Platón Karatáiev

(La felicidad de un hombre sencillo)

 

            En su obra “Guerra y paz”, Tostoi nos muestra un estudio detallado y profundo de muchos personajes que aparecen desde el principio: unos con caracteres marcados y otros que van evolucionando a lo largo de la narración (algunos de forma lineal y casi previsible, y otros como en zig-zag). Sin embargo, cerca del final nos sorprende con un nuevo personaje: sencillo, que enamora... Platón Karatáiev. Este agricultor -ahora soldado- precisamente en su secillez muestra a otros que tienen un alma más poliédrica (como el conde Pierre Bezújov) cuál es el camino para alcanzar la felicidad. Igual que el buen ladrón en el Evangelio de San Lucas, después de robar durante su vida, roba el Corazón de Cristo ya crucificado y alcanza el cielo, y roba también el corazón de quienes leen el pasaje de su conversión, Karatáiev va robando el corazón de quienes lo conocen... y también el de los lectores de “Guerra y paz”. Pero a diferencia del buen ladrón -quien necesita ser redimido por Cristo-, en “Guerra y paz” es Karatáiev quien difunde su paz interior y va redimiendo a quienes le rodean, ávidos de felicidad. En estas líneas reproduciré los textos originales de Tolstoi (según la traducción de Fco. José Alcántara y José Laín Entralgo), presentados con breves comentarios míos.

            No he querido recortar ninguna descripción (de paisajes o personas) de las que hace Tolstoi. Habría sido contradictorio hacerlo en esta selección de textos sobre un personaje (Platón Karatáiev) cuya grandeza estriba en su sencillez, pues el libro de Tolstoi abunda en descripciones de cosas y detalles grandiosamente pequeños...

 

            Pierre Bezújov había sido apresado por los franceses en Moscú. Mientras muchas personas huían de la ciudad ante la llegada de Napoleón, el decidió permanecer allí. En uno de esos actos de generosidad que salpican su vida -llena también de egoísmos, sobre todo en los primeros años- pone en peligro su vida para rescatar a la hija pequeña de una señora que esta atrapada por las llamas de uno de los innumerables incendios que asolan Moscú: toda la familia de esa niña había conseguido salir de la casa en llamas y su madre gritaba desconsolada al ver que su pequeña no estaba fuera. Pierre se da cuenta de esto, arriesga su vida y la rescata. Después socorre a otra mujer.

            Lo acusan injustamente de ser uno de los responsables de los incendios por encontrarse allí. Es condenado a muerte junto a otros seis acusados de lo mismo (eran “chivos expiatorios”). Cuando le llega el turno, Pierre es apartado del pelotón de fusilamiento. Viendo cómo algunos militares franceses que antes se habían mostrado humanos ahora se muestran inhumanos... viendo que los soldados disparan y matan en los fusilamientos cuando realmente no quieren matar... en el alma de Pierre se extienden las tinieblas: nada tiene sentido, el mundo “irreal” -de fraternidad entre los hombres- que él había imaginado como posible tras su ingreso en la masonería se destruye ante sus ojos. Las miserias del corazón humano se hacen más patentes (¡”demasiado” patentes!...) durante la guerra...:

            Luego, cuatro soldados se llegaron a los prisioneros y, por orden del oficial, condujeron a dos hasta el poste. Eran los presidiarios del extremo de la fila. Mientras traían los sacos, los prisioneros miraron en derredor igual que una fiera acorralada observa a los cazadores que la acosan. Uno no hacía más que santiguarse; el otro se rascaba la espalda y contraía los labios con una mueca semejante a una sonrisa. Los soldados les vendaron los ojos, les echaron encima los sacos y los ataron precipitadamente al poste.

            Doce soldados armados de fusiles salieron de las filas con paso regular y firme y se detuvieron a ocho pasos del poste. Pierre volvió la cabeza para no ver aquello. De pronto sonó una descarga que le pareció más fuerte que el más violento de los truenos. Miró hacia allí: todo aparecía cubierto de humo, y los franceses, pálidos y con las manos temblorosas, hacían algo al lado del hoyo. Se llevaron a los dos siguientes, que miraron a los demás con la misma expresión de los anteriores. Parecían suplicar socorro en vano. No comprendían, ni podían creer lo que iba a pasar. No lo podían creer porque sólo ellos sabían lo que sus vidas representaban, y les era imposible creer y comprender que alguien se las arrebatara.

            Pierre volvió la cabeza igual que antes, para no ver la ejecución. De nuevo la espantosa descarga hirió sus oídos y volvió a ver el humo, la sangre y los pálidos y asustados rostros de los franceses que se movían junto al poste, empujándose unos a otros con temblorosas manos. Pierre suspiró y miró alrededor como preguntando qué significaba aquello. Todas las miradas con que se encontró hacían la misma pregunta. En las caras de los rusos y en las de los soldados y oficiales franceses se leía el mismo espanto, el horror y la lucha que se apoderaban de su ánimo. “¿Quién es el autor de todo esto? Ellos sufren igual que yo. Entonces ¿quién lo hace?”, se preguntó con una lucidez pasajera.

            -Tirailleurs du 86e, en avant! (tiradores del 86, adelante!) –gritó alguien.

            Se llevaron al quinto prisionero solo, el que hacía pareja con Pierre. Éste no comprendió que se había salvado; que a él y a los demás los habían llevado para que presenciaran la ejecución de la sentencia. Contemplaba lo que estaba sucediendo con horror creciente, sin sentir alegría ni tranquilidad alguna. El quinto condenado era el obrero del mandil. Cuando los soldados le pusieron la mano encima, amedrentado, dio un salto hacia atrás y se aferró a Pierre. Éste, estremecido, se deshizo de su abrazo. El obrero no podía andar. Se lo llevaron a rastras, mientras gritaba. Cuando hubo llegado al poste, cesó repentinamente en sus gritos. Pareció haber comprendido. Comprendió que estaba gritando en vano o que era imposible que sus semejantes lo mataran. Quedó quieto ante el poste, y mientras aguardaba a que le pusieran la venda miró con sus ojos brillantes, como una bestia herida.

            Pierre se sentía incapaz de cerrar los ojos y volver la cabeza. Ante aquel quinto asesinato, su curiosidad y su emoción, igual que la de todos los presentes, llegó al grado máximo. El quinto condenado parecía tan tranquilo como los anteriores. Se sacudió el mandil y frotó uno contra otro sus pies descalzos.

            Cuando le vendaron los ojos, se aflojo el nudo, que le hacía daño en la nuca. Mientras le ataban al poste ensangrentado se echó hacia atrás; esta postura le resultó incómoda y entonces se irguió y, después de enderezar las piernas, se apoyó tranquilamente en el poste. Pierre no dejaba de mirarlo, sin perder un solo movimiento del joven.

            Debió de oírse la voz de mando; debieron de resonar los disparos de ocho fusiles; pero por mucho que se esforzara, Pierre no logró recordar después si había oído algo. Sólo se dio cuenta de que, inesperadamente, se desplomaba el cuerpo del obrero, aparecía sangre en dos sitios, que las cuerdas se aflojaban y cedían bajo el peso del cuerpo y que el condenado se sentaba en el suelo con la cabeza y las piernas en posición forzada. Pierre se echó a correr hacia el poste; nadie lo detuvo: unos hombres pálidos y asustados estaban haciendo algo en torno al obrero. A un soldado viejo y bigotudo le temblaba la mandíbula al desatar las cuerdas. El cuerpo se contrajo y cayó. Algunos soldados, con movimientos rápidos, pero torpes, arrastraron el cuerpo tras el poste y lo arrojaron al hoyo.

            Todos parecían unos delincuentes que debían ocultar lo antes posible las huellas de su crimen.

            Pierre miró al hoyo y vio allí al obrero, con las rodillas levantadas hacia la cabeza y un hombro más alto que otro. Este hombro bajaba y subía convulsivamente. Pero las paletadas de tierra caían sobre aquel cuerpo. Un soldado gritó airadamente a Pierre que se marchara de allí, pero Pierre no lo entendió: quedóse junto al poste y nadie le echó de aquel sitio.

            Cuando el hoyo estuvo cubierto de tierra, se oyó una voz de mando. Lleváronse a Pierre a su sitio y las tropas que habían formado a ambos lados del poste dieron media vuelta y desfilaron ante el lugar del suplicio. Los veinticuatro tiradores, con sus fusiles descargados, se incorporaron a paso ligero a sus puestos mientras las compañías pasaban ante ellos.

            Pierre miraba ahora con los ojos estúpidos a aquellos tiradores que, de dos en dos, salían del círculo. Todos, excepto uno, se unieron a sus compañías. Un joven soldado, pálido como un muerto, con el chacó ladeado y el fusil apoyado en el suelo, se quedó frente al hoyo cubierto, en el sitio en que habían disparado. Tambaleábase como un borracho y daba pasos adelante y atrás, para mantener el equilibrio. Un viejo suboficial salió de las filas, lo cogió por el brazo y le hizo volver con los demás. La muchedumbre de rusos y franceses se fue dispersando. Todos caminaban en silencio, con las cabezas bajas.

            -Ça leur apprendra à incendier  (Esto les enseñará a seguir incendiando) –comentó un francés.

            Pierre se volvió hacia el que había hablado; vio que era un soldado que quería consolarse de lo que habían hecho, pero que no lo conseguía. Sin terminar la frase, el soldado hizo un gesto de desaliento y se fue.

XII

            Después de las ejecuciones, separaron a Pierre de los demás y lo dejaron en una capilla sucia y saqueada.

            Al anochecer, el suboficial de guardia y dos soldados entraron en la capilla e informaron a Pierre de que había sido indultado e iba a ser trasladado a la barraca de los prisioneros. Él, sin comprender bien lo que le decían, se levantó y siguió a los soldados. Le condujeron a unas barracas construidas con tablas chamuscadas, al fondo del campo, y lo metieron en una de ellas.

            En la oscuridad, una veintena de personas rodearon al recién llegado. Pierre los miró sin comprender quiénes eran, por qué estaban allí y qué pretendían de él. Escuchaba las palabras que le dirigían, pero no sacaba de ellas conclusión ni explicación alguna; no comprendía su sentido. Respondió a las preguntas sin saber quién se las dirigía ni cómo iban a ser interpretadas sus respuestas. Miraba aquellos rostros y figuras y todo le parecía igualmente absurdo.

            Desde que presenciara aquella matanza, hecha por hombres que no querían matar, sentía como si se hubiera roto en él un resorte en que todo se apoyaba y cobraba vida y que ahora no era más que un montón de basura. Sin él mismo advertirlo, veía desaparecer la fe en la felicidad del mundo, en la humanidad, en su alma y en Dios. Ya antes había sentido lo mismo, pero no de manera tan intensa y viva como ahora. Antes, cuando surgía en su alma una duda semejante, la fuente de esa duda era el propio error. Y entonces Pierre sentía que el medio para escapar a la desesperación y a la duda estaba en sí mismo. Pero ahora no tenía conciencia de ser él la causa de que el mundo se derrumbara ante sus ojos y se convirtiera en una ruina absurda; advertía que no estaba en su poder recuperar la fe en la vida.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 1ª parte, caps. XI-XII. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1161-1164.]

 

            De forma inesperada aparece un nuevo personaje en la vida de Pierre: Platón Karatáiev. Es un hombre sencillo, agricultor primero y después soldado (“actor secundario” en la película “Mi vida” de Pierre), que sólo va a intervenir unos breves instantes en la vida de Pierre, pero que va a dejar en ella un recuerdo y una huella imborrables...:

            Alrededor de él, en la oscuridad, había algunas personas. Probablemente les divertía algo que hallaban en Pierre. Le hablaron, le hicieron varias preguntas, lo condujeron al interior y por último se encontró en un rincón de la barraca, con gente desconocida, que se dirigían unos a otros sin dejar de reír.

            -Y así ocurrió, hermanos... este príncipe que... (la palabra que fue pronunciada con acento especial) -decía una voz al otro extremo de la barraca.

            Pierre, silencioso e inmóvil, sentado en un montón de paja junto a la pared, cerraba y abría los ojos. En cuanto los cerraba, volvía a ver el rostro terrible del obrero y los rostros de quienes, a pesar suyo, habían sido sus asesinos, más terribles todavía a causa de su inquietud. Volvía a abrir los ojos y miraba extraviado en la oscuridad.

            Junto a él estaba encogido un hombrecillo cuya presencia advirtió al principio por un intenso olor a sudor que emanaba de él a cada movimiento. Aquel hombre, en la oscuridad, hacía algo en sus piernas y, aunque Pierre no podía ver su rostro, adivinó que lo estaba mirando sin quitar de él la vista. Al acostumbrarse a la oscuridad, Pierre comprendió que el hombre se estaba descalzando. Le interesó la manera como lo hacía.

            Después de soltar la cuerda que ataba una de sus piernas, la enrolló concienzudamente y se dedicó a la otra, sin dejara de mirar a Pierre. Mientras con una mano sostenía la cuerda ya enrolla da, con la otra se desataba la segunda. Así, con movimientos seguros y ágiles, que se sucedían rápidos uno a otro, terminó de descalzarse y colgó todo en unas estaquillas que había en la pared, encima de su cabeza; después sacó una navaja, cortó algo, la cerró y la puso bajo el cabezal; sentóse cómodamente, rodeó con los brazos sus rodillas y fijó la mirada en Pierre. Éste sentía algo agradable y sedante en todos esos movimientos rápidos, en el orden en que había colocado sus cosas y hasta en el olor de aquel hombre; sin bajar los ojos, lo miró.

            -Usted ha visto muchas miserias, ¿verdad, señor? -dijo al cabo de un rato el hombrecillo.

            Y en su modulada voz había tanta expresión de dulzura y sencillez, que Pierre sintió deseos de contestar; pero le tembló la mandíbula y sintió las lágrimas en los ojos. El hombrecillo, sin dejar a Pierre tiempo de manifestar su turbación, siguió hablando con la misma voz agradable.

            -No te aflijas, amigo... -dijo con esa acariciante modulación de voz con que hablan las viejas campesinas rusas-. No te aflijas, amigo; el sufrimiento es corto y la vida es larga. Vivimos aquí, gracias a Dios, y nadie nos molesta. Son también hombres y los hay malos y buenos.

            Y mientras hablaba, se enderezó sobre sus rodillas, se puso en pie y se alejó tosiendo.

            -¡Hola! ¿Has vuelto ya, buena pieza? -sonó al otro extremo de la barraca la misma voz acariciante-. ¡Volvió el granuja! Se acuerda. Bueno, bueno, basta.

            Y el soldado, deshaciéndose de un perrillo que le saltaba al pecho, volvió a sentarse en su sitio. Entre las manos tenía algo envuelto en un trapo.

            -Tome, señor, coma -dijo volviendo al tono respetuoso de antes y ofreciendo a Pierre unas patatas asadas-. A la comida tuvimos sopa. Pero las patatas son excelentes.

            Pierre no había probado bocado en todo el día y el olor de las patatas le pareció gratísimo. Dio las gracias al soldado y se puso a comer.

            -¿Eh, qué tal? -sonrió el soldado, tomando una de las patatas-. Hay que comerlas así.

            Sacó de nuevo la navaja, partió la patata en dos mitades, echo sal, que traía en el trapo, y se la ofreció a Pierre.

            -Son excelentes -repitió-. Cómalas así.

            A Pierre le parecía que nunca había probado un manjar tan exquisito.

            Lo mío es nada -dijo-. Pero ¿por qué han fusilado a esos infelices? El último tendría veinte años...

            Shsst! -le cortó el hombrecillo-. Son nuestros pecados, nuestros pecados -añadió rápidamente; y como si las palabras estuvieran siempre prontas en sus labios y salieran al caso, prosiguió-: ¿Cómo se ha quedado usted en Moscú?

            -Nunca creí que iban a llegar tan pronto. Me quedé por casulaidad -contestó Pierre.

            -Pero, ¿cómo le sacaron de su casa?

            -No, fui a ver el incendio y allí me cogieron y me juzgaron por incendiario.

            -Donde hay tribunales está la injusticia -sentenció el hombrecillo.

            -Y tú, ¿hace tiempo que estás aquí? -preguntó Pierre terminando de comer la última patata.

            -¿Yo? El domingo anterior me sacaron del hospital en Moscú.

            -¿Eres soldado?

            -Sí, del regimiento de Apsheron. Me consumía la fiebre... No nos habían dicho nada. En el hospital estaríamos unos veinte hombres. No sabíamos nada de nada.

            -Y qué, ¿te sientes triste aquí? -preguntó Pierre.

            -¿Cómo no voy a sentirme? Me llamo Platón. Platón Karatáiev -añadió, sin duda para facilitar a Pierre la conversación con él-. En el regimiento me llamaban “Halcón”. ¿Cómo no sentirme triste? Moscú es la madre de todas las ciudades. ¡Cómo no voy a sentir tristeza al ver todo esto! Pero el gusano se come la berza y perece antes que ésta: eso dicen los viejos -añadió rápidamente.

            -¿Cómo has dicho? -preguntó Pierre.

            -¿Yo? -respondió Karatáiev-. Digo que no se hacen las cosas según nuestro deseo, sino según la voluntad de Dios -sentenció, creyendo repetir lo que había dicho antes; y enseguida prosiguió-. Entonces, señor, ¿usted posee propiedades de familia? ¿Y casa? Es decir, que vive en la abundancia. ¿Y tiene mujer? ¿Y viven sus padres? -siguió preguntando.

            Y aunque Pierre no viera en la oscuridad, advirtió por el tono de la voz que los labios del soldado se habían plegado en una sonrisa acariciante mientras le hacía aquellas preguntas. Comprendió que le entristecía que Pierre no tuviera padres, y especialmente que le faltara la madre.

            -La mujer para el consejo, la suegra para el regalo, pero nada hay mejor que una madre -dijo-. ¿Y no tiene hijos? -continuó preguntando.

            La respuesta negativa de Pierre pareció entristecerle, y se apresuró a añadir:

            -No importa, es usted joven... Dios se los dará; ya vendrán. Lo principal es vivir en buena armonía.

            -Ahora me es lo mismo -dijo involuntariamente Pierre.

            -¡Eh! ¡Querido amigo! -repuso Platón-. Nadie puede escapar a las miserias y a la cárcel.

            Sentóse cómodamente y carraspeó como preparándose para un largo discurso.

            -Yo vivía en mi casa, amigo mío -comenzó-. La hacienda de los señores era rica; teníamos muchas tierras; los campesinos vivían bien, nosotros no podíamos quejarnos. Los campos de mi padre rendían siete por uno. Se vivía bien, sí. Todos eran verdaderos cristianos. Y un buen día...

            Platón Karatáiev contó una larga historia; un buen día había ido al bosque vecino para cortar leña y el guardabosque le había sorprendido en plena faena. Lo azotaron y condenaron a ser enviado al servicio militar.

            -Así es, amigo -dijo con una voz trasfigurada por la sonrisa-. Creíamos que aquello era una desgracia y resultó una suerte. Sin esto le hubiera tocado a mi hermano ir al servicio; y mi hermano menor tenía cinco hijos, a cual más pequeño, mientras que yo no tenía más que a mi mujer. Nos nació una niña, pero Dios se la llevó antes de que me mandaran al ejército. Cuando estuve con permiso me encontré con que vivían mejor que antes; las cuadras llenas de ganado; las mujeres en casa, los dos hermanos ganando fuera; sólo el menor, Mijailo, estaba en casa. El padre dijo: “Para mí todos los hijos son iguales. Cualquiera que sea el dedo que me muerdan, siempre siento el dolor; y si no hubiera cogido a Platón, hubiera tenido que ir Mijailo.” Nos llamó a todos y nos puso delante de los iconos. “Mijailo -dijo mi padre-, ven aquí, salúdalo profundamente; y tú, mujer, salúdalo también; saludadlo todos, nietos. ¿Lo habéis entendido?” Así es, amigo mío. El destino escoge y nosotros juzgamos siempre: esto está bien, esto no está bien, esto está mal. Nuestra felicidad es como el agua en la red del pescador: cuando se echa la red, está llena; cuando se la levanta, no hay nada. No es más que eso. -Y pasó a su montón de paja.

            Después de unos instantes de silencio, se levantó.

            -Bueno. Tendrás ganas de dormir, ¿verdad? -y se santiguó rápidamente mientras decía-: Señor mío Jesucristo, santos Nicolás, Frolo y Lavr, Señor mío Jesucristo, perdónanos y sálvanos -concluyó. Hizo una reverencia hasta el suelo, se irguió y se sentó en la paja-. Dios mío, haz que caiga como una piedra y me levante como un pan fresco -murmuró aún mientras se acostaba y se cubría con su capote.

            -¿Qué oración has rezado? -preguntó Pierre.

            -¿Eh? -dijo Platón, ya adormilado-. ¿Qué he dicho? He rezado a Dios. ¿Tú no rezas?

            -Sí, también rezo. ¿Qué decías de Frolo y Lavr?

            -¡Cómo! -contestó con vivacidad Platón-. Son los patronos de las caballerías. También hay que tener piedad de las bestias. ¡Vaya! Ya viene ese bribón a calentarse -dijo pasando la mano por el lomo del perro, que se había acurrucado a sus pies.

            Y dio la vuelta y se quedó dormido.

            Fuera, a lo lejos, se oían gritos y sollozos; entre las rendijas de la barraca era visible el incendio. Dentro todo era silencio y oscuridad. Pierre permaneció mucho tiempo insomne. Con los ojos abiertos en las tinieblas, oía el ronquido de Platón, echado junto a él, y sentía que todo aquel mundo antes destruido se erguía ahora en su alma con una nueva belleza, sostenido por nuevos fundamentos inquebrantables.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 1ª parte, cap. XII. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1164-1168.]

 

            Durante las cuatro semanas que permanece Pierre en la barraca con Karatáiev, la vida sencilla y alegre de este hombre en aquellas circunstancias se le presenta como un verdadero ideal:

XIII

            En la barraca a la que fue conducido Pierre, y en la que permaneció cuatro semanas, había veintitrés soldados, tres oficiales y dos funcionarios.

            Más tarde todas aquellas personas habrían de aparecer en la mente de Pierre como envueltos en una especie de niebla; sólo Platón Karatáiev quedó para siempre en el alma de Pierre con el recuerdo más vivo y querido, el símbolo de toda la bondad y armonía del espíritu ruso. A la mañana siguiente, cuando Pierre pudo ver a su vecino, la primera impresión de armonía, como de algo redondo, se confirmó absolutamente. Toda la persona de Platón, con el capote ceñido con una cuerda, la gorra y los lapti, era armónica y redonda. Su cabeza era completamente redonda; los hombros, hasta los brazos, que mantenía siempre en posición de ir a abrazar algo, eran redondos. La misma impresión producían su sonrisa agradable y sus ojos, grandes, castaños y cariñosos.

            Platón Karatáiev pasaba probablemente de los cincuenta, a juzgar por sus relatos de las campañas en que había tomado parte. No sabía a ciencia cierta su edad, pero sus dientes fuertes y blancos -cuyas hileras mostraba cuando reía, cosa que hacía con frecuencia- eran magníficos y estaban bien conservados. Ni en la cabeza ni en la barba tenía un solo pelo blanco y todo su cuerpo parecía elástico, firme y resistente.

            Su rostro, a pesar de las arrugas pequeñas y redondas, conservaba una expresión inocente y juvenil; su voz era agradable y armoniosa; pero la especialidad de su conversación era la franqueza y la facilidad para expresarse. Advertíase que nunca pensaba lo que decía o iba a decir y, por este motivo, en la rapidez y acierto de la entonación de sus frases había una irresistible capacidad de persuasión.

            Su fuerza y su habilidad eran tales en los primeros tiempos de su prisión, que parecía no saber qué eran el cansancio o la enfermedad. Cada día, al acostarse, decía: “Dios mío, haz que caiga como una piedra y me levante como un pan fresco.” Por la mañana al levantarse se encogía de hombros, siempre igual, y decía: “Me encogí al acostarme, me estiré al levantarme.” Y, en efecto, en cuanto se acostaba, dormíase como una piedra; y al levantarse, sin perder un segundo, se entregaba a cualquier faena, como los niños que apenas levantados cogen sus juguetes. Sabía hacer de todo, ni demasiado bien, ni muy mal: cocinaba, cocía el pan, cosía, arreglaba el calzado, trabajaba en madera. Estaba siempre ocupado y sólo por la noche se permitía entablar alguna conversación, a la que no era muy aficionado, o cantar. No cantaba como quien sabe que le están escuchando, sino como los pájaros, por la sencilla razón de que tenía necesidad de emitir esos sonidos, lo mismo que necesitaba estirarse o caminar. Sus sonidos eran siempre dulces, tristes y tiernos, casi como los de una mujer, y su rostro permanecía muy serio.

            Desde que cayó prisionero se había dejado crecer la barba y rechazaba todos los elementos extraños impuestos para el servicio de las armas; sin darse cuenta había vuelto a sus antiguas maneras campesinas. Decía:

            -El soldado con permiso saca la camisa del pantalón (Es decir, volver a ser campesino, porque el campesino ruso lleva la camisa o la blusa fuera del pantalón. N. del t.).

            No hablaba gustosamente del servicio, aun cuando no se lamentase de él y repitiera que en el regimiento no había sido golpeado ni una sola vez. Todo lo que contaba eran viejas anécdotas y recuerdos queridos de su vida de campesino. Los proverbios que adornaban su conversación no eran indecorosos, como los de los soldados, sino dichos populares que aisladamente parecían carecer de sentido, pero que, de pronto, revelaban la expresión de una profunda sabiduría, traídos a propósito y oportunos.

            Muchas veces se contradecía, pero siempre resultaban justas sus palabras. Gustábale hablar, y hablaba bien, aderezando las frases con palabras criñosas y sentencias inventadas por él; al menos, eso le parecía a Pierre. Pero la atracción principal de sus relatos consistía en que los acontecimientos más sencillos, en los que Pierre apenas podía haberse fijado, adquirían en sus labios un carácter solemne. Se complacía en oír los cuentos (siempre los mismos) que en las veladas contaba un soldado, pero sobre todo le gustaban las historias verdaderas. Sonreía feliz al escucharlas; intercalaba de vez en cuando alguna ocurrencia suya y hacía preguntas a fin de deducir la moraleja de todo cuanto se decía. Karatáiev no sentía afecto ni amistad alguna a la manera que los entendía Pierre, pero quería y vivía amistosamente con todos aquellos con quienes la vida le aproximaba: sobre todo con el hombre, no con un hombre determinado, sino con el que tuviera delante de sus ojos. Amaba a su perro, a sus compañeros, a los franceses y a Pierre, que era su vecino; pero Pierre sentía que, a pesar de todo el cariño que le demostraba Karatáiev, éste nos entristecía lo más mínimo al separarse de él. Y Pierre comenzó a experimentar el mismo sentimiento hacia Karatáiev.

            Para los demás prisioneros, Platón Karatáiev era un simple soldado; le llamaban Halcón o Platosha, burlándose un poco de él, le hacían todos los encargos; en cuanto a Pierre, desde el primer instante se lo había imaginado como el ser más incomprensible y armónico, la personificación eterna de la verdad y al sencillez: y así quedó para siempre en su mente.

            Platón Karatáiev no sabía de memoria nada, salvo las oraciones. Cuando empezaba a hablar, parecía no saber cómo terminaría su relato.

            Cuando a veces Pierre, sorprendido por el significado de sus palabras, le pedía que las repitiera, Platón no podía recordar lo que había dicho un minuto antes, igual que no podía explicar a Pierre con palabras su canción favorita. Se decía en ella “querida mía”, “querido abedul” y “la angustia me ahoga”, pero la letra, de por sí, carecía de sentido. Él no entendía ni podía entender el significado de las palabras sueltas. Cada palabra, cada acto suyo, era manifestación de una actividad desconocida para él, que era su vida. Pero esa vida suya, tal como la imaginaba, no tenía sentido alguno como vida individual, sólo significaba algo como parte de un todo que él percibía. Sus palabras y actos emanaban de él con la misma necesidad y espontaneidad del perfume que se desprende de la flor. No podía comprender ni el sentido ni el valor de sus actos o sus palabras tomados separadamente.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 1ª parte, cap. XIII. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1168-1171.]

 

            Platón no duda en prestar pequeños servicios a los soldados franceses. Pero él es hombre también y necesita que le ayuden en sus necesidades diarias. Por eso “protesta” cuando algo le parece injusto. Sin embargo, no tiene reparos en reconocer que todos (también esos franceses con los que están en guerra) pueden tener un alma buena:

XI

            El 6 de octubre Pierre salió muy de mañana de la barraca y se detuvo junto a la puerta a jugar con un perro gris, de patas cortas y torcidas, que saltaba en torno a él. El animal vivía en la barraca, pasaba la noche con Karatáiev, iba a veces a la ciudad, pero volvía siempre. Probablemente nunca había tenido dueño, y ahora tampoco lo tenía, como tampoco tenía hambre. Los franceses los llamaban “Azor”; el soldado de los cuentos “Femgalka”; Karatáiev y los demás le habían puesto el nombre de “Sieri”, y a veces “Visli”. El hecho de no pertenecer a nadie y carecer de nombre, raza y color definido, no parecía turbar en nada al perrillo grisáceo, de rabo empenachado y tieso; sus patas torcidas le hacían tan buen servicio que, a menudo, levantaba graciosamente una de las traseras y corría veloz con las otras tres. Todo le causaba alegría: unas veces ladraba lleno de júbilo o se revolcaba en el suelo; otras se calentaba al sol, con aspecto pensativo y serio, o bien se divertía saltando y jugueteando con una astilla o una paja.

            Pierre vestía ahora una camisa sucia y llena de rotos, único vestido de su ropa de otros tiempos, un pantalón de soldado, atado a las pantorrillas con cuerdas, para abrigarse mejor, según el consejo de Karatáiev, un caftán y un gorro de campesino.

            Durante ese tiempo había cambiado mucho físicamente: no parecía tan grueso, aunque conservaba el aspecto robusto heredado de su familia. Barba y bigote le cubrían la parte inferior del rostro y los largos y revueltos cabellos, llenos de piojos, se le escapaban por debajo del gorro. Su expresión era firme y tranquila, animosa como nunca lo había sido. La dejadez de antes había dado paso a una energía siempre dispuesta a la acción. Iba descalzo.

            Pierre miraba abajo, hacia los campos, donde aquella mañana habían aparecido carros y hombres a caballo; o bien volvía los ojos a la lejanía, al otro lado del río, o al perrillo que trataba de morderle; a veces bajaba la vista hasta sus pies desnudos, que iba poniendo en diversas posturas, y movía los dedos gandes y sucios; y siempre que se contemplaba los pies en aquel estado, se dibujaba en su rostro una sonrisa de alegría y animación. La vista de sus pies descalzos le recordaba todo lo que había vivido y comprendido en aquellos últimos tiempos, y ese recuerdo le era agradable.

            Desde hacía unos días el tiempo era suave y luminoso, con ligeras heladas por las mañanas; era el veranillo de San Martín.

            Fuera, al sol, hacía calor; y esa temperatura, unida al frescor de la mañana, sensible aún en el ambiente, resultaba especialmente grata.

            Por encima de todas las cosas, sobre los objetos lejanos y los más próximos, se esparcía aquella luz cristalina que sólo es posible en el otoño. A lo lejos era visible la montaña Vorobiovi, con la aldea, la iglesia y una gran casa blanca. Los árboles desnudos, la arena y las piedras, los tejados, el campanario verde, la fachada de la casa blanca, todo se dibujaba con la mayor precisión en el aire transparente.

            Más cerca se veían las conocidas ruinas de una casa señorial medio quemada, que ocupaban los franceses, y las matas de lilas, de un verde oscuro, que llenaban el jardín. Y también aquella casa en ruinas, fea y sucia cuando el cielo estaba gris, ahora, en la brillante y luminosa quietud del otoño, parecía de una belleza serena.

            Un cabo francés, con la guerrera desabrochada, el gorro de cuartel en la cabeza y la pequeña pipa entre los dientes, salió de la barraca y, guiñando amistosamente un ojo, se acercó a Pierre.

            -Quel soleil, hein, monsieur Kiril (todos los franceses llamaban así a Pierre). On dirait le printemps (Cuánto sol, ¿verdad, M. Kiril? Diríase que estamos en primavera).

            El cabo se apoyó en la puerta y ofreció a Pierre la pipa, cosa que siempre hacía y que Pierre no aceptaba nunca.

            -Si l'on marchait par un temps comme celui-là... (Si se hicieran las marchas con un tiempo como éste...)

            Pierre le hizo algunas preguntas sobre lo que se decía de la campaña; el cabo le contó que casi todas las tropas iban a salir y que aquel día se esperaba la orden referente a los prisioneros.

            En la barraca en que estaba Pierre, uno de los soldados, Sokolov, se encontraba enfermo de muerte y Pierre dijo al cabo que sería preciso hacer algo por él. El cabo aseguró que había ambulancias y hospitales, que estaba seguro de que se daría una orden a ese respecto y que, en general, todo cuanto pudiera ocurrir estaba ya previsto por los jefes.

            -Et puis, monsieur kiril, vous n'avez qu'à dire un mot au capitaine, vous savez. Oh, c'est un... qui n'oublie jamais rien. Dites au capitaine quand il fera sa tournée, il fera tout pour vous... (Además, M. Kiril, ya lo sabe: no tiene más que decir una palabra al capitán. ¡Oh! Es un... que no olvida. Dígaselo al capitán cuando haga la inspección, hará cuanto pueda por usted...).

            (El cabo decía esto porque tiempo atrás Pierre había salvado la vida al capitán francés durante el combate y éste le había mostrado su agradecimiento y su disponibilidad a favorecerle en todo lo que pudiese)

            El capitán de que hablaba el cabo conversaba frecuentemente con Pierre y le hacía objeto de muchas muestras de benevolencia.

            -Vois-tu, Saint-Thomas, qu'il me disait l'autre jour: Kiril, c'est un homme qui à de l'instruction, qui parle français; c'est un seigneur russe qui a eu des malheurs, mais c'est un homme. Et il s'y entend, le... S'il demande quelque chose qu'il en le dise, il n'y a pas de refus. Quand on a fait ses études, voyez vous, on aime l'instruction et les gens comme il faut. C'est pour vous que je dis cela, monsieur Kiril. Dans l'affaire de l'autre jour, si ce n'était grâce à vous, ça aurait fini mal (¿Lo ves, Saint-Thomas?, me decía el otro día: Kiril es un hombre culto que habla francés; es un señor ruso que ha sufrido desgracias, pero es un hombre. Comprende las cosas...Si necesitara algo, que me lo diga, no le negaré nada. Cuando una persona ha hecho estudios, le gusta la instrucción y la gente educada. Por usted lo digo, M. Kiril. En el asunto del otro día, si no llega a se por usted, las cosas hubieran ido mal).

            El cabo siguió charlando un rato, y se fue.

            Aquel asunto “del otro día” al que había aludido era una pelea surgida entre prisioneros y soldados franceses, en la que Pierre había logrado sosegar a sus compañeros. Algunos prisioneros, que lo habían visto conversar con el francés, se acercaron a Pierre para preguntarle qué había dicho. Mientras Pierre contaba las explicaciones del cabo sobre la salida de la ciudad, un soldado francés, delgado, pálido y roto, se acercó a la puerta de la barraca. Llevándose un dedo a la frente con tímido y rápido gesto de saludo, preguntó a Pierre si en aquella barraca se encontraba el soldado Platoche, al que había entregado tela para que le hiciera una camisa. Una semana antes, los franceses habían recibido tela y cuero y habían pedido a los prisioneros que les hicieran botas y camisas.

            -Sí, está lista, amigo -dijo Karatáiev, saliendo con la camisa, cuidadosamente doblada.

            A causa del calor, y para trabajar con más comodidad, Karatáiev estaba en calzoncillos y se cubría con una camisa sucia y rota. Llevaba el cabello atado con una cinta, según la costumbre de los artesanos, y su rostro parecía aún más redondo y agradable.

            -Lo prometido es deuda -dijo Platón, sonriendo, mientras desdoblaba la camisa que había hecho-. Te dije que estaría para el viernes, y aquí la tienes.

            El francés miraba inquieto alrededor; por fin, venciendo su propia indecisión, se quitó rápidamente la guerrera y tomó la camisa. Su cuerpo desnudo, delgado y pálido, estaba cubierto solamente por un largo chaleco de seda, con flores estampadas, bastante sucio.

            Parecía temer que se burlaran de él y se apresuró a ponerse la camisa. Ninguno de los prisioneros dijo una palabra.

            Te sienta perfectamente -comentó Platón.

            El francés, cuando hubo sacado los brazos y la cabeza, sin levantar la vista, se dedicó a mirar su camisa y a examinar las costuras.

            -Ten en cuenta, amigo, que esto no es un taller. No tengo herramientas, y sin herramientas no se puede matar ni un piojo -dijo Platón con una suave sonrisa, evidentemente satisfecho de su trabajo.

            -C'est bien, c'est bien, merci, mais vous devez avoir de la toile de reste (Está bien, está bien, gracias, pero te habrán quedado retales) -dijo el francés.

            -Te sentará mejor cuando te la pongas debajo del chaleco -dijo Karatáiev, cada vez más contento de su obra-. Te estará mejor y te sentirás más a gusto.

            -Merci, merci, mon vieux, le reste... (Gracias, gracias, amigo, ¿y los retales?) -repitió el francés sonriente-. Mais le reste... (Te habrá quedado tela).

            Sacó un billete y lo entregó a Karatáiev.

            Pierre advirtió que Platón no quería entender lo que le decía el francés, y, sin mezclarse en la conversación, siguió mirándolos. Karatáiev dio las gracias por el dinero y siguió admirado su trabajo. El francés insistía en lo de la tela sobrante y rogó a Pierre que tradujera sus palabras.

            -¿Para qué diablos quiere los retales? -dijo Karatáiev-. Me vendrían a mí de primera. Bueno, que se los lleve -y con rostro triste sacó los retales y se los entregó al francés, sin mirarlo-. Ahí están -dijo. Y se alejó hasta la barraca.

            El francés contempló la tela; se quedó pensativo, miró interrogativamente a Pierre y, como si adivinara en él algo, exclamó de pronto con voz aguda y enrojecido:

            -Platoche, dites donc, Platoche! Gardez pour vous Platoche, eh, Platoche! ¡Tómalos para ti!).

            Le dio la tela, volvió la espalda y se marchó.

            -Para que veas -dijo Karatáiev moviendo la cabeza-. Dicen que no son cristianos, pero también tienen alma. Los viejos suelen decir: la mano sudada es generosa, la seca es avara. Él está desnudo y, sin embargo, me ha dado la tela... -Karatáiev sonrió pensativo, contemplando los retales, y calló por un momento. Después dijo: -Y a mí me va a venir de primera, amigo -y volvió a a la barraca.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 2ª parte, cap. XI. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1212-1216.]

 

            Karatáiev se va debilitando. Su salud física es muy frágil. Pero su fortaleza moral -enorme- no deja de crecer. Trata por igual a todos. Así cuenta una historia sencilla a los soldados. Pero no es sólo la historia que cuenta sino la alegría de Platón -el sentido de esa alegría- lo que ahora llena de vida el alma de Pierre:

XII

            El día 22 de octubre, al mediodía, Pierre subía una fangosa y resbaladiza cuesta, con la atención puesta en sus pies y en las desigualdades del terreno. De cuando en cuando echaba una mirada a la gente que le rodeaba y que ya le era familiar; después, volvía los ojos a los pies. Lo uno y lo otro le era igualmente familiar y conocido. El patizambo “Sieri” corría gozosamente a un lado del camino y, como para probar su propia habilidad y la alegría que le embargaba, levantaba a veces una de las patas traseras y corría con las otras tres; después se lanzaba ladrando hacia los cuervos posados sobre la carroña. “Sieri” parecía más limpio y alegre que en Moscú. Por todas partes se veía carne: restos de animales y hasta cadáveres humanos en diversos grados de descomposición; el continuo desfile de soldados mantenía alejados a los lobos, de manera que “sieri” podía comer cuanto le viniera en gana.

            Llovía desde por la mañana y parecía que la lluvia estaba a punto de cesar y despejaría, pero, al cabo de una breve interrupción, arreció el aguacero. La tierra, completamente empapada, no podía absorber más agua, y las rodadas del camino se convirtieron en torrentes.

            Pierre caminaba mirando hacia los lados; contaba sus pasos de tres en tres y doblaba los dedos. Interiormente se dirigía a la lluvia, como animándola: “¡Más! ¡Todavía más!”

            Le parecía no pensar en nada, pero allá en el fondo de su espíritu, estaba ocurriendo algo muy importante y consolador. Era la conclusión más sutil y espiritual de su conversación de la víspera con Karatáiev.

            Durante el descanso de la noche anterior, tiritando junto al fuego apagado, se levantó para acercarse a la hoguera más próxima. Allí estaba sentado Platón, con la cabeza envuelta en un capote. Con voz clara y grata, aunque débil a causa de su enfermedad, contaba a los soldados una historia ya conocida por Pierre. Había pasado de la medianoche; era el momento en que Karatáiev acostumbraba a salir de su crisis febril y se mostraba más animado. Cuando, al acercarse a la hoguera, oyó Pierre la voz enfermiza de Platón y contempló su rostro triste, iluminado por el fuego, algo le hirió en el corazón desagradablemente. Se asustó de su propia piedad hacia aquel hombre y hubiera querido irse, pero no había otras hogueras y Pierre, tratando de no mirar a Platón, acabó por sentarse.

            -¿Cómo va esa salud? -preguntó.

            -¿Qué salud? -dijo el enfermo-. Si lloramos la enfermedad, Dios no nos enviará la muerte -y prosiguió el relato interrumpido.

            “Y así ocurrió, hermano”, continuó Platón con una sonrisa en su rostro flaco y pálido y un brillo especial y alegre en sus ojos.

            Pierre conocía la historia. Karatáiev se la había contado seis veces, y siempre con un particular sentimiento de alegría. Sin embargo, la oyó aquella noche como si fuera nueva para él. Se sintió contagiado por el plácido entusiasmo que experimentaba Karatáiev al hablar. La historia trataba de un viejo mercader que vivía en el santo temor de Dios y que cierto día salió con un compañero suyo, muy rico, en peregrinación a la tumba de San Macario. Llegaron a una posada, ambos mercaderes se durmieron y al día siguiente el rico apareció muerto; le habían robado todo. Bajo la almohada del comerciante encontraron un cuchillo ensangrentado. Lo juzgaron, fue condenado a azotes, le cortaron la nariz -según la ley- y lo enviaron a trabajos forzados, contaba Karatáiev.

            -Y he aquí, amigo mío -Pierre llegó en ese momento-, que pasaron diez años o más. El viejo seguía en presidio, tranquilo, sin hacer nada malo y no pidiendo a Dios más que la muerte. Pues bien: una noche, los forzados se habían reunido, como nosotros ahora; el viejo estaba con ellos. Entonces comienza la conversación de por qué sufre condena cada uno y de qué son culpables ante Dios. Y cada uno empieza a contar: éste ha matado a un hombre; el otro a dos; el de más allá provocó un incendio; el cuarto es un siervo que huyó de su amo, y así todos. Por fin preguntan al viejo: “Y tú, abuelo, ¿por qué sufres condena?” “Yo, hermanos míos, sufro por mis pecados y por los de los demás. No he matado a nadie, no he robado nunca, di limosna a los mendigos. Yo era mercader y poseía grandes riquezas.” Y contó todo tal como había sucedido. “No me lamento de lo que ocurre, dijo, Dios lo ha querido. Sólo me da pena mi vieja mujer y mis hijos.” Y el viejo rompió a llorar. Y sucedió que entre ellos estaba el que mató al mercader. “¿Dónde ocurrió eso? ¿Cuándo? ¿En qué mes?”, preguntó el verdadero culpable; y quiso enterarse de todos los detalles. Su corazón sufría. Por último se acercó al anciano y cayó de rodillas ante él. “¡Sufre por mi culpa, anciano!, dijo. Os juro que este hombre es inocente. Yo maté a su compañero mientras dormía y yo puse el cuchillo bajo la almohada de este hombre. Abuelo, perdóname en nombre de Cristo.”

            Karatáiev guardo silencio; miró al fuego con una sonrisa feliz y atizó la leña. Después prosiguió su historia:

            -Díjole el anciano: “Es Dios quien te perdona. Nosotros somos todos pecadores delante de Él. Yo sufro por mis pecados.” Y volvió a llorar. ¿Y qué pensáis que ocurrió entonces? -siguió Karatáiev, con el rostro cada vez más iluminado por la alegría, como si en lo que quedaba por contar se hallara lo más interesante y todo el sentido de su historia-. El asesino se presentó a las autoridades y dijo: “He matado a seis personas (era un gran malhechor), pero de nadie tengo tanta lástima como de ese viejo; no quiero que sufra por mí.” Lo explicó todo, lo escribieron y enviaron los papeles adonde correspondía; el sitio estaba lejano, y mientras los papeles iban y venían y escribían todo lo que había que escribir, pasó el tiempo. El asunto llegó hasta el Zar, y éste dio orden de poner en libertad al mercader y de darle una buena recompensa. Cuando se recibió el papel hicieron llamar al viejo. “¿Dónde está el anciano que sufre pena, aunque es inocente?” Lo buscaron por todas partes -la mandíbula de Karatáiev tembló-. Pero Dios lo había perdonado ya, el viejo había muerto. Y eso es todo, amigos -concluyó Karatáiev.

            Y sonriendo ampliamente, miró alrededor.

            No era la historia en sí lo que llenaba el alma de Pierre de un sentimiento confuso y feliz, sino aquel sentido misterioso, aquella entusiasta alegría que brillaba en el rostro de Karatáiev, el sentido oculto de su alegría.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 3ª parte, cap. XIII. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1275-1277.]

 

            Se reanuda la marcha. Continúa la retirada, la huida del ejército francés que empezó en Moscú. En esa larga marcha, la salud de Karatáiev va debilitándose hasta el extremo. Pero su fortaleza moral y su entrega no. Y muere. Pierre, en cambio, mucho más fuerte físicamente, siente la debilidad de su alma en esos momentos...:

XIV

            -A vos places! (¡A vuestros puestos!) -gritó de improviso una voz.

            Entre los prisioneros y soldados de la guardia hubo un movimiento de agitación y regocijo, como si se esperara algo agradable y solemne. Por todas partes se oyeron voces de mando y a la izquierda pasaron unos jinetes al trote, bien vestidos y montados en magníficos caballos. En todos los rostros había esa expresión forzada que suele notarse en las personas cuando se saben cerca de los jefes superiores. Los prisioneros se habían reunido en un grupo, apartados del camino, donde formaron los soldados de la guardia.

            -L'Empereur! L'Empereur! Le maréchal! Le Duc! (¡El Emperador! ¡El Emperador! ¡El mariscal! ¡El Duque!)

            Y acababa de desfilar la escolta cuando, en medio de un enorme ruido, pasó un gran coche tirado por caballos grises. Pierre entrevió el rostro reposado, grueso y blanco de un hombre con tricornio. Era un mariscal. Su mirada se detuvo en la alta figura de Pierre; y en el gesto con que frunció el ceño y volvió la cara, Pierre creyó notar la compasión y el deseo de ocultarla.

            El general que dirigía el convoy, con el rostro encendido y asustado, espoleaba a su flaco caballo y galopaba detrás de la carroza. Algunos oficiales se habían reunido allí y los soldados los rodearon. Todos mostraban la misma excitación e inquietud en los rostros.

            -Qu'est-ce qu'il a dit? Qu'est-ce qu'il a dit? (¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho?) -oía Pierre.

            Mientras pasaba el mariscal, los prisioneros se mantuvieron reunidos y Pierre vio a Karatáiev, al que no había visto aún aquella mañana. Envuelto en su capote, el enfermo estaba recostado junto a un abedul; en su rostro, además de la expresión de gozo de la noche anterior, cuando contaba la historia del viejo que había sufrido inmerecidamente una pena, resplandecía un gesto solemne y dulce. Miró a Pierre con sus ojos bondadosos, redondos y húmedos, y pareció que lo llamaba, que quería decirle algo. Pero Pierre temía demasiado por sí mismo. Fingió no haber notado la mirada del otro y se apartó apresuradamente.

            Cuando los prisioneros se pusieron en movimiento otra vez, Pierre miró atrás. Karatáiev seguía sentado al borde del camino, junto al abedul; dos franceses hablaban muy cerca. Pierre no quiso mirar más; cojeando, empezó a subir la cuesta.

            A sus espaldas, en el lugar en que estaba sentado Karatáiev, sonó un disparo. Pierre lo oyó bien, pero al mismo tiempo se acordó de que no había terminado de calcular las etapas que quedaban para llegar a Smolensk, cosa en que estab entretenido cuando pasó el mariscal. Reanudó sus cálculos. Delante de él pasaron, a la carrera, los dos soldados franceses; el fusil de uno de ellos humeaba aún. Parecían muy pálidos; uno volvió la cara hacia Pierre tímidamente y en su rostro pudo leer el prisionero la misma expresión que había sorprendido en el joven soldado el día de los fusilamientos de Moscú. Pierre miró a aquel hombre y recordó que era el que dos días antes había dejado quemar su propia camisa mientras la secaba al fuego, y que eso había provocado muchas bromas de sus compañeros.

            El perro comenzó a aullar en el sitio en que había quedado Karatáiev.

            “¿Por qué ladra ese imbécil?”, pensó Pierre.

            Los compañeros de Pierre no se volvieron tampoco hacia el sitio en que antes se había oído el disparo y ahora resonaban los aullidos del perro; pero en todos los rostros estaba pintada la misma expresión severa.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 3ª parte, cap. XIV. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1277-1279.]

 

            Ya en libertad y en Moscú, Pierre se reúne con Natasha. Allí, en presencia de la princesa María, le abre su alma y cuanta sus desventuras. Entre tanta desgracia, sin embargo, brilla con intensidad el recuerdo de Karatáiev, que en adelante iluminará siempre su alma... Pierre ha cambiado y empieza a crecer como hombre de verdad:

            -Pero ¿es cierto que se quedó con intención de matar a Napoleón? -le preguntó Natasha con una leve sonrisa-. Creí adivinarlo cuando nos lo encontramos en la puerta de Sújareva, ¿se acuerda?

            Pierre confesó que era verdad y, conducido poco a poco por las preguntas de la princesa y sobre todo por las de Natasha, se dejó arrastrar al relato minucioso de sus aventuras.

            Al principio habló con esa indulgente ironía que empleaba al referirse a la gente y sobre todo a sí mismo; pero luego, cuando llegó al relato de los sufrimientos y de los horrores presenciados, comenzó a hablar insensiblemente con la contenida emoción del hombre que rememora los terribles acontecimientos de que ha sido testigo.

            La princesa María, con tímida sonrisa, miraba sucesivamente a Pierre y a Natasha; en el primero, durante el largo relato, no vio más que bondad. La segunda, apoyada en los codos, fue siguiendo con variable expresión la historia de Pierre. Lo miraba atentamente y vivía también ella todo lo que Pierre contaba. Advertíase que no comprendía sólo lo que él relataba, sino también lo que él quería decir y no podía expresar con palabras. El episodio de la niña y la mujer, por defender a las cuales había sido apresado, lo contó así:

            -Era un espectáculo horrible, los niños abandonados y algunos en medio de las llamas... Delante de mí sacaron a uno de esos infelices... Y mujeres a las que arrancaban sus pendientes... -Pierre enrojeció y se detuvo confuso-. En esto, llegó una patrulla de franceses y apresaron a los que nada hacían, a los que no robaban. Y a mí juntamente con ellos.

            -Seguramente no lo cuenta usted todo... Seguramente hizo usted algo bueno... -dijo Natasha.

            Pierre prosiguió su relato. Cuando llegó a la escena de los fusilamientos, quiso pasar por alto los terribles detalles, pero Natasha exigió que lo dijera todo.

            Después habló de Karatáiev. Se levantó y dio unos pasos; Natasha le seguía con los ojos. Se detuvo un momento.

            -Ustedes no comprenderían todo lo que aprendí de aquel hombre analfabeto.

            -Sí, sí... diga... ¿dónde está ahora? -preguntó Natasha.

            -Lo mataron casi ante mis ojos.

            Y Pierre pasó a contar los últimos días de la retirada, la enfermedad de Karatáiev y su muerte. Su voz temblaba. Hablaba de sus propias cosas como nunca lo había hecho. Parecíale ahora adivinar en todo lo sucedido una significación nueva, en la que antes no reparara.

            Ahora, al contar todo esto a Natasha, Pierre experimentaba el raro placer que proporcionan las mujeres cuando escuchan a alguien; no esas mujeres intelectuales que prestan atención, procurando retener lo que se les dice para enriquecer su espíritu y, llegada la ocasión, servirse de ello o aplicar lo que se les cuenta a la propia situación y comunicar a otros lo antes posible sabias frases elaboradas en su pequeño laboratorio espiritual, sino el verdadero placer que proporcionan las mujeres dotadas de la capacidad de discernir y tomar lo que hay de mejor en las manifestaciones del alma humana. Natasha, sin darse cuenta de ello, era toda atención; no dejaba escapar ni una palabra, ni un matiz de la voz, ni una mirada, ni una contracción del rostro, ni un gesto de Pierre. Captaba al vualo cada palabra, aun a medio expresar, y la llevaba a su corazón, adivinando el misterioso sentido de todo el trabajo moral de Pierre.

            La princesa María comprendía también el relato, simpatizaba con él, pero se fijaba en otra cosa que atraía enteramente su atención; veía la posibilidad del amor y la felicidad de Natasha y Pierre, y esa idea, que acudía a ella por primera vez, llenaba su corazón de júbilo.

            Eran las tres de la mañana. Los criados, con rostros graves y tristes, entraban a renovar las velas, pero ninguno los advertía. Pierre concluyó su relato. Natasha seguía mirándolo con ojos animados y brillantes, como deseosa de comprender aquello que él no había contado. Pierre, turbado y feliz a un tiempo, la miraba de vez en cuando y buscaba en su imaginación lo que habría de decir para cambiar de tema.

            La princesa María callaba. A ninguno se le ocurrió que eran ya las tres y que había que ir a dormir.

            -Se suele hablar de desgracias y sufrimientos -comenzó Pierre-. Pero si me dijeran ahora: “¿Qué prefieres, volver a ser lo que eras antes de tu cautiverio, o vivir de nuevo todo lo que has padecido?” ¡En nombre de Dios, otra vez la cautividad y la carne de caballo! Cuando nos apartan de nuestro camino trillado, creemos que todo está perdido, siendo así que sólo entonces comienza lo nuevo y lo bueno. Mientras hay vida, existe la felicidad.

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, lib.4º, 4ª parte, cap. XVIII. Ed. Planeta, Barcelona (2003), págs. 1343-1344.]

 

            Ocho años después, ya casado con Natasha -que le había dado cuatro hijos- Pierre tiene proyectos ambiciosos para Rusia, proyectos políticos y sociales. Natasha lo escucha atentamente. Una vez más, el ejemplo sencillo de Karatáiev iluminará la conversación. Ciertamente será Platón Karatáiev el hombre que deje una huella más profunda en el alma de Pierre, a pesar de haber compartido con él tan sólo unas semanas...:

            -Nikolai sostiene que no debemos pensar; pero yo no puedo dejar de hacerlo. Y eso sin contar que en San Petersburgo he comprobado (a ti te lo puedo decir) que sin mí se desmoronaría todo: cada uno arrima el ascua a su sardina. Pero he logrado reunirlos. ¡Además, mi idea es tan clara y sencilla! No digo que debamos oponernos a esto o a lo otro. Podemos engañarnos. Lo que digo es que quienes aman el bien deben darse la mano y que no debe haber más que una bandera: la de la virtud activa. El príncipe Sergio es un hombre magnífico y muy inteligente.

            Natasha no dudaba de que la idea de su marido fuera grande, pero sólo una cosa le preocupaba: el hecho de que fuese su marido. “¿Acaso es un hombre tan importante, tan necesario para la sociedad, y al mismo tiempo es mi marido? ¿Cómo puede ser?” Quería exponer esa duda. “¿Quiénes son las personas que pueden juzgar si él es el más inteligente de todos?”, se preguntaba; y buscaba con su pensamiento a todas aquellas personas a las que Pierre ponía más alto. Y de todas ellas, a juzgar por sus relatos, nadie estaba por encima de Platón Karatáiev.

            -¿Sabes en qué pienso? En Platón Karatáiev. ¿Qué le parecería? ¿Aprobaría tus planes? -dijo ella.

            Pierre no mostró asombro alguno por esa pregunta de Natasha: comprendió el camino recorrido por la mente de su mujer.

            -¿Platón Karatáiev? -dijo y reflexionó, tratando de imaginarse exactamente la opinión de Karatáiev sobre aquel asunto-. No lo comprendería, o quién sabe, tal vez sí.

            -¡Cuánto te quiero! -exclamó de pronto Natasha-. Mucho, muchísimo.

            -No, no lo aprobaría -continuó Pierre, después de haberlo pensado-. Lo que sí le gustaría es nuestra vida de familia. Deseaba ver en todo felicidad, calma tranquila, y yo me sentiría orgulloso de que nos viera. Tú hablas de nuestras separaciones, y no creerías lo que siento cuando nos reunimos...

            [Tolstoi, L. N., “Guerra y paz”, Epílogo, 1ª parte, cap. XVI. Ed. Planeta, Barcelona (2003), pág. 1412.]

 

                                                      Marbella, 1 de septiembre de 2010.