio, 113).
Los que condenaron a Jesús pecaron al rechazar la Verdad que es Cristo. En
realidad, todo pecado es un rechazo de Jesús y de la verdad que Él nos trajo de
parte de Dios. En este sentido todo pecado encuentra lugar en la Pasión de
Jesús. «La pasión y muerte de Jesús no pueden ser imputadas indistintamente al
conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a los restantes judíos venidos
después. Todo pecador, o sea todo hombre, es realmente causa e instrumento de
los sufrimientos del Redentor; y aún más gravemente son culpables aquellos que
más frecuentemente caen en pecado y se deleitan en los vicios, sobre todo si
son cristianos» (Compendio, 117).
Jesús murió por nuestros pecados (cfr. Rm 4,25) para librarnos de ellos
y rescatarnos de la esclavitud que el pecado introduce en la vida humana. La
Sagrada Escritura dice que la pasión y muerte de Cristo son: a) sacrificio de
alianza b) sacrificio de expiación, c) sacrificio de propiciación y de
reparación por los pecados, d) acto de redención y liberación de los hombres.
a) Jesús, ofreciendo su vida a Dios en la Cruz, instituyó la Nueva Alianza,
es decir, la nueva forma de unión de Dios con los hombres que había sido
profetizada por Isaías (cfr. Is 42,6), Jeremías (cfr. Jr 31,
31-33) y Ezequiel (cfr. Ez 37,26). El nuevo Pacto es la alianza sellada
en el cuerpo de Cristo entregado y en su sangre derramada por nosotros (cfr. Mt
26,27-28).
b) El sacrificio de Cristo en la Cruz tiene un valor de expiación, es
decir, de limpieza y purificación del pecado (cfr. Rm 3,25; Hb
1,3; 1 Jn 2,2; 4,10).
c) La Cruz es sacrificio de propiciación y de reparación por el pecado (cfr.
Rm 3,25; Hb 1,3; 1 Jn 2,2; 4,10). Cristo manifestó al
Padre el amor y la obediencia que los hombres le habíamos negado con nuestros
pecados. Su entrega hizo justicia y satisfizo al amor paterno de Dios
que habíamos rechazado desde el origen de la historia.
d) La Cruz de Cristo es acto de redención y de liberación del hombre.
Jesús pagó nuestra libertad con el precio de su sangre, es decir, de sus
sufrimientos y su muerte (cfr. 1 P 1,18). Mereció con su entrega nuestra
salvación para incorporarnos al reino de los cielos: «Él nos libró del poder de
las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la
redención: el perdón de los pecados» (Col 1,13-14).
Principal efecto de la Cruz es eliminar el pecado y todo lo que se opone a la
unión del hombre con Dios.
La Cruz, además de cancelar los pecados, nos libra también del diablo,
que dirige ocultamente la trama del pecado, y de la muerte eterna. El
diablo nada puede contra quien está unido a Cristo (cfr. Rm 8,31-39) y
la muerte deja de ser separación eterna de Dios, y queda sólo como puerta de
acceso al destino último (cfr. 1 Co 15,55-56).
Removidos todos estos obstáculos, la Cruz abre para la humanidad la vía de la
salvación, la posibilidad universal de la gracia.
Junto con su Resurrección y su gloriosa Exaltación, la Cruz es causa de la
justificación del hombre, es decir, no sólo de la eliminación del pecado y de
los demás obstáculos, sino también de la infusión de la vida nueva (la gracia
de Cristo que santifica el alma). Cada sacramento es un modo diverso de
participar en la Pascua de Cristo y de apropiarse de la salvación que de ella
proviene. Concretamente el Bautismo, nos libra de la muerte introducida por el
pecado original y nos permite vivir la vida nueva del Resucitado.
Jesús es la causa única y universal de la salvación humana: el único mediador
entre Dios y los hombres. Toda gracia de salvación dada a los hombres proviene
de su vida y, en particular, de su misterio pascual.
Como acabamos de decir, la Redención obrada por Cristo en la Cruz es universal,
se extiende a todo el género humano. Pero es preciso que llegue a aplicarse a
cada uno el fruto y los méritos de la Pasión y Muerte de Cristo, principalmente
por medio de la fe y los Sacramentos.
Nuestro Señor Jesucristo es
el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1 Tm 2,5). Pero Dios
Padre ha querido que fuéramos no sólo redimidos sino también corredentores
(cfr. Catecismo, 618). Nos llama a tomar su Cruz y a seguirle (cfr. Mt
16,24), porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus
huellas» (1 P 2,21).
San Pablo escribe:
a) «yo estoy con Cristo en la Cruz, y no soy yo el que vive sino que Cristo
vive en mí» (Ga 2,20): para alcanzar la identificación con Cristo hay
que abrazar la Cruz;
b) «completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo, por su Cuerpo que
es la Iglesia» (Col 1,24): podemos ser corredentores con Cristo.
Dios no ha querido librarnos de todas las penalidades de esta vida, para que
aceptándolas nos identifiquemos con Cristo, merezcamos la vida eterna y
cooperemos en la tarea de llevar a los demás los frutos de la Redención. La
enfermedad y el dolor, ofrecidos a Dios en unión con Cristo, alcanzan un gran
valor redentor, como también la mortificación corporal practicada con el mismo
espíritu con que Cristo padeció libre y voluntariamente en su Pasión: por
amor, para redimirnos expiando por nuestros pecados. En la Cruz, Jesucristo nos da ejemplo de
todas las virtudes:
a) de caridad: «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus
amigos» (cfr. Jn 15,13);
b) de obediencia: se hizo «obediente al Padre hasta la muerte y muerte de Cruz»
(Flp 2,8);
c) de humildad, de mansedumbre y de paciencia: soportó los sufrimientos sin
evitarlos ni suavizarlos, como un manso cordero (cfr. Jr 11,19);
d) de desprendimiento de las cosas terrenas: el Rey de Reyes y Señor de los que
dominan aparece en la Cruz desnudo, burlado, escupido, azotado, coronado de
espinas, por Amor.
El Señor ha querido asociar a su Madre, más íntimamente que a nadie, con el
misterio de su sufrimiento redentor (cfr. Lc 2,35; Catecismo,
618). La Virgen nos enseña a estar junto a la Cruz de su Hijo[5].
Antonio Ducay
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 599-618.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 112-124.
Juan Pablo II, El valor redentor de la Pasión de Cristo, Catequesis:
7-IX-1988, 8-IX-1988, 5-X-1988, 19-X-1988, 26-X-1988.
Juan Pablo II, La muerte de Cristo: su carácter redentor, Catequesis:
14-XII-88, 11-I-89.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía La muerte de Cristo vida del cristiano, en Es
Cristo que pasa, 95-101.
Diccionario de Teología, dirigida por C. Izquierdo et al., voces: Jesucristo
(IV) y Cruz, Eunsa, Pamplona 2006.
------------------------------- [1] Es
nuestra Cabeza porque es el Hijo de Dios y porque se hizo solidario con
nosotros en todo excepto en el pecado (cf. Hb 4,15).
[2] La
infancia de Jesús, su vida de trabajo, su bautismo en el Jordán, su
predicación, ... todo contribuye a la Redención de los hombres. Refiriéndose a
la vida de Cristo en la aldea de Nazaret, decía San Josemaría: «Esos años
ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple
preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde
1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de
toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de
trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas
encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo», Es Cristo
que pasa, 19.
[3]
Cfr. Col 1,19-22; 2, 13-15; Rm 8, 1-4; Ef 2, 14-18; Hb
9, 26.
[4]
Los cuatro poemas dedicados al misterioso “Siervo de Jahvé” constituyen una
espléndida profecía en el Antiguo Testamento de la Pasión de Cristo (Is
42,1-9; 49,1-9; 50,4-9; 52,13-53,12).