Pasear, contemplar, leer, orar

 (Juan Sánchez Ocaña)

IDEAL (Almería), 7 de agosto de1993, pág. 3

 

         Cuatro verbos activos, que son todo un programa para las vacaciones. Cuatro ventanales para que entre una brisa que reconforte la personalidad toda, sin reducir el descanso a mimar el cuerpo y al dulce hacer nada. ¿Es dulce la pura inactividad?

         Ha sido Juan Pablo II el que ha puesto en fila estos infinitivos, como proyecto de sus mínimas vacaciones. Y han sido muchos los periódicos que han recogido estos cuatro vocablos, adivinando en ellos un estilo vacacional atractivo.

         De primeras, pasear. Que no es lo mismo que andar. Lo incluye, pero lo sobrepasa. Andar es el ejercicio inicial que en los niños, tras el gateo y los primeros pasos prendidos de la mano materna, delata el comienzo de su autonomía. Luego aparece el hombre erguido que camina, salta y corre durante años y años, hasta que la pesadumbre del tiempo le va inclinando de nuevo hacia el suelo. Entonces vuelve a necesitar la apoyatura: el bastón o el nieto.

         Ante una civilización sedentaria, se ha descubierto de nuevo el beneficio del caminar. Unas formas de vida basadas en la prisa, nos llevan a relegar el placer de pasear: ir por el campo o por el borde del mar, o por las aceras de la ciudad, en ritmo de sosiego, en ejercicio reflexivo, con la mente y el corazón en armonía con los pasos, con las manos, con los ojos, sin fragmentar la personalidad, respirando a sabiendas, oliendo a quietud, a dominio del tiempo, a calma. Si se pasea, se descansa. Si sólo se ejercitan, como motores, los músculos, la estructura corporal se beneficia, pero el ser queda insatisfecho. Y al mismo tiempo, contemplar. Se puede ver un paisaje y no mirarlo. En el ver hay mucho de pasividad, de avalancha que entra por los ojos. Para mirar hay que esforzarse en descubrir contornaos, tonalidades, susurros, sensaciones.

         Contemplar va más allá del mirar. Es penetrar bajo la corteza de las cosas, traspasar el polvo y la tela que las cubre, llegar hasta sus principios y comprobar dónde mana su belleza, su espíritu. Es un ejercicio emparentado con la ciencia mística: encontrar en los reflejos al reflector, en las cosas alumbradas, al sol; en los rostros de las personas, su alma; en el mar los ríos; en los árboles, la savia.

         Contemplar es gozar la vida que bulle tras la fachada de cada paisaje, palabra, risa, canto o llanto. Es dar con la veredilla que conduce a la desvelación total de la realidad, sin achicamiento de lo sensible. Es ensanchar la mirada, penetrar en el secreto deleite de las cosas y detenerse en admiración. Quien contempla, como el que ama, descansa.

         Y en horas propicias, leer. Capacidad específicamente humana: trasvasar las ideas y descubrimientos ajenos al patrimonio personal de la mente. Con esa mediación misteriosa de la palabra escrita sobre el papel impasible, ajeno a la riqueza que porta. Leer es alimentar las raíces, traspasar fronteras sin abandonar la propia casa, cultivar sentimientos nobles, quitar cerrojos a la imaginación, descubrir prados interiores.