La conciencia

(tener paz interior)

 

         Desde hace algún tiempo, recurro a esta imagen para explicar qué es la conciencia y cómo debemos actuar para seguir sus consejos.

 

         La conciencia es el juicio que cada uno hacemos acerca de la bondad o maldad moral de nuestras acciones pasadas o futuras: confrontamos la eticidad de esas acciones con la norma (ley moral) que reconocemos dentro de nuestra alma. Así, la conciencia nos dice: Actúa de esta manera, no obres de esa forma...; y nos alaba o remuerde después de haber actuado (-¡Bieeenn! o -Creo que no...) empujándonos a rectificar si es preciso.

 

         Cuando reflexiono sobre la conciencia, imagino el hogar de cada persona. Es importante tener un hogar donde uno se recoge cuando llega del trabajo o de la calle (quizá nos encontremos dominados entonces por el cansancio, o por el desasosiego de dentelladas morales que, con tanta frecuencia, nos da la vida). Y por eso buscamos la paz: la paz de un hogar en el que reponemos fuerzas y en el que -sobre todo- estamos cómodos (a gusto) porque se nos quiere y respeta tal y como somos.

 

         La conciencia es como una habitación cerrada dentro de ese hogar. Sin puertas ni ventanas. Es la habitación donde sólo cada uno de nosotros y Dios entramos: la necesitamos para descansar: pero debe de estar limpia y ordenada (de lo contrario, en lugar de un sitio de reposo, cada vez que entremos en ella encontraremos más motivos de inquietud).

 

         Como he dicho, en esa habitación cerrada sólo nosotros y Dios entramos. Nadie más puede entrar (ni podría hacerlo aunque nosotros quisiéramos). Cuando necesitamos limpiar o reordenar dicha habitación, lo más que podemos hacer es describir la situación en la que se encuentra a alguien que sea de nuestra confianza: y seguir -o no- después sus consejos.

 

         Hay personas que llevan una vida muy activa: ruidos, movimiento, gestiones... Personas a las que les horroriza el simple hecho de encontrarse solas y en silencio: es en esas circunstancias cuando uno se refugia en la habitación de su conciencia (pero ese refugio no es lugar de descanso, como ya hemos dicho, para quien no cuida de su limpieza y orden). A veces, el activismo de esas personas no es otra cosa que una huida hacia adelante: intuyen la falta de paz que les espera en su conciencia e intentan esquivarla (nunca tienen tiempo para entrar en ella). Y se engañan: porque todos necesitamos esos tiempos de sosiego, de estar con nosotros mismos, sencillamente porque somos personas (no máquinas de hacer cosas). La actividad frenética, la música o la televisión... -¡lo que sea menos el silencio!- son las excusas para evitar estar a solas consigo mismos.

 

         La otra posibilidad es entrar en la conciencia pero no hacer caso del desorden o de la suciedad que allí encontramos. De esa manera, podríamos acostumbrarnos (sólo en parte, porque nunca llegamos a acallarla del todo) a obrar en contra de lo que la conciencia nos dicta. Sin embargo, el resultado es semejante al descrito en el caso anterior: falta la paz.

 

         Todos tenemos conciencia. Todos necesitamos entrar en nuestra conciencia a menudo. Y todos precisamos hallar paz en nuestra conciencia. Cuando sentimos remordimientos (eso es el desorden y la suciedad de los que hablábamos), también todos necesitamos pedir perdón y volver a empezar. Los católicos tenemos una gran ventaja: sabemos que Dios mismo se encarga de limpiar y poner orden en la habitación de la conciencia cuando abrimos nuestra alma al sacerdote (mostramos el estado en que se encuentra esa habitación, con verdadero pesar sobrenatural y deseos de rectificar) dentro de la Confesión. Además, al hacerlo, contamos con la ayuda sobrenatural de la gracia de Dios para vencer en adelante.

 

         La confesión frecuente y la oración personal con Dios (sin ruidos -externos ni internos- que impidan escuchar lo que Dios nos pide en el fondo de nuestra conciencia) son los medios para mantener la paz interior dentro del ajetreo diario.

 

         ¡Qué bien se está en el propio hogar, cuando hay limpieza y orden!... ¡Qué serenidad llevaremos a quienes conviven con nosotros a lo largo del día si tenemos paz en nuestra casa!... ¡Vale la pena dedicar esfuerzos a formar bien la propia conciencia -consultando a quien puede aconsejarnos- y seguir sus dictados, aunque cueste (sin dejarnos llevar de lo que hacen otros)!... Así seremos hombres de fiar, hombres de una pieza, hombres -en definitiva- coherentes.

 

 

Fernando del Castillo del Castillo