El rostro borroso

 

         Un hombre bastante aficionado a la bebida se dirigió -como acostumbraba- a un bar situado cerca de su casa. Allí empezó a consumir -también como acostumbraba- una cerveza ttras otra. Pasadas las horas, aunque a duras penas y mareado, seguía en pie. Fijándose entonces en otro grupo de hombres que bebían mientras charlaban animadamente al otro extremo de la barra, se sintió obligado a hacerles una advertencia:

 

         -¡¡¡Heeeyyyyy, vossssotrrroooossss!!!, se dirigió a ellos con una voz casi ininteligible que delataba los abundantes litros de cerveza que en ese momento albergaba su cuerpo.

 

         -¡¡¡A veeerrrr si bebéisssss menooooosssss, que de tanto bebeeeerrrrr se os está poniendo el rossstrrooo borrrrrooossooo!!!

 

(...)

 

         Con frecuencia nosotros reaccionamos de forma parecida a ese borracho: empezamos a descubrir defectos en quienes nos rodean, a veces defectos graves... y -por soberbia- con caemos en la cuenta de que quizá no sólo son defectos que no existen en esas personas, sino que son -sobre todo- defectos arraigados en nosotros.

 

         ¡Qué útil el consejo que daba San Agustín!: «procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros» (San Agustín, Enarrationes in psalmos, 30, 2, 7).

 

         Parece mentira, pero debemos esforzarnos por entender que si en un bar las personas que miramos tienen el rostro borroso, probablemente habremos bebido -nosotros, no ellos- demasiado... Hay que vencer el subjetivismo que tiende a excusar los defectos personales a la vez que se muestra intransigente con los defectos (reales o inventados) de los demás. Una vez más, el refranero popular sale en nuestra ayuda: «El ojo que ves / No es ojo porque lo ves / Es ojo porque te ve».

 

                                                        Fernando del Castillo del Castillo