TEMA 11.
Resurrección, Ascensión y Segunda venida de Jesucristo
La Resurrección de Cristo es verdad fundamental de nuestra fe como dice San
Pablo (cfr. 1 Co 15, 13-14). Con este hecho, Dios inauguró la vida del mundo futuro
y la puso a disposición de los hombres.
1. Cristo fue sepultado y descendió a los infiernos.
Tras padecer y morir, el cuerpo de Cristo fue sepultado en un sepulcro nuevo,
no lejos del lugar donde le habían crucificado. Su alma, en cambio, descendió a
los infiernos. La sepultura de Cristo manifiesta que verdaderamente murió. Dios
dispuso que Cristo sufriera el estado de muerte, es decir, de separación entre
el alma y el cuerpo (cfr. Catecismo, 624). Durante el tiempo que Cristo
permaneció en el sepulcro tanto su alma como su cuerpo, separados entre sí por
causa de la muerte, continuaron unidos a su Persona divina (cfr. Catecismo,
626).
Porque continuaba perteneciendo a la Persona divina, el cuerpo muerto de Cristo
no sufrió la corrupción del sepulcro (cfr. Catecismo, 627; Hch
13, 37). El alma de Cristo bajó a los infiernos. «Los ‘infiernos’ –distintos
del ‘infierno’ de la condenación– constituían el estado de todos aquellos,
justos e injustos, que habían muerto antes de Cristo» (Compendio, 125).
Los justos se encontraban en un estado de felicidad (se dice que reposaban en
el “seno de Abraham”) aunque no tenían aún la visión de Dios. Diciendo que
Jesús bajó a los infiernos, entendemos su presencia en el “seno de Abraham”
para abrir las puertas del cielo a los justos que le habían precedido. «Con el
alma unida a su Persona divina, Jesús tomó en los infiernos a los justos que
aguardaban a su Redentor para poder acceder finalmente a la visión de Dios» (Compendio,
125).
Cristo, con el descenso a los infiernos, mostró su dominio sobre el demonio y
la muerte, liberando a las almas santas que estaban retenidas para llevarlas a
la gloria eterna. De este modo, la Redención –que debía alcanzar a los hombres
de todas las épocas– se aplicó a los que habían precedido a Cristo (cfr. Catecismo,
634).
La glorificación de Cristo consiste en su Resurrección y su Exaltación a los
cielos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. El sentido general de
la glorificación de Cristo está en relación con su muerte en la Cruz. Como por
la pasión y muerte de Cristo, Dios eliminó el pecado y reconcilió consigo el
mundo, de modo semejante, por la resurrección de Cristo, Dios inauguró la vida
del mundo futuro y la puso a disposición de los hombres.
Los beneficios de la salvación no derivan sólo de la Cruz sino también de la
Resurrección de Cristo. Esos frutos se aplican a los hombres por la mediación
de la Iglesia y por los sacramentos. Concretamente, por el Bautismo recibimos
el perdón de los pecados (del pecado original y de los personales) y el hombre
se reviste por la gracia con la nueva vida del Resucitado.
“Al tercer día” (de su muerte), Jesús resucitó a una vida nueva. Su alma
y su cuerpo, plenamente transfigurados con la gloria de su Persona divina,
volvieron a unirse. El alma asumió de nuevo el cuerpo y la gloria del alma se
comunicó en totalidad al cuerpo. Por este motivo, «la Resurrección de Cristo no
es un retorno a la vida terrena. Su cuerpo resucitado es el mismo que fue
crucificado, y lleva las huellas de su Pasión, pero ahora participa ya de la
vida divina, con las propiedades de un cuerpo glorioso» (Compendio,
129).
La Resurrección del Señor es fundamento de nuestra fe, puesto que atesta en
modo incontestable que Dios ha intervenido en la historia humana para salvar a
los hombres. Y garantiza la verdad de lo que predica la Iglesia sobre Dios,
sobre la divinidad de Cristo y la salvación de los hombres. Por el contrario,
como dice S. Pablo, «si Cristo no resucitó, es vana nuestra fe» (1 Co
15, 17).
Los Apóstoles no pudieron engañarse o inventar la resurrección. En primer lugar
si el sepulcro de Cristo no hubiera estado vacío no habrían podido hablar de la
resurrección de Jesús; además si el Señor no se les hubiera aparecido en varias
ocasiones y a numerosos grupos de personas, hombres y mujeres, muchos
discípulos de Cristo no habrían podido aceptarla, como ocurrió inicialmente con
el apóstol Tomás. Mucho menos habrían podido ellos dar su vida por una mentira.
Come dice San Pablo: «Y si no resucitó Cristo (...) somos convictos de falsos
testigos de Dios porque hemos atestiguado contra Dios que resucitó a Cristo, a
quien no resucitó» (1 Co 15, 14.15). Y, cuando las autoridades judías
querían silenciar la predicación del evangelio, San Pedro respondió: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a
Jesús a quien vosotros disteis muerte colgándole de un madero. (...) Nosotros
somos testigos de estas cosas» (Hch 5, 29-30.32).
Además de ser un evento histórico, verificado y atestiguado mediante signos y
testimonios, la Resurrección de Cristo es un acontecimiento trascendente porque
«sobrepasa la historia como misterio de la fe, en cuanto implica la entrada de
la humanidad de Cristo en la gloria de Dios» (Compendio, 128). Por este
motivo Jesús Resucitado, aun poseyendo una verdadera identidad físico-corpórea,
no está sometido a las leyes físicas terrenas, y se sujeta a ellas sólo en
cuanto lo desea: «Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer a sus
discípulos donde quiere y bajo diversas apariencias» (Compendio,
129).
La Resurrección de Cristo es un misterio de salvación. Muestra la bondad y el
amor de Dios que recompensa la humillación de su Hijo, y que emplea su
omnipotencia para llenar de vida a los hombres. Jesús Resucitado posee en su
humanidad la plenitud de vida divina para comunicarla a los hombres. «El
Resucitado, vencedor del pecado y de la muerte, es el principio de nuestra
justificación y de nuestra resurrección: ya desde ahora nos procura la gracia
de la adopción filial, que es real participación de su vida de Hijo unigénito;
más tarde, al final de los tiempos, Él resucitará nuestro cuerpo» (Compendio,
131). Cristo es el primogénito entre los muertos y todos resucitaremos por Él y
en Él.
De la Resurrección de Nuestro Señor, debemos sacar para nosotros:
a) Fe viva: «Enciende tu fe. -No es Cristo una figura que pasó. No es un
recuerdo que se pierde en la historia ¡Vive!: “Jesus Christus heri et hodie:
ipse et in saecula!” -dice San Pablo- ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!»[1];
b) Esperanza: «Nunca te desesperes. Muerto y corrompido estaba Lázaro: “iam
foetet, quatriduanus est enim”: hiede, porque hace cuatro días que está
enterrado, dice Marta a Jesús. Si oyes la inspiración de Dios y la sigues -“Lazare,
veni foras!”: ¡Lázaro, sal afuera!-, volverás a la Vida»[2];
c) Deseo de que la gracia y la caridad nos transformen, llevándonos a vivir
vida sobrenatural, que es la vida de Cristo: buscando ser realmente santos
(cfr. Col 3, 1 y ss). Deseo de limpiar nuestros pecados en el sacramento
de la Penitencia, que nos hace resucitar a la vida sobrenatural -si la habíamos
perdido por el pecado mortal- y recomenzar de nuevo: nunc coepi (Sal
76, 11).
La Exaltación gloriosa de Cristo comprende su Ascensión a los cielos,
acaecida cuarenta días después de su Resurrección (cfr. Hch1, 9-10), y su
entronización gloriosa en ellos, para compartir, también como hombre, la gloria
y el poder del Padre y para ser Señor y Rey de la creación.
Cuando confesamos en este artículo del Credo que Cristo «está sentado a la
derecha del Padre», nos referimos con esta expresión a «la gloria y el honor de
la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos,
como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que
se encarnó y de que su carne fue glorificada»[3].
Con la Ascensión termina la misión de Cristo, su envío entre nosotros en carne
humana para obrar la salvación. Era necesario que, tras su Resurrección, Cristo
continuase su presencia entre nosotros, para manifestar su vida nueva y
completar la formación de los discípulos. Pero esta presencia terminará el día
de la Ascensión. Sin embargo, aunque Jesús vuelve al cielo con el Padre, se
queda entre nosotros de varios modos, y principalmente en modo sacramental, por
la Sagrada Eucaristía.
La Ascensión es signo de la nueva situación de Jesús. Sube al trono del Padre
para compartirlo, no sólo como Hijo eterno de Dios, sino también en cuanto
verdadero hombre, vencedor del pecado y de la muerte. La gloria que había
recibido físicamente con la Resurrección se completa ahora con su pública
entronización en los cielos como Soberano de la creación, junto al Padre. Jesús
recibe el homenaje y la alabanza de los habitantes del cielo.
Puesto que Cristo vino al mundo para redimirnos del pecado y conducirnos a la
perfecta comunión con Dios, la Ascensión de Jesús inaugura la entrada en el
cielo de la humanidad. Jesús es la Cabeza sobrenatural de los hombres, como
Adán lo fue en el orden de la naturaleza. Puesto que la Cabeza está en el
cielo, también nosotros, sus miembros, tenemos la posibilidad real de
alcanzarlo. Más aún, Él ha ido para prepararnos un lugar en la casa del Padre
(cfr. Jn 14, 3).
Sentado a la derecha del Padre, Jesús continúa su ministerio de Mediador
universal de la salvación. «El Señor reina con su humanidad en la gloria eterna
de Hijo de Dios, intercede incesantemente ante el Padre en favor nuestro, nos
envía su Espíritu y nos da la esperanza de llegar un día junto a Él, al lugar que
nos tiene preparado» (Compendio, 132).
En efecto, diez días después de su Ascensión al cielo, Jesús envió el Espíritu
Santo a los discípulos conforme a su promesa. Desde entonces Jesús manda
incesantemente a los hombres el Espíritu Santo, para comunicarles la potencia
vivificadora que Él posee, y reunirles por medio de su Iglesia para formar el
único pueblo de Dios.
Después de la Ascensión del Señor y de la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés, la Santísima Virgen María fue llevada en cuerpo y alma a los
cielos, pues convenía que la Madre de Dios, que había llevado a Dios en su
seno, no sufriera la corrupción del sepulcro, a imitación de su Hijo[4].
La Iglesia celebra la fiesta de la Asunción de la Virgen el día 15 de agosto.
«La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la
Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás
cristianos» (Catecismo, 966).
La Exaltación gloriosa de Cristo:
a) Nos alienta a vivir con la mirada puesta en la gloria del Cielo: quae
sursum sunt, quaerite (Col 3, 1); recordando que no tenemos aquí
ciudad permanente (Hb 13, 14), y con el deseo de santificar las
realidades humanas;
b) Nos impulsa a vivir de fe, pues nos sabemos acompañados por Jesucristo, que nos conoce y
ama desde el cielo, y que nos da sin cesar la gracia de su Espíritu. Con la
fuerza de Dios podemos realizar la labor apostólica que nos ha encomendado:
llevarle a todas las almas (cfr. Mt 28, 19) y ponerle en la cumbre de
todas las actividades humanas (cfr. Jn 12, 32), para que su Reino sea
una realidad (cfr. 1 Co 15, 25). Además Él nos acompaña siempre desde el
Sagrario.
Cristo Señor es Rey del universo, pero todavía no le están sometidas todas las
cosas de este mundo (cfr. Hb 2, 7; 1 Co 15, 28). Concede tiempo a
los hombres para probar su amor y su fidelidad. Sin embargo, al final de los
tiempos tendrá lugar su triunfo definitivo, cuando el Señor aparecerá con “gran
poder y majestad” (cfr. Lc 21, 27).
Cristo no ha revelado el tiempo de su segunda venida (cfr. Hch 1, 7),
pero nos anima a estar siempre vigilantes y nos advierte que antes de esta
segunda venida o parusía, habrá un último asalto del diablo con grandes
calamidades y otras señales (cfr. Mt 24, 20-30; Catecismo, 674-675).
El Señor vendrá entonces como Supremo Juez Misericordioso para juzgar a vivos y
muertos: es el juicio universal, en el que los secretos de los corazones
serán desvelados, así como la conducta de cada uno con Dios y con respecto al
prójimo. Este juicio sancionará la sentencia que cada uno recibió después de su
muerte. Todo hombre será colmado de vida o condenado para la eternidad, según
sus obras. Así se consumará el Reino de Dios, pues «Dios será todo en todos» (1
Co 15, 28).
En el juicio final los santos recibirán, públicamente, el premio merecido por
el bien que hicieron. De este modo se restablecerá la justicia ya que en esta
vida, muchas veces los que obran mal son alabados y los que obran bien son
despreciados u olvidados.
El Juicio final nos empuja a la conversión: «Dios da a los hombres todavía “el
tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2). Inspira el santo
temor de Dios. Compromete con la justicia del Reino de Dios. Anuncia la
“bienaventurada esperanza” (Tt 2,13) de la vuelta del Señor que “vendrá
para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2
Ts 1, 10)» (Catecismo, 1041).
Antonio Ducay
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 638-679; 1038-1041.
Lecturas recomendadas
Juan Pablo II, La Resurrección de Jesucristo, Catequesis: 25-I-1989,
1-II-1989, 22-II-1989, 1-III-1989, 8-III-1989, 15-III-1989.
Juan Pablo II, La Ascensión de Jesucristo, Catequesis: 5-IV-1989,
12-IV-1989, 19-IV-89.
San Josemaría, Homilía La Ascensión del Señor a los Cielos, en Es
Cristo que pasa, 117-126.
------------------- [1]
San Josemaría, Camino, 584.