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18. LA VIDA DE UN
ENFERMO... ¡PLENA DE SENTIDO! Vamos a ver ahora testimonios de enfermos con
ilusión por vivir, pese a las dificultades que les plantea su enfermedad. Su
actitud nos redescubre dos cosas: la enorme dignidad de cada persona humana,
por grandes que sean las limitaciones de su actividad externa; y el amor
(saberse amado y amar personalmente) como fundamento de una vida plena, por
encima del bienestar físico. En todos ellos hay un punto de contacto que
también referimos: Ramón Sampedro, el famoso tetrapléjico que reclamó durante
años la eutanasia y que consiguió finalmente que le aplicasen un suicidio
asistido. Establecieron contacto por escrito con él, o lo conocieron a través
de la película “Mar adentro”, de Amenábar, que fue todo un alegato a favor de
la eutanasia. Olga Bejano. Desde la enfermedad Olga Bejano Domínguez
(Madrid 1963), residió durante su infancia en Madrid, Pamplona, Palma de
Mallorca, Puertollano (Ciudad Real) y Logroño.
Decoradora de interiores por la escuela de Artes y Oficios de Logroño y
fotógrafa profesional por el CEI (Centro de Estudios de la Imagen) de
Madrid. Trabajó seleccionando niños para fotografía publicitaria en la
revista «Dunia» y como fotógrafa política y
asesora de imagen en la campaña electoral de un partido político. En 1987 una
enfermedad neuromuscular empezó a paralizar lentamente todo su cuerpo.
Escribió artículos relacionados con la vida y la enfermedad. En 1997 publicó
el libro «Voz de Papel», por el que, en enero de 1998, el pueblo
riojano la proclamó Riojana del Año. En junio del mismo año le concedieron la
Medalla de Oro de La Rioja. Gracias a unos movimientos casi imperceptibles en
su mano derecha inventó un sistema de comunicación con un abecedario. Su
enfermera es quien interpreta lo que a nuestros ojos solo serían unos
garabatos y así ha conseguido escribir su segundo libro: «Alma de Color
Salmón». Algunas
frases de Olga: «Soy un
vegetal muy activo». Mi vida es la siguiente: A las diez y media de la mañana
llega la enfermera, prepara todo para mi aseo y aunque pueda parecer
imposible, sin perder un minuto, hasta la una menos cuarto no estoy
lista para ejercer de enferma un día más. De una a dos solemos hacer cosas:
escribir una carta, o un artículo, mandar mensajes por el móvil o recibir
alguna visita especial, ya que las visitas las suelo recibir por la tarde. A
las dos me dan la comida y me dejan descansando en mi silla eléctrica, me
quedo relajada oyendo la televisión, pero no me duermo. Eso de la bella
durmiente, como otras tantas cosas quedó atrás. A las cuatro de la tarde
vuelve la enfermera, me medica, me da la merienda y aunque tengo poco arreglo
me arregla un poquito, es decir, me asea. Y por la tarde si tengo cosas que
escribir escribimos y otro rato recibimos una visita, hago llamadas a mis
amigos, hago gestiones y, cuando tengo tiempo, leo libros o veo vídeos, por
supuesto, siempre con ayuda de la enfermera. En
quince años de un estado crónico grave, nunca me quedo en la cama, tenga lo
que tenga, o pase lo que pase. A mi cuerpo procuro ignorarlo, a mi alma le
digo: «Tú tira y calla». Si hubiera dedicado el tiempo a
deprimirme y quejarme, este libro nunca hubiera visto la Luz. Mí
chiquilla es más fruto de mi carácter que de mi arte. Muchos
os preguntaréis cómo he podido escribir un libro estando tetrapléjica,
casi ciega, «mudita» y teniendo intensos dolores y fiebre a diario, entre
otras cosas. Pues bien, todo es una cadena. Primero Rafael Freytez Pérez, al más puro estilo Ghost, desde la otra vida me pidió que
escribiese este libro. Yo tampoco sabía cómo lo iba a hacer, pero como para
Dios no hay imposibles, puso a mi lado una enfermera que entonces me atendía,
llamada Elena Corral Lumbreras. En poco tiempo aprendió, al igual que ahora Pitu, a atenderme y a entenderme. Ella
traducía mis garabatos y en folios los pasaba a letra legible. Vimos la
necesidad de que alguien fuera pasando todo limpio a ordenador, entonces
llegó Rosa, amiga de mi madre y mía. Esta se ofreció a venir dos tardes por
semana. Así la enfermera, Rosa y yo pasamos a formar un trío muy especial. Pasamos
muchas horas juntas, en las que reímos y lloramos. Sobre la eutanasia: Soy católica, siempre he creído en Dios, en la
existencia del alma y en que cuando uno muere no termina ahí su vida, sino
que sigue en otro lugar. Cuando estuve en coma, tuve la suerte de tener la
famosa experiencia del «túnel». Esto transformó mi vida. Desde entonces,
no tengo ningún miedo a la muerte, porque sé que cuando uno se va, allí se
siente mucho placer y bienestar. Como en esa experiencia pude comprobar lo
agradable que es estar allí, me pregunto ¿por qué tuve que volver aquí?
Aunque yo no quería volver, aquí estoy. Está claro que mi hora no había
llegado. Todos tenemos un día marcado para nacer y otro para morir, y yo no
soy quién para alterar el destino y mucho menos los planes de Dios. La
eutanasia es una forma de huida y, por tanto, no deja de ser una cobardía. A
mí no me parieron cobarde; por eso lucharé hasta el final. Respeto y entiendo
a los que se dan por vencidos y no creen en nada; pero yo, cuando llegue al
«otro lado», quiero tener la sensación de llevar mis deberes cumplidos. Si me
practicasen la eutanasia, creo que, al llegar allí, tendría la sensación de
no haber sabido llegar hasta el final, como si dejase en este mundo alguna
asignatura pendiente. Para mí todo lo que te quita la paz interior no es
bueno, y los médicos que han realizado eutanasias creen que hacen bien, pero
confiesan sentirse mal. Todo anciano, minusválido o enfermo terminal tiene
derecho a una atención digna, centros adecuados, ayudas familiares y
económicas y grandes dosis de «cariñoterapia»; pero
todo esto equivale a trabajo y a dinero, y es más fácil, cómodo y barato
legalizar la eutanasia e, igual que hicieron los nazis, disfrazándola de
ayuda y compasión, quitar a todos de en medio. La mentalidad de que solo lo biológicamente bueno
vale la pena impide conocer grandes realidades humanas: Beethoven compuso sus
maravillosos cuartetos hasta el último momento; Mozart siguió componiendo en
el lecho de muerte su magnífico Requiem;
Tiziano pintaba con casi noventa años, cuando apenas podía sujetar los
pinceles. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e
irrepetible y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una
vida sin importancia, ninguna sería importante. Correspondencia
con Ramón Sampedro: [Olga Bejano recibió hace
años la visita de un sacerdote gallego que conocía a Ramón Sampedro. Le pidió
que le escribiera para ver si ella era capaz de hacerle «recapacitar», y
redactó dos cartas] Además de tetrapléjica no puedo ver, ni hablar, ni
comer, ni respirar; llevo 15 años de arresto domiciliario. A esto hay que añadirle
dolores crónicos y fiebre casi a diario. Él me dijo que no podía entender
cómo en esas condiciones yo quería seguir viviendo; le respondí que tenía
tantas ganas o más que él de irme. Al contrario que él yo sí era creyente y
quería que Dios decidiera cuál era mi día y mi hora, mientras tanto lucharía
por conseguir la asistencia que necesito. Le propuse, ¿por qué en vez de luchar para morir no
luchas para vivir? Si yo me pasara como tú años y años tumbado en la cama,
mirando al techo y dándole vueltas a la cabeza, creo que me volvería loca. Tú
llevas así 30 años, que se dice pronto. ¡Y dicen que la mujer es el sexo
débil! Pero tú estás demostrando ser un cobarde. Eso no se lo dije para
hacerle daño sino para que reaccionara, pero él lo tenía muy claro. Añadí,
¿por qué no luchas por conseguir una vida independiente, personal que te
cuide, una silla eléctrica que te lleve de paseo, un ordenador que puedas
usar con la voz...? Y con esa voz tan bonita y esa cabeza tan bien amueblada
incluso podrías trabajar en un programa de radio. Me respondió malhumorado.
«No quiero vivir ni con 20 enfermeras ni con todo el dinero del mundo. Soy una
cabeza pensante pegada a un cuerpo muerto y así no quiero vivir». Le respondí
que le comprendía mejor que nadie, pero que no quería que se fuese porque era
un ser excepcional. Miguel. 22
de septiembre de 2004 Después de ver «Mar Adentro» Entiendo que hay gente que no soporte su vida y
quiera suicidarse. Esto me es familiar, porque yo mismo he padecido una enfermedad
mental que me ha llevado a pensar durante largos periodos de tiempo, no de
días, ni meses, sino años, en la muerte, en quitarme de en medio por pura
desesperación y angustia. Recuerdo largas noches de insomnio maquinando de
forma fría en dónde me podría esconder para lanzarme al tren y verme varios
amaneceres acercarme a la estación de Renfe con la moto para estudiar el terreno.
También recuerdo tener la escopeta de caza cargada en mis manos, apuntarme y
tener una conversación con la muerte mientras acariciaba con el dedo el
gatillo. A mí los suicidas no me parecen cobardes. Estuve
ingresado numerosas veces en plantas psiquiátricas y conocí mucha gente en
situaciones límite que querían morir. Pero, ¿qué pasaría si un médico entrara
en una de estas plantas psiquiátricas anunciando que tiene inyecciones
letales para los que lo precisen? Que varios de los enfermos pedirían morir
ese mismo día. ¿Y qué pasaría si este médico diese antes una charla sobre el
derecho a morir cuando uno lo desea y después pusieran la película de
Amenábar? Entonces posiblemente asistiríamos a un suicidio colectivo. Algunas veces me he encontrado con antiguos colegas
de ingreso y me ha sorprendido ver a muchos de ellos completamente
recuperados. Una vez encontré a uno en un bar de copas y charlamos
amigablemente. Cuando lo conocí se le caía literalmente la baba de la boca y
ahora era un tipo de trato normal. Mientras recordábamos cosas del pasado,
levantó el brazo y observé unas marcas blancas en la muñeca producidas por
los cortes de un antiguo intento de suicidio. Entonces se puso triste y me
dijo: «Menos mal que no lo conseguí». Yo mismo, a pesar de tener una enfermedad
crónica, me he recuperado y ahora tengo unas ganas rabiosas de vivir. Amenábar, ¿qué quiere conseguir dirigiendo este tipo
de películas? Está creando un clima que perjudica a la gente que lucha contra
situaciones mucho más trágicas de las que pone en la película. Luis de
Moya, sacerdote Visita
a Ramón Sampedro [Luis de Moya, sacerdote
tetrapléjico, nacido en Ciudad Real en 1953, tuvo oportunidad de visitar a
Ramón Sampedro año y medio antes de que este ─también tetrapléjico por
un accidente─ se quitara la vida (en 1998), una decisión que ha
inspirado la película «Mar adentro». Luis
de Moya, médico y sacerdote, se ha encargado de distintas capellanías
universitarias en la Universidad de Navarra, labor a la que ha seguido
dedicándose con las limitaciones propias de su estado] Le visité (a Ramón Sampedro) junto a
otras personas, desplazándome, como siempre, en mi furgoneta. Para cuando
tuve la oportunidad de ir Galicia, hacía ya años que nos conocíamos, aunque
siempre de modo indirecto, en los medios, por correo o todo lo más en alguna
conversación telefónica. Mi visita pretendía ser, y de hecho lo fue, de
absoluta cordialidad. Hablamos por teléfono a primera hora de la mañana,
concretando la cita, en un tono más que amable por su parte, y me aventuré a
la visita aún con la duda de si lograría entrar donde él estaba. El caso de Sampedro, que se negaba a
utilizar la silla, es verdaderamente insólito como saben de sobra las
personas que tienen alguna relación con el mundo de los lesionados medulares.
Especialmente insólito además teniendo en cuenta el nivel de lesión con el
que quedó después de su accidente. Ramón tenía una interrupción medular a
nivel C-7, según el mismo me confirmó de palabra. Baste decir que con esa
lesión, de haber querido, podría haber conducido un coche, como hacen otros
muchos. Me parece que a Ramón Sampedro no le
faltó el apoyo humano. Recibió una atención exquisita de su familia, de modo
particular por parte de Manuela, su cuñada. Y así se lo manifesté a ella por
carta, admirado del buen aspecto del enfermo después de tantos años de
evolución. Él pensaba demasiado, no sé si casi de
modo exclusivo, en lo que había perdido. No es la movilidad, como es
evidente, lo más noble y grandioso que tiene la persona. Lo que nos
caracteriza en cuanto hombres no se pierde con el movimiento. Las
consecuencias negativas de quedar tetrapléjico no disminuyen para nada la humanidad
del sujeto. Ni quedan más lejos que antes, tras ese accidente fatal, los
ideales de realización de la persona. A mí me resultaba tan evidente ser
el de siempre que, aunque era bien consciente de mis nuevas limitaciones y de
la permanente necesidad de ayuda, no me sentía frenado en absoluto para plantearme
objetivos, para exigirme en el rendimiento del tiempo, para incorporar
algunos aprendizajes nuevos que me serían muy útiles en lo sucesivo. Este
modo de proceder, como bien presuponía antes de ponerme a ello, me sigue
haciendo feliz cada día. En la enfermedad A la luz de la fe, para cualquier
católico coherente, somos hijos de Dios. La certeza de nuestra filiación
divina nos lleva a la persuasión de que jamás nos veremos en una situación
imposible. Es más, cualquier momento y circunstancia de nuestra vida, puede y
debe ser ocasión para amar a Dios y, por tanto, de verdadera grandeza
personal y de alegría. Uno, si quiere, en cualquier momento
puede acabar con su vida o, en su caso, inducir a que otros pongan fin a sus
días. Sin embargo, no es igualmente razonable escoger esa opción a la de respetar
la propia vida hasta su fin natural. No sería razonable tampoco forzar
las cosas para mantener la vida de un modo artificioso y precario a costa de
utilizar medios desproporcionados en el caso. La vida humana está destinada
de suyo a terminar con el tiempo. Sin embargo, siendo nuestra vida una
realidad que nos trasciende en su propia grandiosidad y misterio ─ninguno
hemos decidido vivir, ni vivir como personas─, se nos presenta de modo
natural como una realidad merecedora del máximo respeto. Por razones «de humanidad» ayudo a
morir, debo ayudar a morir, que no matar por evitar dolor. El dolor es algo
unido de modo inevitable a nuestra existencia. Así, ayudar a morir supone
acompañar, consolar, utilizar los calmantes apropiados, aunque en ocasiones
sin pretenderlo lleguen a anticipar el momento de la muerte. Y, sobre todo,
estimular siempre a la esperanza con la convencida seguridad de una Vida
mejor después. Nos da miedo el dolor, inseparable
de suyo de la vida. Querríamos una vida humana, para empezar, sin sufrimiento
alguno y, a continuación, conformada al gusto de nuestras ocurrencias. Ese deseo
de bien sensible es bueno, normal y connatural al hombre. La simple razón
humana y más todavía la fe nos enseñan, sin embargo, que los bienes
materiales no tienen capacidad para saciar a los hombres. Pero existe toda
una corriente ideológica, bien conocida y dominante en amplios sectores de la
sociedad, que nos repite de mil modos que basta con lo sensible, si es a la
medida del gusto personal, para ser completamente feliz. Son también
lógicamente los partidarios de la eutanasia. |
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