Más que a mí mismo

(Sobre la amistad)

 

A los pocos años de llegar a Marbella me encontré dándole vueltas a un asunto que aparentemente resulta sencillo pero al que yo no encontraba solución. Comprobaba -era sólo un sentimiento, pero un sentimiento evidente- que las alegrías de mis amigos y de las personas que más quería -padres, hermanos- me alegraban más que las propias. Y de igual forma, las tristezas y contradicciones que sufrían ellos me afectaban negativamente más que las que incidían directamente sobre mí.

 

Desde pequeño he aprendido de mis padres el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. El recuerdo de éste solía ir acompañado -como por “coletilla” inseparable- del segundo que también recogen los Evangelios: “Amarás al prójimo como a ti mismo”.

 

Ciertamente, había que vencer esa tendencia que todos tenemos al egoísmo para querer a Dios por encima de todo, pero no resultaba difícil entender que eso era lo mejor, pues cuando amamos a Dios estamos beneficiándonos a nosotros mismos, ya que junto a Él encontramos la máxima felicidad (así que el amor a Dios es la mejor forma de vivir el egoísmo...)

 

En cuanto a lo de amar al prójimo como a uno mismo, ya muchos filósofos antiguos -que tampoco conocían la religión cristiana- hablaban de ese amor cuando se referían a la amistad. Y San Agustín glosó esa idea afirmando que el amigo era para cada uno como “la mitad de su alma” (lo cual  no implica que sólo podamos tener un amigo, aunque las matemáticas nos enseñen que en cada unidad sólo hay dos mitades...): de esa forma mostraba que el amor al amigo era tan intenso como el amor a la propia alma.

 

Hasta aquí, todo bien, pero ¿por qué sentía yo con tanta claridad que me hacían sufrir más los males y gozar también más los bienes de mis amigos que los míos propios? No terminaba de comprenderlo, pero era evidente: sobre todo cuando le sucedía algo malo a un familiar a un amigo, deseaba ardientemente que ese mal me hubiese sucedido a mí (y ese deseo ya producía algún pequeño alivio en mi dolor).

 

Comprendía la verdad que afirmaba San Agustín: cada amigo era para mí la mitad de mi alma. Por eso hacía mías todas sus cosas: las noticias alegres para ellos eran igualmente alegres para mí; y las tristes, igualmente tristes (sin una mínima rebaja en ese sentimiento positivo o negativo, cuando se trataba de verdaderos amigos). Pero además de eso, me alegraba por conocer su alegría y me apenaba saber de su tristeza: ¡ésa era la causa de que tanto la alegría como el dolor se tornaran más intensos!

Sí: descubrí que gozaba más o sufría más no porque yo fuese muy generoso, sino por cierto disculpable “egoísmo”. Deseaba sufrir yo lo que ellos sufrían porque, aunque así no mitigaba en nada el dolor que padecía por el suceso negativo (que hacía mío), al menos me aliviaba al considerar que ellos no sufrían. Pienso que ésta es la razón por la que -cuando tenemos una contrariedad grande- intentamos ocultársela a veces a personas que nos quieren mucho pero que en esos momentos no pueden ayudarnos a superar esa situación: preferimos el dolor de sufrir solos antes que el de sufrir y ver sufrir también a quien tanto queremos. Y sin embargo -al menos es mi experiencia personal- seguimos enfadándonos cuando algún amigo íntimo o un familiar muy cercano atraviesa una dificultad y no nos comunica nada (deseamos que sienta nuestra cercanía para aliviarle, pero si esa persona no encuentra consuelo en los primeros momentos del dolor y nos quiere... quizá sea mejor que no nos vea sufrir a nosotros: salvo que sepamos mostrarle una mezcla de dolor y entereza que impida que aumente su sufrimiento y sea para él verdadero alivio).

 

Una última consideración acerca de la verdadera amistad. Nuevamente, en la pluma de San Agustín (al que podríamos calificar como Doctor amicitia): Ille veraciter amat amicum, qui Deum amat in amico, aut quia est in illo, aut ut sit in illo. Propter aliud si nos diligimus odimus potius quam diligimus (Serm. 336,2). Palabras fuertes que, libremente, podríamos traducir como sigue: Ama verdaderamente al amigo aquél que ama a Dios en el amigo, o porque está en él, o para que esté en él. Si queremos por otro motivo odiamos más que queremos.

 

Y es que sólo el amor para siempre es amor verdadero. Pero el amor de amistad sólo perdurará más allá de esta vida en Dios: si, al vivir con Dios en el alma (por su gracia), morimos amando a Dios y seguimos amándole por toda una eternidad.

 

Fernando del Castillo del Castillo