TEMA 7. La
elevación sobrenatural y el pecado original
Al crear al hombre, Dios lo constituyó en un estado de santidad y justicia;
además le otorgó la posibilidad de participar en su vida divina, con el buen
uso de su libertad.
Al crear al hombre, Dios lo constituyó en un estado de santidad y justicia,
ofreciéndole la gracia de una auténtica participación en su vida divina (cfr. Catecismo,
374, 375). Así han interpretado la Tradición y el Magisterio a lo largo de los
siglos la descripción del paraíso contenida en el Génesis. Este estado se
denomina teológicamente elevación sobrenatural, pues indica un don
gratuito, inalcanzable con las solas fuerzas naturales, no exigido aunque
congruente con la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios. Para la
recta comprensión de este punto hay que tener en cuenta algunos aspectos:
a) No conviene separar la creación de la
elevación al orden sobrenatural. La creación no es “neutra” respecto a la
comunión con Dios, sino que está orientada a ella. La Iglesia siempre ha
enseñado que el fin del hombre es sobrenatural (cfr. DH 3005), pues hemos sido
«elegidos en Cristo antes de la creación del mundo para ser santos» (Ef
1,4). Es decir, nunca ha existido un estado de “naturaleza pura”, pues Dios
desde el principio ofrece al hombre su alianza de amor.
b) Aunque de hecho el fin del hombre es la
amistad con Dios, la Revelación nos enseña que al comienzo de la historia el
hombre se rebeló y rechazó la comunión con su Creador: es el pecado original,
llamado también caída, precisamente porque antes había sido elevado
a la cercanía divina. No obstante, al perder la amistad con Dios el hombre no
queda reducido a la nada, sino que continúa siendo hombre, criatura.
c) Esto nos enseña que, aunque no conviene
concebir el designio divino en compartimentos estancos (como si Dios primero
creara un hombre “completo” y luego “además” lo elevara), se ha de distinguir,
dentro del único proyecto divino, diversos órdenes[1]. Basada en el hecho de que con el pecado
el hombre perdió algunos dones pero conservó otros, la tradición cristiana ha
distinguido el orden sobrenatural (la llamada a la amistad divina, cuyos dones
se pierden con el pecado) del orden natural (lo que Dios ha concedido al hombre
al crearlo y que permanece también a pesar de su pecado). No son dos órdenes
yuxtapuestos o independientes, pues de hecho lo natural está desde el principio
insertado y orientado a lo sobrenatural; y lo sobrenatural perfecciona lo
natural sin anularlo. Al mismo tiempo, se distinguen, pues la historia de la
salvación muestra que la gratuidad del don divino de la gracia y de la
redención es distinta de la gratuidad del don divino de la creación, siendo
aquélla una manifestación inmensamente mayor de la misericordia y el amor de
Dios[2].
d) Es difícil describir el estado de inocencia perdida de Adán y Eva[3], sobre el que
hay pocas afirmaciones en el Génesis (cfr. Gn 1,26-31; 2,7-8.15-25). Por
eso, la tradición suele caracterizar tal estado indirectamente, infiriendo, a
partir de las consecuencias del pecado narrado en Gn 3, cuáles eran los
dones de que gozaban nuestros primeros padres y que debían trasmitir a sus descendientes.
Así, se afirma que recibieron los dones naturales, que corresponden a su
condición normal de criaturas y forman su ser creatural. Recibieron asimismo
los dones sobrenaturales, es decir, la gracia santificante, la divinización que
esa gracia comporta, y la llamada última a la visión de Dios. Junto a éstos, la
tradición cristiana reconoce la existencia en el Paraíso de los “dones
preternaturales”, es decir, dones que no eran exigidos por la naturaleza pero
congruentes con ella, la perfeccionaban en línea natural y constituían, en
definitiva, una manifestación de la gracia. Tales dones eran la inmortalidad,
la exención del dolor (impasibilidad) y el dominio de la concupiscencia
(integridad) (cfr. Catecismo, 376)[4].
2. El pecado original
Con el relato de la transgresión humana del mandato divino de no comer del
fruto del árbol prohibido, por instigación de la serpiente (Gn 3,1-13),
la Sagrada Escritura enseña que en el comienzo de la historia nuestros primeros
padres se rebelaron contra Dios, desobedeciéndole y sucumbiendo a la tentación
de querer ser como dioses. Como consecuencia, recibieron el castigo divino,
perdiendo gran parte de los dones que les habían sido concedidos (vv. 16-19), y
fueron expulsados del paraíso (v. 23). Esto ha sido interpretado por la
tradición cristiana como la pérdida de los dones sobrenaturales y
preternaturales, así como un daño en la misma naturaleza humana, si bien no
quede esencialmente corrompida. Fruto de la desobediencia, de preferirse a sí
mismo en lugar de Dios, el hombre pierde la gracia (cfr. Catecismo,
398-399), y también la armonía con la creación y consigo mismo: el sufrimiento
y la muerte hacen su entrada en la historia (cfr. Catecismo, 399-400).
El primer pecado tuvo el carácter de una tentación aceptada, pues tras la
desobediencia humana está la voz de la serpiente, que representa a Satanás, el
ángel caído. La Revelación habla de un pecado anterior suyo y de otros ángeles,
los cuales –habiendo sido creados buenos– rechazaron irrevocablemente a Dios.
Tras el pecado humano, la creación y la historia quedan bajo el influjo
maléfico del «padre de la mentira y homicida desde el principio» (Jn
8,44). Aunque su poder no es infinito, sino muy inferior al divino, causa
realmente muy graves daños en cada persona y en la sociedad, de modo que el
hecho de la permisión divina de la actividad diabólica no deja de constituir un
misterio (cfr. Catecismo, 391-395).
El relato contiene también la promesa divina de un redentor (Gn 3,15).
La redención ilumina así el alcance y gravedad de la caída humana, mostrando la
maravilla del amor de un Dios que no abandona a su criatura sino que viene a su
encuentro con la obra salvadora de Jesús. «Es preciso conocer a Cristo como
fuente de gracia para conocer a Adán como fuente de pecado» (Catecismo,
388). «“El misterio de la iniquidad” (2 Ts 2,7) sólo se esclarece a la
luz del “Misterio de la piedad” (1 Tm 3,16)» (Catecismo, 385).
La Iglesia ha entendido siempre este episodio como un hecho histórico –aun
cuando se nos haya trasmitido con un lenguaje ciertamente simbólico (cfr. Catecismo,
390)– que ha sido denominado tradicionalmente (a partir de San Agustín) como
“pecado original”, por haber ocurrido en los orígenes. Pero el pecado no es
“originario” –aunque sí “originante” de los pecados personales realizados en la
historia–, sino que ha entrado en el mundo como fruto del mal uso de la
libertad por parte de las criaturas (primero los ángeles, después el hombre).
El mal moral no pertenece, pues, a la estructura humana, no proviene ni de la
naturaleza social del hombre ni de su materialidad, ni obviamente tampoco de
Dios o de un destino inamovible. El realismo cristiano pone al hombre delante
de su propia responsabilidad: puede hacer el mal como fruto de su libertad, y
el responsable de ello no es otro que uno mismo (cfr. Catecismo, 387).
A lo largo de la historia, la Iglesia ha formulado el dogma del pecado original
en contraste con el optimismo exagerado y el pesimismo existencial (cfr. Catecismo,
406). Frente a Pelagio, que afirmaba que el hombre puede realizar el bien sólo
con sus fuerzas naturales, y que la gracia es una mera ayuda externa,
minimizando así tanto el alcance del pecado de Adán como la redención de Cristo
–reducidos a un mero mal o buen ejemplo, respectivamente– el Concilio de
Cartago (418), siguiendo a San Agustín, enseñó la prioridad absoluta de la
gracia, pues el hombre tras el pecado ha quedado dañado (cfr. DH 223.227; cfr.
también el Concilio II de Orange, en el año 529: DH 371-372). Frente a Lutero,
que sostenía que tras el pecado el hombre está esencialmente corrompido en su
naturaleza, que su libertad queda anulada y que en todo lo que hace hay pecado,
el Concilio de Trento (1546) afirmó la relevancia ontológica del bautismo, que
borra el pecado original; aunque permanecen sus secuelas –entre ellas, la
concupiscencia, que no se ha de identificar, como hacía Lutero, con el pecado
mismo–, el hombre es libre en sus actos y puede merecer con obras buenas,
sostenidas por la gracia (cfr. DH 1511-1515).
En el fondo de la posición luterana, y también de algunas interpretaciones
recientes de Gn 3, está en juego una adecuada comprensión de la relación
entre 1) naturaleza e historia, 2) el plano psicológico-existencial y el plano
ontológico, 3) lo individual y lo colectivo.
1) Aunque hay algunos elementos de carácter mítico en el Génesis (entendiendo
el concepto de “mito” en su mejor sentido, es decir, como palabra-narración que
da origen y que por lo tanto está en el fundamento de la historia posterior),
sería un error interpretar el relato de la caída como una explicación simbólica
de la original condición pecadora humana. Esta interpretación convierte en
naturaleza un hecho histórico, mitificándolo y haciéndolo inevitable:
paradójicamente, el sentido de culpa que lleva a reconocerse “naturalmente”
pecador, conduciría a mitigar o eliminar la responsabilidad personal en el
pecado, pues el hombre no podría evitar aquello a lo que tiende
espontáneamente. Lo correcto, más bien, es afirmar que la condición pecadora
pertenece a la historicidad del hombre, y no a su naturaleza originaria.
2) Al haber quedado después del bautismo algunas secuelas del pecado, el
cristiano puede experimentar con fuerza la tendencia hacia el mal, sintiéndose
profundamente pecador, como ocurre en la vida de los santos. Sin embargo, esta
perspectiva existencial no es la única, ni tampoco la más fundamental, pues el
bautismo ha borrado realmente el pecado original y nos ha hecho hijos de Dios
(cfr. Catecismo, 405). Ontológicamente, el cristiano en gracia es justo
ante Dios. Lutero radicalizó la perspectiva existencial, entendiendo toda la
realidad desde ella, que quedaba así marcada ontológicamente por el pecado.
3) El tercer punto lleva a la cuestión de la transmisión del pecado original,
«un misterio que no podemos comprender plenamente» (Catecismo, 404). La
Biblia enseña que nuestros primeros padres trasmitieron el pecado a toda la
humanidad. Los siguientes capítulos del Génesis (cfr. Gn 4-11; cfr. Catecismo,
401) narran la progresiva corrupción del género humano; estableciendo un
paralelismo entre Adán y Cristo, San Pablo afirma: «como por la desobediencia
de un solo hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la
obediencia de uno solo [Cristo] todos quedarán constituidos justos» (Rm
5,19). Este paralelismo ayuda a entender correctamente la interpretación que
suele darse del término adamáh como de un singular colectivo: como
Cristo es uno solo y a la vez cabeza de la Iglesia, así Adán es uno solo y a la
vez cabeza de la humanidad[5]. «Por esta “unidad del género humano”,
todos los hombres están implicados en el pecado de Adán, como todos están
implicados en la justicia de Cristo» (Catecismo, 404).
La Iglesia entiende de modo analógico el pecado original de los primeros padres
y el pecado heredado por la humanidad. «Adán y Eva cometen un pecado personal,
pero este pecado [...] será transmitido por propagación a toda la humanidad, es
decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de
la justicia originales. Por eso, el pecado original es llamado “pecado” de
manera análoga: es un pecado “contraído”, “no cometido”, un estado y no un
acto» (Catecismo, 404). Así, «aunque propio de cada uno, el pecado
original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta
personal» (Catecismo, 405)[6].
Para algunas personas es difícil aceptar la idea de un pecado heredado[7], sobre todo si
se tiene una visión individualista de la persona y de la libertad. ¿Qué tuve yo
que ver con el pecado de Adán? ¿Por qué he de pagar las consecuencias del
pecado de otros? Estas preguntas reflejan una ausencia del sentido de la
solidaridad real que existe entre todos los hombres en cuanto creados por Dios.
Paradójicamente, esta ausencia puede entenderse como una manifestación del
pecado trasmitido a cada uno. Es decir, el pecado original ofusca la
comprensión de aquella profunda fraternidad del género humano que hace posible
su trasmisión.
Ante las lamentables consecuencias del pecado y su difusión universal cabe
preguntarse: «Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S.
León Magno responde: “La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores
que los que nos quitó la envidia del demonio” (serm. 73,4). Y S. Tomás
de Aquino: “Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un
fin más alto después del pecado. Dios, en efecto, permite que los males se
hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo:
‘Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia’ (Rm 5,20). Y el canto
del Exultet: ‘¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!’” (Summa
Theologiae, III, 1, 3, ad 3)» (Catecismo, 412).
3. Algunas consecuencias prácticas
La principal consecuencia práctica de la doctrina de la elevación y del pecado
original es el realismo que guía la vida del cristiano, consciente tanto de la
grandeza de su ser hijo de Dios como de la miseria de su condición de pecador.
Este realismo:
a) Previene tanto de un optimismo ingenuo como de un pesimismo desesperanzado y
«proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre
y de su obrar en el mundo [...]. Ignorar que el hombre posee una naturaleza
herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la
educación, de la política, de la acción social y de las costumbres» (Catecismo,
407).
b) Da una serena confianza en Dios, Creador y Padre misericordioso, que no
abandona a su criatura, perdona siempre, y conduce todo hacia el bien, aun en
medio de adversidades. «Repite: “omnia in bonum!”, todo lo que sucede, “todo lo
que me sucede”, es para mi bien... Por tanto –ésta es la conclusión acertada–:
acepta eso, que te parece tan costoso, como una dulce realidad»[8].
c) Suscita una actitud de profunda humildad, que lleva a reconocer sin
extrañezas los propios pecados, y a dolerse de ellos por ser una ofensa a Dios
y no tanto por lo que suponen de defecto personal.
d) Ayuda a distinguir lo que es propio de la naturaleza humana en cuanto tal de
lo que es consecuencia de la herida del pecado en la naturaleza humana. Después
del pecado, no todo lo que se experimenta como espontáneo es bueno. La vida
humana tiene, pues, el carácter de un combate: es preciso combatir por
comportarse de modo humano y cristiano (cfr. Catecismo, 409). «Toda la
tradición de la Iglesia ha hablado de los cristianos como de milites Christi,
soldados de Cristo. Soldados que llevan la serenidad a los demás, mientras
combaten continuamente contra las personales malas inclinaciones»[9]. El cristiano
que se esfuerza por evitar el pecado no se pierde nada de lo que hace la vida
buena y bella. Frente a la idea de que es necesario que el hombre haga el mal
para experimentar su libertad autónoma, pues en el fondo una vida sin pecado
sería aburrida, se alza la figura de María, concebida inmaculada, que muestra
que una vida completamente entregada a Dios, lejos de producir hastío, se convierte
en una aventura llena de luz y de infinitas sorpresas[10].
Santiago Sanz
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 374-421.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 72-78.
Juan Pablo II, Creo en Dios Padre. Catequesis sobre el Credo (I),
Palabra, Madrid 1996, 219 ss.
DH, nn. 222-231; 370-395; 1510-1516; 4313.
Lecturas recomendadas
Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid
2005.
Benedicto XVI, Homilía, 8-XII-2005.
Joseph Ratzinger, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992.
---------------------------------- [1] El
Concilio de Trento no dice que el hombre fue creado en la gracia, sino constituido,
precisamente para evitar la confusión de naturaleza y gracia (cfr. DH 1511).
[2]
Precisamente por esto se acuñó la hipótesis teológica de la “naturaleza pura”,
para subrayar la ulterior gratuidad del don de la gracia respecto a la
creación. No porque tal estado se haya dado históricamente, sino porque en
teoría podía haberse dado, aunque de hecho no sea así. Esta doctrina fue
establecida frente a Bayo, una de cuyas tesis condenadas decía: «la integridad
de la primera creación no fue exaltación indebida de la naturaleza humana, sino
condición natural suya» (DH 1926).
[3]
Esta dificultad se acrecienta hoy en día por la influencia de una visión en
clave evolucionista de la totalidad del ser humano. En una visión de ese tipo,
la realidad evoluciona siempre de menos a más, mientras que la Revelación nos
enseña que hubo al comienzo de la historia una caída de un estado superior a
otro inferior. Esto no quiere decir que no haya existido un proceso de
“hominización”, que hay que distingir de la “humanización”.
[4]
Sobre la inmortalidad, que se ha de entender con San Agustín no como un no
poder morir (non posse mori), sino un poder no morir (posse non mori),
es lícito interpretarla como una situación en la que el tránsito a un estado
definitivo no fuera experimentado con el dramatismo propio de la muerte que el
hombre padece tras el pecado. El sufrimiento es signo y anticipación de la
muerte, por ello la inmortalidad conllevaba de alguna manera la ausencia de
dolor. Asimismo, esto suponía un estado de integridad, en el que el hombre
dominaba sin dificultad sus pasiones. Se suele añadir tradicionalmente un
cuarto don, el de la ciencia, proporcionada al estado en que se encontraban.
[5]
Esta es la principal razón de que la Iglesia haya siempre leído el relato de la
caída en una óptica de monogenismo (proveniencia del género humano a partir de
una sola pareja). La hipótesis contraria, el poligenismo, pareció imponerse
como dato científico (e incluso exegético) durante unos años, pero hoy en día a
nivel científico se considera más plausible la descendencia biológica de una
sola pareja (monofiletismo). Desde el punto de vista de la fe, el poligenismo
es problemático, pues no se ve cómo pueda conciliarse con la Revelación sobre
el pecado original (cfr. Pío XII, Enc. Humani Generis, DH 3897), aunque
se trata de una cuestión sobre la que todavía cabe investigar y reflexionar.
[6] En
este sentido, se ha distinguido tradicionalmente entre el pecado original originante
(el pecado personal cometido por nuestros primeros padres) y el pecado original
originado (el estado de pecado en el que nacemos sus descendientes).
[7]
Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, 24-IX-1986, 1.