Palabras huecas / Palabras llenas

(El silencio de un mensaje y el mensaje de un silencio)

 

         No siempre que pronunciamos palabras se establece una verdadera comunicación personal. Para que haya comunicación entre dos personas, más que el contacto auditivo es preciso el contacto de las almas: por eso existen palabras huecas... Por contraste, muchas veces son pocas las palabras necesarias -en ocasiones ninguna- para establecer una auténtica comunicación personal: esos breves comentarios, acompañados de miradas de afecto, comprensión, complicidad, y generosos tiempos de silencio constituyen las palabras llenas... Vamos a analizar ambas categorías.

 

         Palabras huecas: el silencio de un mensaje

 

         -“Este año tu rendimiento ha sido excelente: por el número de clientes obtenidos y también por los beneficios netos que tu gestión ha proporcionado a la empresa. Sólo nos parece que debes cuidar más la atención de los antiguos clientes: en ocasiones -concretamente en la última entrevista con el Sr. McGregor- eres demasiado directo, y pensamos que debes mimar a esos clientes, pasando por alto sus impaciencias y disgresiones, aunque resulten impertinentes... También estamos satisfechos por la confianza que has sabido generar entre tus compañeros (el ambiente grato a tu alrededor facilita que todos se impliquen más en el trabajo). Por estas razones nos gustaría contar contigo el próximo año para afrontar este reto: abrir mercado en...”

 

         [Era una reunión con los directivos de tu empresa. El jefe ha estado generoso en sus apreciaciones. Y los consejeros allí presentes iban asintiendo con la cabeza a todo lo que él decía. También tú, mientras esbozabas una media sonrisa, pues agradeces que valoren tus esfuerzos durante este año. Sin embargo, la conversación del jefe y tu pensamiento se encontraban en planos diferentes: no hay contacto entre su alma y la tuya (preocupado ahora por otros asuntos ajenos al trabajo). Y tampoco parece que pueda haberlo en esas circunstancias: una reunión de trabajo para analizar tu rendimiento laboral. Por eso, a pesar de su sinceridad y cordialidad, las palabras pronunciadas por tu jefe son para ti palabras huecas...]

 

         -“¡Qué bien has hecho este arreglo! Si no es por ti... tenemos mal la cerradura durante todo el año. ¡Eres un máquina! ¿Verdad que Javier es un máquina?”, pregunta con retórica tu hermana mayor a tus hermanos y a dos primos tuyos que han venido ese día por casa. Y a continuación añade: -“Tienes que descansar: ¿por qué no vienes con nosotros a la tienda de música? A continuación pensábamos acercarnos por la Valenciana para tomar un helado...

 

         [Te sonríes y los acompañas. Sin embargo, las alabanzas sinceras y amables de tu hermana no han calado en tu alma. Ha alabado tu persona, sí, pero por algo externo: un arreglo difícil. Y ha sido tu habilidad la que ha impresionado –“¡qué máquina!”- a todos en casa. A ti, por el carácter tímido que tienes, no te gusta ser el centro de las conversaciones: y esos comentarios amables con tópicos acerca de tu habilidad manual te llevan incluso a pasarlo mal. En realidad, las palabras de tu hermana han sido un chorro de agua fresca para tu alma, porque pasas por un momento de agobio, de turbación interior. Pero en esas circunstancias tu corazón es duro e impermeable como el pedernal: una corriente de agua helada sólo consigue aliviar por unos momentos tu acaloramiento interior. Necesitarías más bien meter la piedra de tu corazón en un cubo de agua helada durante mucho tiempo para sentir un alivio duradero. Te vendría bien ese alivio. Pero los de tu familia tienen prisas -¡y estamos de vacaciones!-, quieren hacer muchas cosas y por eso... las palabras de tu hermana y la aprobación de tus hermanos y primos pasan como una riada de agua fría, del deshielo, que... te refrescan por fuera pero no alivian tu acaloramiento interior. Vuelves a encontrarte con palabras huecas...]

 

         -“¡Hola, cariño!” (llega tu mujer del trabajo). -“Te he traído el periódico. ¿Has podido comprar lo que te pedí en el supermercado?”

 

         -“Sí”, respondes enseguida, “está en la nevera”.

 

         -“¡Gracias! ¡Hay que ver qué calor hace hoy!”, exclama ella... -“Anda, ayúdame con esto que se me cae”, prosigue mientras intenta bajar una botella de aceite de la parte alta del armario.

 

         -“Voy a ir poniendo la mesa antes de que lleguen los chicos del colegio”, dices cuando empiezas a preparar platos y cubiertos...

 

         [En esa conversación alegre y desenfadada que se repite -con matices- un día y otro no queda lugar para el diálogo personal. Ahí no salen las preocupaciones y alegrías que quizá han germinado en tu alma tras una mañana de trabajo, o después de muchos días, meses, años... Las cosas van bien en casa, pero a veces no puedes borrar de tu mente la impresión de que sólo se trata de un diálogo exterior, de palabras huecas...]

 

         ¡Qué día tan hermoso! Brilla el sol. La pasada primavera, muy lluviosa, ha dado paso a una vegetación abundante que luce innumerables tonalidades de verde. Además está el mar: allá al fondo... Hace mucho tiempo que no has disfrutado de la playa: porque en bastantes sitios te sentirías incómodo por la forma de “vestir” (de no-vestir) de gente poco pudorosa; pero también porque no soportas el calor. Sin embargo, el mar está inconmensurable (sobre todo cuando las olas rompen con fuerza sobre las rocas situadas a un extremo de la playa). La brisa fresca del mar hace que la temperatura resulte “perfecta”: te sientes como en el paraíso...

 

         [Tanta perfección que llega a través de los sentidos te habla sin parar. Te habla de la felicidad. Te habla de Dios, de las perfecciones de Dios. Pero te habla de Él, de cómo es, de una forma “impersonal”, y tú no intervienes en esa conversación. Tan sólo escuchas -miras- “desde fuera”, sin que tu alma se vea implicada en un diálogo verdadero, personal... Son palabras, sí, pero para ti no dejan de ser palabras huecas...]

 

         Palabras llenas: el mensaje de un silencio

 

         Llegas a casa después de un día “tormentoso” y agitado en el trabajo. Hace tiempo acordaste con tu mujer -también trabaja fuera de casa- que tú te ocuparías de la limpieza y ella de la cocina (¡por la buena alimentación de todos!...), antes de que los chicos regresen del instituto. Son las tres menos cuarto y, sin ganas, escoba en mano, emprendes tu tarea...

 

         Entonces aparece Laura: -“¡Hola, cariño! ¿Qué tal todo?” Y te da un par de besos. –“¡Bien!”, respondes tú de forma rutinaria mientras reanudas tu tarea...

 

         No sé qué tienen las mujeres pero enseguida intuyen los problemas cuando algo va mal. Así que Laura, sin decir nada, en lugar de preparar la comida te quita la escoba y -entre bromas- te obliga a sentarte en el sofá. Ella se sienta a tu lado, vuelve a besarte y dice: -“¡Vamos a charlar un rato!, antes de que vengan los niños... Nunca tenemos tiempo y me gustaría hablarte de algo que me ha sucedido esta mañana...

 

         Laura cuenta entonces un suceso de poca importancia de su trabajo por el que se ha generado una discusión y te “obliga” a ayudarla con tu consejo: -“Tienes razón, ahí se equivocó tu jefe porque...” Y enseguida añades: -“¡Yo sí que he tenido un problema gordo en el trabajo!...” Ella te escucha con interés y tú... empiezas a desahogarte: ¡Cuántas preocupaciones acumuladas que no habías comentado a nadie!... Al terminar, Laura te da un cachete cariñoso y otro beso.

 

         [Tu mujer no ha tenido que decirte nada porque es preciso esperar un tiempo para que el problema -grave- se solucione, y tú has hecho ya todo lo que estaba en tu mano para resolverlo. Sin embargo, ahora tu problema “pesa” menos. Te parece más ligero, llevadero, porque tu mujer te ha escuchado y lo ha cargado sobre sus hombros...

 

         Estás más tranquilo. Vuelves a barrer el suelo, ya sonriente, y Laura se va a la cocina. Ese día -han llegado ya tus hijos- empezaréis a comer un poco tarde. –“¡Qué buena es!”, piensas. -“Sin decir nada: tan sólo escuchando, mirándome...” en un silencio lleno de contenido y de diálogo: son palabras llenas...]

 

         Nunca antes habías sentido tanta tensión en el trabajo. Es verdad que sólo llevas dos años dando clases y te faltan aún recursos que -por su experiencia- sí tienen otros compañeros cuando hay que “capear” situaciones difíciles en el aula. Prefieres no pensar en lo que sucedió hace tres días. Por un momento tuviste complejo de ser “monigote”: una especie de “profesor-payaso” de quien tus alumnos se reían por dentro mientras les hablabas “seriamente”...:

 

         Habías reprendido con severidad un comentario gravemente irrespetuoso que en realidad... ¡no se había producido! (pero que tú habías imaginado como real y que habías identificado como un mote humillante). Y conseguiste justo lo contrario: ahora esa falta de respeto es real, ahora sí que -por lo bajo- se burlan de ti y careces de autoridad...

 

         Varios compañeros te han dado consejos acertados sobre cómo actuar en una situación semejante, sobre cómo ser prudente, e incluso sobre los recursos que tienes para que nunca se produzca una falta de respeto real dentro del aula. Pero nada de eso te ayuda a aliviar el desasosiego que sientes... (-“¡Yo no sirvo para esto!”, repites una y otra vez por dentro...)

 

         Al final de la mañana, antes de la última clase, te has cruzado con Javier. Es el profesor de Educación Física. Lleva más tiempo que tú en ese Centro y en la Enseñanza. Y es un buen amigo. Cuando te ha visto ha adivinado el tormento interior que estás pasando y te ha dicho: -“¡Oye, tenemos que tomarnos esas cervezas que me debes!... ¿Te viene bien al terminar las clases?” Y tú, ni sí ni no... al acabar esa clase te has dirigido al bar.

 

         También a Javier le has contado todo. Con más detalle que a los otros profesores: es un verdadero amigo y te inspira confianza. Él no te ha dado soluciones estereotipadas. Sólo ha escuchado en silencio lo que le contabas y después, con una media sonrisa de complicidad te ha preguntado: -“Juan, ¿cómo te sientes?...” –“¡Soy un mierda! Yo no sirvo para esto...”, ha sido tu respuesta.

 

         La conversación se ha prolongado. Has aireado los sentimientos nauseabundos sobre tu capacidad que iban fermentando en tu interior... Javier no te ha dado recetas. Pero sí te ha contado una situación parecida por la que él atravesó y a pesar de eso... ¡ahí sigue! Para terminar, antes de despediros, ha apoyado una mano sobre tu hombro y te ha dicho: -“¡Ánimo! ¡Sí que vales!”

 

         [Han sido pocas sus palabras. Pero su interés por saber cómo te sentías... la posibilidad de compartir confiadamente el sentimiento de desprecio hacia ti mismo que iba creciendo... la mirada de comprensión... el saber que no estás sólo y que otros han pasado por dificultades y sentimientos parecidos...

 

         Nada se ha arreglado externamente tras esa conversación, pero vuelves a sentirte bien. ¡Qué frágil eras y qué solo te encontrabas! Sin embargo, ¡cuánto te ha ayudado ese buen amigo! Sus breves palabras, su compañía -la mujer y los hijos de Javier estarían esperándolo como siempre para almorzar ese día-, su silencio, su mirada y su sonrisa de apoyo... han sido palabras llenas de sentido para ti...]

 

         Aquel 19 de agosto por la tarde conociste también a un muchacho de Madrid que se había “instalado” junto a vosotros en Tor Vergara (donde se celebraba la XV Jornada Mundial de la Juventud). Hablasteis mucho. Cuando se acercaron las 9 de la noche (hora de llegada del Papa) os acercasteis a una de las calles que -como una red cuadriculada- dividían el Campus Universitario de Roma. Lo hicisteis con la esperanza de que Juan Pablo II pasase por allí (igual que los miles de jóvenes que se situaron en esa zona). Coincidisteis entonces con un chico y una chica franceses que deseaban ver al Papa. Tendrían unos veinte años o poco más. En francés os comentaron que habían estado el año 97 en la JMJ que tuvo lugar en París y deseaban acompañar al Papa.  Eran muy entusiastas y comentaban que su encuentro con Juan Pablo II les había marcado interiormente. Habían venido con otros jóvenes en autobús desde París. No sabes si eran amigos, hermanos o novios. Él se llamaba Xavier.

 

            Cuando el Papa llegó a Tor Vergata y empezó a recorrer el Campus en el papamóvil, su imagen fue recogida en las pantallas gigantes. En ese momento te giraste hacia Xavier para hacerle un comentario y... no le dijiste nada: con los ojos cerrados y las manos cruzadas delante de su cara se había puesto a rezar con todas sus fuerzas nada más ver la imagen del Papa, que ya estaba cerca de vosotros. Te emocionó verlo así: ¡cuánto quería a Juan Pablo II ese muchacho alegre y -según pensabas hasta ese momento- un poco alocado!... Te dio una lección que ya no ibas a olvidar. Esa imagen de Fe no se borraría más de tu memoria...

 

            Lamentaste no haberle pedido entonces sus datos -su dirección-, pues pensabas ingenuamente que volveríais a veros por ese sector del Campus cuando terminase la Vigilia de Oración. Sólo sabes que se llamaba Xavier. Desde entonces -han transcurrido 8 años- rezas frecuentemente por Xavier Thuram (así lo llamas porque desconoces su apellido y en aquel momento llevaba una camiseta de la selección francesa -que acababa de ganar la Eurocopa- con el nombre de ese jugador). Él no sabe hasta qué punto te ayudó con su ejemplo en ese breve encuentro y nunca has podido agradecérselo...

 

         [En realidad no fue Xavier quien te habló con elocuencia por medio de su gesto, sino el mismo Dios: ¡Qué cosas te dijo!... ¡Qué dardo tan certero clavó en tu alma, y ya nunca cerrará la herida!... Y el diálogo después de aquel encuentro inolvidable se prolonga a lo largo de semanas, de meses, de años...: son -verdadera oración- palabras llenas...]

 

                                                        Fernando del Castillo del Castillo

                                               Marbella, 27 de agosto de 2008