TEMA 16. Creo en
la resurrección de la carne y en la vida eterna
Esta verdad afirma la plenitud de inmortalidad a la que está destinado el
hombre; constituye por tanto un recuerdo de la dignidad de la persona,
especialmente de su cuerpo.
Al final del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia proclama: «Creo en la
resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fórmula se contiene en
forma breve los elementos fundamentales de la esperanza escatológica de la
Iglesia.
1. La resurrección de la carne
En muchas ocasiones la Iglesia ha proclamado su fe en la resurrección de todos
los muertos al final de los tiempos. Se trata de algún modo de la “extensión”
de la Resurrección de Jesucristo,
«el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29) a todos los hombres,
vivos y muertos, justos y pecadores, que tendrá lugar cuando Él venga al final
de los tiempos. Con la muerte el alma se separa del cuerpo; con la
resurrección, cuerpo y alma se unen de nuevo entre sí, para siempre (cfr. Catecismo,
997). El dogma de la resurrección de los muertos, al mismo tiempo que habla de
la plenitud de inmortalidad a la que está destinado el hombre, es un vivo
recuerdo de su dignidad, especialmente en su vertiente corporal. Habla de la
bondad del mundo, del cuerpo, del valor de la historia vivida día a día, de la
vocación eterna de la materia. Por ello, contra los gnósticos del II siglo, se
ha hablado de la resurrección de lacarne, es decir de la vida
del hombre en su aspecto más material, temporal, mudable y aparentemente
caduco.
Santo Tomás de Aquino considera que la doctrina sobre la resurrección es
natural respecto a la causa final (porque el alma está hecha para estar unida
al cuerpo, y viceversa), pero es sobrenatural respecto a la causa eficiente
(que es Dios)[1].
El cuerpo resucitado será real y material; pero no terreno, ni mortal. San
Pablo se opone a la idea de una resurrección como transformación que se lleva a
cabo dentro de la historia humana, y habla del cuerpo resucitado como
“glorioso” (cfr. Flp 3,21) y “espiritual” (cfr. 1 Co 15,44). La
resurrección del hombre, como la de Cristo, tendrá lugar, para todos, después
de la muerte.
La Iglesia no promete a los hombres en nombre de la fe cristiana una vida de
éxito seguro en esta tierra. No habrá una utopía, pues nuestra vida
terrena estará siempre marcada por la Cruz. Al mismo tiempo, por la recepción
del Bautismo y de la Eucaristía, el proceso de la resurrección ha comenzado ya
de algún modo (cfr. Catecismo, 1000). Según Santo Tomás, en la
resurrección, el alma informará el cuerpo tan profundamente, que en éste
quedarán reflejadas sus cualidades morales y espirituales[2]. En este sentido la resurrección final,
que tendrá lugar con la venida de Jesucristo en la gloria, hará
posible el juicio definitivo de vivos y muertos.
Respecto a la doctrina de la resurrección se pueden añadir cuatro reflexiones:
– la doctrina de la resurrección final excluye las teorías de la reencarnación,
según las cuales el alma humana, después de la muerte, emigra hacia otro
cuerpo, repetidas veces si hace falta, hasta quedar definitivamente purificada.
Al respecto, el Concilio Vaticano II ha hablado de «único curso de nuestra
vida»[3], pues «está establecido que los hombres
mueran una sola vez» (Hb 9,27);
– una manifestación clara de la fe de la Iglesia en la resurrección del propio
cuerpo es la veneración de las reliquias de los Santos;
–aunque la cremación del cadáver humano no es ilícita, a no ser que haya sido
elegida por razones contrarias a la fe (CIC, 1176), la Iglesia aconseja
vivamente conservar la piadosa costumbre de sepultar los cadáveres. En efecto,
«los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respecto y caridad en la fe
y la esperanza de la resurrección. Enterrar a los muertos es una obra de
misericordia corporal, que honra a los hijos de Dios, templos del Espíritu
Santo» (Catecismo, 2300);
– la resurrección de los muertos coincide con lo que la Sagrada Escritura llama
la venida de «los nuevos cielos y la tierra nueva» (Catecismo, 1042; 2 P
3,13; Ap 21,1). No sólo el hombre llegará a la gloria, sino que el
entero cosmos, en el que el hombre vive y actúa, será transformado. «La Iglesia
a la que todos hemos sido llamados en Cristo Jesús y en la cual, por la gracia
de Dios, conseguimos la santidad», leemos en la Lumen Gentium (n. 48),
«no será llevada a su plena perfección sino “cuando llegue el tiempo de la
restauración de todas las cosas” (Hch 3,21) y cuando, con el género
humano, también el universo entero, que está íntimamente unido con el hombre y
por él alcanza su fin, será perfectamente renovado». Habrá continuidad
ciertamente entre este mundo y el mundo nuevo, pero también una importante
discontinuidad. La espera de la definitiva instauración del Reino de Cristo no
debe debilitar sino avivar, con la virtud teologal de la esperanza, el empeño
de procurar el progreso terreno (cfr. Catecismo, 1049).
2. El sentido cristiano de la muerte
El enigma de la muerte del hombre se comprende solamente a la luz de la
resurrección de Cristo. En efecto, la muerte, la pérdida de la vida humana, se
presenta como el mal más grande en el orden natural, precisamente porque e algo
definitivo, que quedará superada de modo completo sólo cuando Dios en Cristo
resucite a los hombres.
Por un lado la muerte es natural en el sentido que el alma puede
separarse del cuerpo. Desde este punto de vista la muerte marca el término de
la peregrinación terrena. Después de la muerte el hombre no puede merecer o
desmerecer más. «La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte»[4]. Ya no tendrá
la posibilidad arrepentirse. Justo después de la muerte irá al cielo, al
infierno o al purgatorio. Para que esto tenga lugar, existe lo que la Iglesia
ha llamado el juicio particular (cfr. Catecismo, 1021-1022). El
hecho de que la muerte constituya el límite del periodo de prueba sirve al
hombre para enderezar bien su vida, para aprovechar el tiempo y los demás
talentos, para obrar rectamente, para gastarse en el servicio de los demás.
Por otro lado, la Escritura enseña que la muerte ha entrado en el mundo a causa
del pecado original (cfr. Gn 3,17-19; Sb 1,13-14; 2,23-24;
Rm 5,12; 6,23; St 1,15; Catecismo, 1007). En este sentido
debe ser considerada como castigo por el pecado: el hombre que quería vivir al
margen de Dios, debe aceptar el sinsabor de la ruptura con la sociedad y
consigo mismo como fruto de su alejamiento. Sin embargo, Cristo «asumió la
muerte en un acto de sometimiento total y libre a la Voluntad de Dios» (Catecismo,
1009). Con su obediencia venció la muerte y ganó la resurrección para la
humanidad. Para quien vive en Cristo por el Bautismo, la muerte sigue siendo
dolorosa y repugnante, pero ya no es un recuerdo vivo del pecado sino una
oportunidad preciosa de poder corredimir con Cristo, mediante la mortificación
y la entrega a los demás. «Si morimos con Cristo, también viviremos con Él» (2 Tm
1,11). Por esta razón, «gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido
positivo» (Catecismo, 1010).
3. La vida eterna en comunión íntima con Dios
Al crear y redimir al hombre, Dios le ha destinado a la eterna comunión con Él,
a lo que san Juan llama la “vida eterna”, o lo que se suele llamar “el cielo”.
Así Jesús comunica la promesa del Padre a los suyos: «bien, siervo bueno y
fiel, porque has sido fiel en lo poco entra en el gozo de tu Señor» (Mt
25,21). La vida eterna no es como «un continuo sucederse de días del
calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad
nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad. Sería el momento del sumergirse
en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo –el antes y el después– ya
no existe. Podemos únicamente tratar de pensar que este momento es la vida en
sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez
que estamos desbordados simplemente por la alegría»[5].
La vida eterna es lo que da sentido a la vida humana, al empeño ético, a la
entrega generosa, al servicio abnegado, al esfuerzo por comunicar la doctrina y
el amor de Cristo a todas las almas. La esperanza cristiana en el cielo no es
individualista, sino referida a todos[6]. Con base en esta promesa el
cristiano puede estar firmemente convencido de que “vale la pena” vivir la vida
cristiana en plenitud. «El cielo es el fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»
(Catecismo, 1024); así lo ha expresado san Agustín en las Confesiones:
«Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en ti»[7]. La vida eterna, en efecto, es el objeto
principal de la esperanza cristiana.
«Los que mueren en la gracia y la amistad con Dios, y están perfectamente
purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios,
porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3,2), es decir “cara a cara” (1 Co
13,12)» (Catecismo, 1023). La teología ha denominado este estado “visión
beatífica”. Dios «a causa de su trascendencia, no puede ser visto tal cual es
más que cuando Él mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del
hombre y le da la capacidad para ello» (Catecismo, 1028). El cielo es la
máxima expresión de la gracia divina.
Por otra parte, el cielo no consiste en una pura, abstracta, e inmóvil
contemplación de la Trinidad. En Dios el hombre podrá contemplar todas las
cosas que de algún modo hacen referencia a su vida, gozando de ellas, y en
especial podrá amar a los que ha amado en el mundo con un amor puro y perpetuo.
«No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor
de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la
tierra»[8]. El gozo del cielo llega a su culminación
plena con la resurrección de los muertos. Según san Agustín la vida eterna
consiste en un descanso eterno, y en una deliciosa y suprema actividad[9].
Que el Cielo dure eternamente no quiere decir que en él el hombre deje de ser
libre. En el cielo el hombre no peca, no puede pecar, porque, viendo a Dios a
cara a cara, viéndolo además como fuente viva de toda la bondad creada, en
realidad no quiere pecar. Libre y filialmente, el hombre salvado se
quedará en comunión con Dios para siempre. Con ello, su libertad ha alcanzado
su plena realización.
La vida eterna es el fruto definitivo de la donación divina al hombre. Por esto
tiene algo de infinito. Sin embargo la gracia divina no elimina la naturaleza
humana, ni en su ser ni en sus facultades, ni su personalidad ni lo que ha
merecido durante la vida. Por esto hay distinción y diversidad entre los que
gozan de la visión de Dios, no en cuanto al objeto, que es Dios mismo,
contemplado sin intermediarios, sino en cuanto a la cualidad del sujeto: «quien
tiene más caridad participa más de la luz de la gloria, y más perfectamente
verá a Dios y será feliz»[10].
4. El infierno como rechazo definitivo de Dios
La Sagrada Escritura repetidas veces enseña que los hombres que no se
arrepientan de sus pecados graves perderán el premio eterno de la comunión con
Dios, sufriendo por el contrario la desgracia perpetua. «Morir en pecado mortal
sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa
permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los
bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”» (Catecismo,
1033). No es que Dios predestine a nadie a la condenación perpetua; es el
hombre quien, buscando su fin último al margen de Dios y de su voluntad,
construye para sí un mundo aislado en el que no puede penetrar la luz y el amor
de Dios. El infierno es un misterio, el misterio del Amor rechazado, es señal
del poder destructor de la libertad humana cuando se aleja de Dios[11].
Es tradicional distinguir respecto al infierno entre la “pena de daño”, la más
fundamental y dolorosa, que consiste en la separación perpetua de Dios, anhelado
siempre por el corazón humano; y la “pena de los sentidos”, a la que se alude
frecuentemente en los evangelios con el imagen del fuego eterno.
La doctrina sobre el infierno en el Nuevo Testamento se presenta como un
llamamiento a la responsabilidad en el uso de los dones y talentos recibidos, y
a la conversión. Su existencia le hace vislumbrar al hombre la gravedad del
pecado mortal, y la necesidad de evitarlo por todos los medios, principalmente,
como es lógico, mediante la oración confiada y humilde. La posibilidad de la
condenación recuerda a los cristianos la necesidad de vivir una vida
enteramente apostólica.
Sin lugar a dudas, la existencia del infierno es un misterio: el misterio de la
justicia de Dios para con aquellos que se cierran a su perdón misericordioso.
Algunos autores han pensado en la posibilidad de la aniquilación del pecador
impenitente cuando muere. Esta teoría resulta difícil de conciliar con el hecho
de que Dios ha dado por amor la existencia –espiritual e inmortal- a cada hombre[12].
5. La purificación necesaria para el encuentro con Dios
«Los que se mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente
purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su
muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en
la alegría del cielo» (Catecismo, 1031). Se puede pensar que muchos
hombres, aunque no hayan vivido una vida santa en la tierra, tampoco se han
encerrado definitivamente en el pecado. La posibilidad de ser limpiados de las
impurezas e imperfecciones de una vida, más o menos malograda, después de la
muerte se presenta entonces como una nueva bondad de Dios, como una oportunidad
para prepararse a entrar en comunión íntima con la santidad de Dios. «El
purgatorio es una misericordia de Dios, para limpiar los defectos de los que
desean identificarse con El»[13].
El Antiguo Testamento habla de la purificación ultraterrena (cfr. 2 M
12,40-45). San Pablo en la primera carta a los Corintios (1 Co 3,10-15)
presenta la purificación cristiana, en esta vida y en la futura, a través de la
imagen del fuego; fuego que de algún modo emana de Jesucristo, Salvador, Juez, y
Fundamento de la vida cristiana[14]. Aunque la doctrina del Purgatorio no ha
sido definida formalmente hasta la Edad Media[15], la antiquísima y unánime práctica de
ofrecer sufragios por los difuntos, especialmente mediante el santo Sacrificio
eucarístico, es indicio claro de la fe de la Iglesia en la purificación
ultraterrena. En efecto, no tendría sentido rezar por los difuntos si
estuviesen o bien salvados en el cielo o bien condenados en el infierno. Los
protestantes en su mayoría niegan la existencia del purgatorio, ya que les
parece una confianza excesiva en las obras humanas y en la capacidad de la
Iglesia de interceder por los que han dejado este mundo.
Más que un lugar, el purgatorio debe ser considerado como un estado
de temporánea y dolorosa lejanía de Dios, en el que se perdonan los pecados
veniales, se purifica la inclinación al mal que el pecado deja en el alma, y se
supera la “pena temporal” debida al pecado. El pecado no sólo ofende a Dios, y
daña al mismo pecador, sino que, por medio de la comunión de los santos, daña a
la Iglesia, al mundo, a la humanidad. La oración de la Iglesia por los difuntos
restablece de algún modo el orden y la justicia: principalmente por medio de la
Santa Misa, las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia (cfr. Catecismo,
1032).
Los teólogos enseñan que en el purgatorio se sufre mucho, según la situación de
cada uno. Sin embargo se trata de un dolor con significado, «un dolor
bienaventurado»[16]. Por ello, se invita a los cristianos a
buscar la purificación de los pecados en la vida presente mediante la
contrición, la mortificación, la reparación y la vida santa.
6. Los niños que mueren sin el Bautismo
La Iglesia confía a los niños muertos sin haber recibido el Bautismo a la
misericordia de Dios. Hay motivos para pensar que Dios de algún modo los acoge,
sea por el gran cariño que Jesús mostró a los niños (cfr. Mc 10,14), sea
porque ha enviado a su Hijo con el deseo que todos los hombres se salven (cfr.
1 Tm 2,4). Al mismo tiempo el hecho de fiarse de la misericordia divina
no es razón para diferir la administración del Sacramento del Bautismo a los
niños recién nacidos (CIC 867), que confiere una particular configuración con
Cristo: «significa y realiza la muerte al pecado y la entrada en la vida de la
Santísima Trinidad a través de la configuración con el Misterio pascual» (Catecismo,
1239).
Paul O’Callaghan
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 988-1050.
Lecturas recomendadas
Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo IV: Credo en la vida eterna,
Palabra, Madrid 2000 (audiencias desde el 25-V-1999 hasta el 4-VIII-1999).
Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007.
San Josemaría, Homilía La esperanza del cristiano, Amigos de Dios,
205-221.
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[1]
Cfr. Santo Tomás, Summa contra gentiles, IV, 81.
[2]
Cfr. Santo Tomás, Summa Theologiae, III. Suppl., qq. 78-86.
[3]
Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium, 48.
[10] Santo Tomás, Summa
Theologiae, I, q. 12, a. 6, c.
[11] «La opción de vida del hombre
se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su
opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener
distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí
mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las
que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y
que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible,
pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror
figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y
la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la
palabra infierno» (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 45).
[14] En efecto,
Benedicto XVI en la Spe salvi dice que «algunos teólogos recientes
piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y
Salvador» (Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 47).