Amores que matan...
“La Señora Atareada” [C.S. LEWIS, “Los cuatro amores”, Ed.
Rialp, Madrid (1991), págs. 60-62]
Pienso
en la señora Atareada, que falleció hace unos meses. Es realmente asombroso ver
cómo su familia se ha recuperado del golpe. Ha desaparecido la expresión adusta
del rostro de su marido, y ya empieza a reír. El hijo menor, a quien siempre
consideré como una criaturita amargada e irritable, se ha vuelto casi humano.
El mayor, que apenas paraba en casa, salvo cuando estaba en cama, ahora se pasa
el día sin salir y hasta ha comenzado a reorganizar el jardín. La hija, a quien
siempre se la consideró «delicada de salud» (aunque nunca supe exactamente cuál
era su mal), está ahora recibiendo clases de equitación, que antes le estaban
prohibidas, y baila toda la noche, y juega largos partidos de tenis. Hasta el
perro, al que nunca dejaban salir sin correa, es actualmente un conocido
miembro del club de las farolas de su barrio.
La
señora Atareada decía siempre que ella vivía para su familia, y no era falso.
Todos en el vecindario lo sabían. «Ella vive para su familia» —decían— «¡Qué esposa, qué madre!» Ella hacía todo el lavado; lo
hacía mal, eso es cierto, y estaban en situación de poder mandar toda la ropa a
la lavandería, y con frecuencia le decían que lo hiciera; pero ella se mantenía
en sus trece. Siempre había algo caliente a la hora de comer para quien
estuviera en casa; y por la noche siempre, incluso en pleno verano. Le
suplicaban que no les preparara nada, protestaban y hasta casi lloraban porque,
sinceramente, en verano preferían la cena fría. Daba igual: ella vivía para su
familia. Siempre se quedaba levantada para «esperar» al que llegara tarde por
la noche, a las dos o a las tres de la mañana, eso no importaba; el rezagado
encontraría siempre el frágil, pálido y preocupado rostro esperándole, como una
silenciosa acusación. Lo cual llevaba consigo que, teniendo un mínimo de
decencia, no se podía salir muy seguido.
Además
siempre estaba haciendo algo; era, según ella (yo no soy juez), una excelente
modista aficionada, y una gran experta en hacer punto. Y, por supuesto, a menos
de ser un desalmado, había que ponerse las cosas que te hacía. (El Párroco me
ha contado que, desde su muerte, las aportaciones de sólo esta familia en
«cosas para vender» sobrepasan las de todos los demás feligreses juntos.) ¡Y
qué decir de sus desvelos por la salud de los demás! Ella sola sobrellevaba la
carga de la «delicada» salud de esa hija. Al Doctor —un viejo amigo, no lo
hacía a través de la Seguridad Social— nunca se le permitió discutir esta
cuestión con su paciente: después de un brevísimo examen, era llevado por la
madre a otra habitación, porque la niña no debía preocuparse ni
responsabilizarse de su propia salud. Sólo debía recibir atenciones, cariño,
mimos, cuidados especiales, horribles jarabes reconstituyentes y desayuno en la
cama.
La
señora Atareada, como ella misma decía a menudo, «se consumía toda entera por
su familia». No podían detenerla. Y ellos tampoco podían —siendo personas
decentes como eran— sentarse tranquilos a contemplar lo que hacía; tenían que
ayudar: realmente, siempre tenían que estar ayudando, es decir, tenían que
ayudarla a hacer cosas para ellos, cosas que ellos no querían.
En
cuanto al querido perro, era para ella, según decía, «como uno de los niños».
En realidad, como ella lo entendía, era igual que ellos; pero como el perro no
tenía escrúpulos, se las arreglaba mejor que ellos, y a pesar de que era
controlado por el veterinario, sometido a dieta, y estrechamente vigilado, se
las ingeniaba para acercarse hasta el cubo de la basura o bien donde el perro
del vecino.
Dice
el Párroco que la señora Atareada está ahora descansando. Esperemos que así
sea. Lo que es seguro es que su familia sí lo está.
C. S. LEWIS
“Juanito”
Juan
era un hombre feliz. Desde pequeño había sentido el amor de los suyos: familia,
amigos... que cariñosamente lo llamaban “Juanito”. Y
así -“Juanito”- quedó para siempre, a pesar de llevar
muchos años peinando canas.
Aunque
tímido (pudoroso en extremo con sus sentimientos), el trato agradable que tenía
le permitía hacer amigos fácilmente. Y por esa razón nunca había llegado a
sentirse solo.
Desde
que era niño, una especie de “asma” -alergia a no se sabe bien qué polen,
decían los médicos sin concretar la causa de esa afección- había limitado su
actividad física. Juanito había aprendido a convivir
de forma natural con esa limitación, hasta el punto de que sólo los muy
próximos eran conscientes de ella.
Siempre
había sido un apasionado la enseñanza. Le gustaba trabajar con los niños (quizá
porque le atraía la sencillez de sus almas). En su familia, sin embargo, no
faltaban a menudo las reconvenciones para que dedicase sus esfuerzos a trabajar
con jóvenes y adultos, e incluso a obtener una plaza de profesor en la
Universidad: les parecía que estaba desperdiciando su talento. Juan trabajaba
también con gente mayor de vez en cuando, pero era evidente que lo que motivaba
su ilusión también en esos momentos era el hecho de desarrollar su actividad
habitual con los niños. Por esta razón las personas de su casa cada vez le
insistían menos en que cambiase de trabajo.
Durante
años, en los tiempos libres del trabajo -sobre todo cuando llegaban los fines
de semana- sacó adelante una actividad con los niños de un pueblo cercano al
suyo: allí se sucedían sin solución de continuidad los partidos de fútbol, las
clases de aritmética y la catequesis (que Juanito
procuraba preparar con abundantes historias que le ayudasen a captar la
atención de los chavales). En otro pueblo -cerca de la sierra- desarrollaba también
un aula de la naturaleza con otro grupo de niños...
La
atención de ambas actividades requería que se ausentase de casa uno o dos días
cada semana. Su mujer lo alentaba a proseguir y sus hijos -aunque “a
regañadientes”- también consentían que les “robasen” a su padre por unas horas.
Sin embargo, todos le insistían en el cuidado que debía tener con su
enfermedad. Juanito sonreía cuando hacían referencia
a esto: siempre había sido un poco bruto y al menor indicio de una reacción
asmática se había procurado un “pelotazo” de antihistamínicos que detenían el
proceso de forma inmediata.
Últimamente
eran tantas las advertencias que le hacían sobre el peligro de abusar de los
antihistamínicos que Juan empezó a apurar hasta el límite las situaciones (no
tomándolos hasta que la crisis asmática se había casi desbordado). En una de
ésas, estando en casa, tuvieron que recuperarlo: ya inconsciente y a punto de
ahogarse. Por insistencia de los suyos, Juan no fue entonces a sus actividades
del fin de semana. Al repetirse la situación pocos días después y ante las
reconvenciones de los suyos, poco después de salir del hospital decidió cortar
de raíz con su afición.
Empezó
a cuidarse más. Las crisis -aunque hubo alguna más- empezaron a ser menos
frecuentes. La vida más ordenada y tranquila que llevaba entonces hizo pensar a
su mujer e hijos que podría reorientar su actividad hacia otros derroteros en
los que rindiesen más frutos sus talentos naturales. Todo iba sobre ruedas en
la vida de Juanito. Todo... menos Juanito: la falta de ilusión y cierto complejo de inutilidad que
fue desarrollando le llevaron a pensar sólo en morirse...
(...)
Un
año después, Juanito es un hombre más sano que antes.
Tiene más orden en su vida. Pero le faltan ilusiones. Durante un tiempo había
pensado que podría volver a la actividad de antes. Ahora no sólo es consciente
de que no sucederá así, sino que esa posibilidad (que además considera irreal)
tampoco le produce ilusión: andar de un sitio para otro con multitud de niños
alrededor... ¡ya no es capaz! Resulta paradójico que -precisamente ahora-
cuando más sano está es cuando menos desea vivir, y cuando menos peligro de
crisis asmáticas tiene mayor desconfianza siente acerca de sus posibilidades
para acometer nuevos retos.
En
su familia siguen mimando y queriendo a Juanito. Pero
ese exceso de cariño lo ha “condenado a muerte”. Porque desde hace más de un
año Juan es... un muerto viviente,
sin ilusiones: hay amores que matan...
Fernando del Castillo del Castillo
Marbella, 30 de julio de 2008