EL
RUISEÑOR Y LA ROSA
(Modificado del original de Oscar Wilde)
Sucedió hace
más de dos siglos... Paolo era un muchacho universitario de unos veinte años.
Estudiaba Filosofía en una pequeña ciudad al Norte de Italia. Como no era
natural de allí, se alojaba en una casa alquilada. Vivía solo (bueno, en
realidad contaba con la compañía de un ruiseñor que todas las noches le
deleitaba con sus cantos).
Aparte de los estudios, otra cosa
ocupaba continuamente la cabeza del estudiante: al poco de llegar a aquella
ciudad se había enamorado de una chica. Todos los días la veía, pero nunca
había podido acercarse a ella para conversar y declararle su amor, pues era la
hija del alcalde y él... no era nadie.
Un día, al salir a la calle, escuchó
al vocero del Ayuntamiento leer a grandes gritos un bando del alcalde.
Decía...: “Mañana celebraré el vigésimo cumpleaños de mi queridísima hija
única, y quiero que sea una gran fiesta para todo el pueblo: todos están
invitados a participar en los festejos, que se desarrollarán en los jardines
del Ayuntamiento a partir de las cinco de la tarde. Habrá comida y bebida,
teatro, juglares, música y baile... Además, el primer joven que se presente en
la fiesta con una rosa de color rojo para obsequiar a mi hija, tendrá el honor
de participar con ella en un baile...” (Paolo no necesitó seguir escuchando.
Era casi un milagro, pues nunca antes había podido hablar con ella: iría a
buscar esa rosa de color rojo, la llevaría a la fiesta y... en los pocos
minutos que durase el baile con ella se presentaría y le declararía su amor).
(El estudiante fue de tienda en
tienda, de jardín en jardín, en busca de esa flor, pero no encontró nada.
Finalmente, sumido en una gran depresión, llegó a su casa, miró al pájaro y
pensó: “Éste no entiende nada de mi sufrimiento, ni de las alegrías y penas que
trae el amor, pero voy a dejarle que disfrute al menos de la libertad de volar
por el campo: voy a soltarlo...” Y abrió la jaula).
El pájaro sí entendía al estudiante
y sabía de su enamoramiento, porque a veces hacía comentarios en voz alta
cuando se encontraba en casa. Como le apreciaba mucho, decidió ir en busca de
esa flor: -“Necesito que me des enseguida una rosa de color rojo”, decía
mientras iba por la ciudad de rosal en rosal. -“No tengo flores” o -“Las mías
son de otro color”, eran a veces las respuestas.
Finalmente, llegó a un rosal situado
bajo la ventana de la habitación del estudiante y le formuló esa misma
petición. El rosal, que conocía y apreciaba al ruiseñor porque todos las noches
escuchaba sus cantos le contestó: -“El invierno ha sido muy duro y soy incapaz
de dar siquiera una flor. Aunque habría un sistema, pero te aprecio tanto
que... ¡mejor no!” -“Sí, contestó el ruiseñor, estoy dispuesto a hacer lo que
sea.” Y tanto le insistió que finalmente el rosal accedió a contárselo: -“Esta
noche vendrás y, cuando la luna llena esté en lo alto, aplicarás tu pecho sobre
una de mis espinas y empezarás a cantar... El calor de tu cuerpo revitalizará
mis vasos y tu sangre correrá por ellos... Así florecerá una rosa de color
rojo: del color rojo de tu sangre... Ya sabes el precio...”
Llegó la noche y el ruiseñor se
acercó al rosal, apoyó su pecho sobre una espina y empezó a cantar... (El
estudiante lo reconoció enseguida y pensó, mientras lo escuchaba: -“¡Qué feliz
es, mientras yo sufro desconsolado!”). -“Más fuerte -le dijo el rosal-, tienes
que apretar tu pecho, que la espina se clave en tu corazón, hasta que salga la
última gota de tu sangre”. Y así lo hizo: interpretó entonces la mejor de sus
canciones... (El estudiante lo oía extasiado, ya que nunca había cantado así). Poco
después el ruiseñor se desplomó sobre el suelo... (El estudiante pensó: -“¡Vaya!, ha
dejado de cantar: ¡qué contento se le notaba hoy! En fin, yo voy a recoger mis
cosas y a acostarme, que mañana hay que seguir trabajando”). Y en lo alto del rosal empezó a
florecer una espléndida rosa de color rojo...
A la mañana siguiente, cuando se
levantó, el estudiante fue a abrir la ventana y sus ojos se encontraron con la
hermosa flor que había salido esa noche. -“¡Soy el hombre más afortunado del
mundo!”, exclamó. Cortó la flor y la preparó. Y cambió los planes para esa
mañana: también él debería arreglarse para la fiesta de cumpleaños... (Durante
horas no hizo otra cosa que probarse distintas combinaciones de ropa -“¡Tengo
que impresionarla!”, pensaba- y ensayar delante del espejo, mientras
daba vueltas en su cabeza a las palabras que le diría…)
Mientras se dirigía hacia el
Ayuntamiento, preparaba en su interior lo que iba a decir a su amada durante el
baile. Pero descubrió entre las personas que se dirigían a la fiesta al hijo
del banquero (-“El padre de éste sí que tiene poder: ¡el alcalde no toma una
decisión importante sin consultarle antes!”, pensaba); y al de un comerciante
que vendía zapatos (-“¡Qué zapatos de piel lleva!: cómo se nota que su padre
tiene mucho dinero...) Ambos conocían a la hija del alcalde porque sus padres
eran influyentes. Y pensó: -“Ésos sí que tienen dinero y poder. Yo en cambio...
¡no tengo nada! Y cuando baile con ella me lo va a decir: -‘Mira a éste y a aquél, mientras que tú...
¿qué puedes ofrecerme?’ Y me va a despreciar... ¡No vale la pena
intentarlo!” (Así que, a punto de llegar al Ayuntamiento, arrojó la flor al el
suelo y se dio media vuelta).
Cuando llegó a su casa vio el cuerpo
del ruiseñor muerto sobre el suelo. -“¡Vaya!, comento, se ve que anoche cogió
frío: estaba disfrutando tanto mientras cantaba... Al menos gozó un poco del
placer de estar suelto... Bueno, yo voy a seguir con mis estudios y a olvidar
esas cosas del amor, que son sólo tonterías...”
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Es
sólo un cuento. Pero también una historia real: la historia de cada uno, aunque
podemos escribir el final de otra manera...
No
se trata de un ruiseñor sino del mismo Dios hecho Hombre. Y no lo ha hecho por
conseguirnos el amor de otra persona sino la felicidad eterna del cielo. La
situación de los hombres después de la caída de nuestros primeros padres era
terrible (a mí casi no tienen que hablarme del pecado original como verdad
de fe, porque “palpo” todos los días la huella que ese pecado ha dejado en mi
alma: ¡a veces cuesta tanto hacer el bien y evitar el mal!) Ningún hombre podía
hacer méritos para saldar la deuda contraída.
Pero
Dios no nos abandonó y -sólo a Dios se le podía “ocurrir” un remedio tan
ingenioso- decidió hacerse Hombre. Para no humillarnos, se humilló Él. Y para
que así fuese un Hombre -que a la vez es Dios- quien consiguiese redimir a
todos los hombres: por eso el valor de esa redención ha sido infinito, y la
gracia sobreabundante: capaz de alcanzar el perdón de todos los pecados... de
todos los hombres... de todos los tiempos...
Sin
embargo, que las puertas del cielo se hayan abierto no significa que todos
entremos. Que la redención se haya realizado no implica que cada uno de
nosotros reciba sus frutos. Porque Dios prefiere “correr el riesgo” de nuestra
libertad -como le gustaba repetir a San Josemaría.
Quiere tener hijos libres obedientes más que esclavos sometidos, y por eso
respeta nuestra libertad. Tenemos que “coger la rosa”...
“Coger
la rosa” es recibir los sacramentos que el mismo Jesucristo ha instituido para
darnos su gracia y su perdón. ¿De qué me sirve que Cristo haya muerto en la
Cruz para perdonar mis pecados si yo no recibo ese perdón acudiendo a
confesarme con sus sacerdotes (ver: CONFESIÓN)? ¿De qué, si teniendo la oportunidad de asistir
al mismo Sacrificio de la Cruz -no es otra cosa la Santa Misa que la renovación
incruenta de ese Sacrificio-, lo desprecio por pereza o por miedo al “qué
dirán” mis amigos cuando me vean ir? ¿Qué utilidad tiene para mí la presencia
real del Señor en la Eucaristía si no me acerco a visitarlo en las iglesias y
tampoco lo recibo porque vivo habitualmente en pecado mortal?
Es
verdad que Dios no se “ata la manos” y puede darnos su gracia y su perdón por
otros medios. Pero es más cierto que difícilmente va Dios a ofrecernos su
gracia por medios extraordinarios si despreciamos los ordinarios que tenemos al
alcance de la mano. Sería como si un agricultor suplicase al cielo pidiendo
lluvia para sus cultivos de regadío sin poner otros medios. Quizá tendría que
escuchar la “queja” de Dios: ¿Para qué he puesto junto a tu campo un grifo y
una manguera? Utilízalos y, si hace falta más agua, Yo haré que llueva. Pues el
“grifo” de la gracia son los sacramentos...
Por
último, igual que el estudiante pensó que el ruiseñor había muerto de frío,
también nosotros, si no acudimos a confesarnos, podemos acabar pensando, cada
vez que vemos la imagen de un Crucifijo: ¡hay que ver cómo se portaron aquellos
judíos!... Y olvidar... ¡que no!: que son mis pecados personales, además del
pecado original, los causantes de esa Muerte.
Y que yo debo corresponder a la entrega generosa de Jesucristo, si no
quiero que esa Redención eficacísima... resulte ineficaz para mí.
Fernando del Castillo
del Castillo