Carta de Santo Tomás Moro
(A
Antonio Bonvisi*)
Torre
de Londres, junio de 1535
*A
Antonio Bonvisi. La carta
está escrita en latín: Amicorum amicissime, et
merito mihi charissime...
Muchos años antes había elogiado Erasmo el talento de Moro para hacer amistad y
para mantenerla: Ad amicitiam
natus factusque videtur, cuius et syncerissimus est cultor et longe tenacissimus est (...) Si quis absolutum verae amicitiae requirat ejemplar, a nemine rectius petierit quam a Moro. Se
conserva otra breve nota de Tomás Moro a Bonvisi,
escrita quizás en 1517, por la que sabemos que su amigo italiano había leído Utopía con gran gusto y placer (cfr. Rogers, Correspondence, n.34, p.88; Selected Letters,
n.15, p.90). Antonio Bonvisi o Buonvisi
nació en Lucca (Italia) el 26 de diciembre de 1487. Desde
joven trabajó en los negocios mercantiles y bancarios de su padre. Hacia 1505
marchó a Inglaterra, en donde el negocio de la familia era la importación de
lana y joyas; hizo allí una gran fortuna. Fue banquero para el gobierno inglés,
trabajó en las finanzas internacionales y fue mecenas de las humanidades. En
1524 Tomás Moro le vendió la casa de Crosby Place. Antonio
Bonvisi fue padrino de Austin,
nieto de Tomás Moro y segundo hijo de John More. Quizás
es Bonvisi “el mercader italiano” que protagoniza la
anécdota que cuenta Moro en su carta a Dorp (cfr. Rogers, Correspondence, 46/632): “Cenavi olim apud Italum quendam mercatorem...”; Selected Letters, p. 30). El cardenal Reginald
Pole le describiría años después como “un bienhechor
muy especial de católicos y buenas personas”. Con gran frecuencia mandaba Bonvisi ropa, comida, vino y otros enseres al obispo Fisher y a Tomás Moro mientras duró la estancia de éstos en
la cárcel. Su aversión a la Reforma Protestante era bien conocida y como otros
papistas acabó en el exilio. El hecho de que no regresara a Inglaterra con la
subida al trono de María puede al menos sugerir que junto a las razones
religiosas pudo haber también razones comerciales. Toda la familia de Bonvisi se mostró siempre fiel a la causa católica. Murió
en 1558 y fue enterrado en Lovaina. Cfr. Dizionario Biografico degli Italiani. Roma, 1972,
vol. 15, pp. 295-299. Cfr.
Elizabeth McCutcheon, «”The Apple of My Eye”: Thomas More to Antonio Bonvisi. A reading and a translation», Moreana, 71-72 (1981), pp. 37-56.
Al mejor amigo de
todos los amigos, y para mí merecidamente el más querido, saludos.
Ya que tengo el presentimiento (quizás
falso pero así lo presiento) de que pronto ya no tendré posibilidad de
escribirte, he decidido, mientras puedo, mostrarte al menos por esta breve
carta cuánto me refresco con el placer de tu amistad en este hundimiento de mi
fortuna.
Ciertamente, excelentísimo señor,
siempre me he deleitado en ese amor que me tienes, pero cuando recordé que son
ahora ya casi cuarenta años en los que he sido no un invitado sino miembro del
hogar de los Bonvisi, y que entretanto no me he
mostrado yo devolviendo el favor como amigo, sino más bien como un amante
estéril, mi vergüenza hizo de verdad que aquella genuina dulzura que de otro
modo saboreaba con el pensamiento de vuestra amistad, poco a poco por cierto
pudor tornara agria, como si hubiera sido negligente en mi deber hacia ti. Pero
me consuelo ahora con el pensamiento de que nunca hubo ocasión de devolver el
favor. Tu fortuna era siempre tan grande, que nada quedaba lugar en donde yo
pudiera hacer algo. Soy consciente, por tanto, de que no dejé de corresponder
por culpa de negligencia en mi deuda hacia ti sino por falta de ocasión para
hacerlo. Pero ahora, cuando aun la esperanza de recompensarte ha desaparecido,
y tú a pesar de todo persistes queriéndome y beneficiándome, y corres aún más
en tu amistad, y como si fueras infatigable -pocos hombres regalan a sus
afortunados amigos tanto como tú favoreces, amas, estimas, y honras a tu Moro,
postrado como está, abyecto, afligido y condenado a
prisión-, me absuelvo entonces de cuanta amarga vergüenza sintiera antes y
descanso en la dulzura de esta maravillosa amistad tuya. Mi buena fortuna al
tener tan fiel amigo como eres tú, me parece que de algún modo -no sé cómo-
casi contrapesa este desafortunado naufragio de mis naves. Ciertamente, aparte
de la indignación de un Príncipe, al que amo no menos de lo que debiera ser
temido, por lo demás, tu amistad casi compensa mis pérdidas, pues ellas se
deben contar entre los males de la fortuna.
Pero si contara la posesión de tan
constante amistad, que ni la caída tan adversa de la fortuna ha arrebatado sino
que la ha cimentado más, entre los bienes caducos de la fortuna, sería de
verdad un hombre demente. Pues la felicidad de una amistad tan fiel, y tan
constante en contra de los vientos contrarios de la fortuna, es una rara felicidad,
y sin duda, un regalo noble y augusto que procede de una especial benevolencia
de Dios. Por lo que a mí se refiere, ni veo ni acepto esta amistad de ninguna
otra manera sino como algo preordenado por la infinita misericordia de Dios,
que, de entre todas mis viejas y tenues amistades, ha preparado hace mucho
tiempo un hombre como tú, tan amigo, que pudiera enjugar y aliviar con tu
consuelo una gran parte de esta molestia que el peso de la fortuna avanzando de
cabeza en contra mía ha echado sobre mí. Por lo tanto, mi querido Antonio, de
entre todos los mortales el más querido, rezo (lo único que puedo hacer) con
toda mi alma a Dios todopoderoso, que te proveyó para mí que, ya que te dio un
deudor que jamás podrá pagar la deuda, se digne en su bondad recompensarte esta
beneficencia que a diario y tan copiosamente derramas sobre mí; luego, que por
su gran misericordia nos lleve a los dos de este violento y tempestuoso mundo a
su descanso: en donde no habrá necesidad de cartas, en donde ningún muro nos
separará, en donde ningún carcelero nos impedirá charlar juntos, sino que
gozaremos de la fruición de una alegría sin fin con Dios el Padre Ingénito, y
con su Hijo Unigénito, nuestro Señor y Redentor Jesucristo, y con el Espíritu
Consolador que de ambos procede. Mientras tanto, que Dios todopoderoso haga que
tú, mi querido Antonio, y yo y todos los mortales dondequiera que estén, tengan
por poca cosa las riquezas de este mundo, con toda la gloria que tienen, aun la
dulzura de la vida misma, por el deseo ardiente de aquella alegría. Y así,
amigo mío, de entre todos mis amigos el más fiel, al que más quiero y en el que
más confío, que eres “la niña de mis ojos”, como acostumbro a llamarte desde
hace mucho tiempo: Adiós. Que Cristo Jesús guarde sana y salva a toda tu
familia, tan parecida a la cabeza en su cariño por mí.
Tomás
Moro: sería en vano añadir “tuyo”, pues no puedes ignorar que así es, ya que lo
has hecho tuyo con tanta amabilidad. Además, tampoco soy ahora tal que importe
mucho saber de quién soy.