¡Calla,
Niño!...
(sinceridad
en la oración)
Parece una historia inventada,
pero el planteamiento de la misma es tan real y –por desgracia- tan frecuente
que vale la pena considerarla como algo que ha sucedido y que sucede a
menudo...:
Aquella
muchacha llevaba tiempo meditando la posibilidad de que Dios le pidiese más:
incluso la vida entera. Era buena cristiana y no deseaba organizar su vida al
margen de la Voluntad de Dios. Por otra parte, en su interior se resistía a la
idea de una entrega completa a Dios.
De
rodillas, mientras miraba fijamente a la imagen de la Virgen que había en su
habitación, empezó a rezar en alto: -“Madre mía, dímelo: casadita o monjita,
casadita o monjita”... Así una y otra vez. Hasta que, finalmente, el Niño que
tenía la Virgen en sus brazos se volvió hacia la chica y le dijo: -“¡Monjita!”
A lo que la muchacha respondió sin dudar: -“¡Calla, Niño: que estoy hablando
con tu Madre!”
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A menudo
nos dirigimos a Dios en nuestra oración personal. La mayor parte de las veces
–en esto actuamos como niños chicos- no hacemos otra cosa que pedirle cosas:
que me des esto, que me soluciones este problema, que me ayudes en aquello... Y
Dios, con su infinita paciencia nos atiende (aunque no siempre nos conceda lo
que le pedimos porque no siempre nos conviene: Él sabe más).
Rara es la ocasión en la que nos ponemos en su presencia
–más rara aún delante del Sagrario, donde nos espera desde hace veinte siglos-
para preguntarle qué quiere que hagamos con la vida que Él nos ha dado. Pero
aun en estos casos, resulta habitual que vayamos a la oración con una respuesta
“prefabricada”: a nuestro gusto. Pero Dios no suele hablarnos como en la
historia precedente: sino de forma suave, delicada, en el fondo de nuestra
conciencia. Y para escucharlo hay que estar atento: con los sentidos externos
–el oído, la vista...- recogidos, y con los sentidos internos –la imaginación:
esa “loca de la casa” que decía Santa Teresa- más recogidos aún. Si vamos con
la respuesta “apañada” por nosotros, sólo conseguiremos descubrir y hacer nuestra
santa voluntad... de Dios (y engañarnos).
Lógicamente, en la medida en que nuestro corazón se
encuentre libre de ataduras –apegamientos a cosas materiales, pensamientos que
giran en torno a nosotros (qué piensan de mí, qué impresión he causado, etc.),
sensualidad a flor de piel-, estaremos en mejores condiciones de escuchar a
Dios y de verlo en medio de las actividades más corrientes: “Bienaventurados
los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.