En la muerte de Javier Mahillo, cristiano coherente

Dios siempre sorprende

Ha muerto, en Palma de Mallorca, Javier Mahillo, de apenas 41 años. Vivió con plenitud y con asombrosa fecundidad; moría tras un largo y penoso cáncer de tres años de duración. Casado y con cuatro hijos, era un personaje habitual en programas de radio y televisión, donde daba testimonio de su fe católica con brillantez, telegenia y sentido del humor. Era Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Meses antes de morir escribió:

 

 

Hace años que, cuando reflexiono sobre mi vida, noto claramente que he atravesado por diversas etapas más o menos interesantes, inconscientes, sacrificadas. En la infancia, pasé unos años que podría definir como fantásticos (los Reyes magos, el ratón Pérez, mis propias fantasías infantiles y demás), años inconscientes; viví la vida ralentizada y en blanco y negro; con momentos de tranquilidad, risas y jolgorio, y momentos de desasosiego, frustración y rabietas.

La etapa adolescente me desposeyó de gran parte de la alegría y me regaló –como a todos– abundantes ratos de intranquilidad, tristeza, desamparo y miedo. Miedo a los demás compañeros (no me veía yo muy fuerte ni muy valiente para competir con ellos), miedo a mis padres y profesores (que siempre estaban enfadados, exigiendo más y más de mí, o al menos eso me parecía), miedo a las chicas, miedo, en fin, a la propia vida.

Un encuentro inesperado

Lo pasé muy mal pensando que no estaba a la altura de las circunstancias. Y, ¡mira tú qué cosas!; de pronto y sin previo aviso, a los dieciséis años me encontré de sopetón con Cristo. Me invitaron a hacer Ejercicios espirituales, acepté y... ¡jaté tú!, que en cuatro días se me cayeron las vendas de los ojos y me enteré de que mi vida sí tiene un sentido y «somos –como dice san Agustín– como niños jugando a la orilla de la eternidad», porque Dios es mi Padre, Él me ha creado personalmente con sus propias manos, su Hijo Jesucristo se ha dejado clavar en una cruz para pagar rescate por mí, y, además tengo una Madre en el cielo que se muere de ganas por ayudarme, consolarme, animarme a ser cada día un poco más humano y un poco más cristiano, hasta que nos abracemos en un abrazo de dimensiones eternas. Y todo eso me arrebató el corazón de tal manera, que ya no hubo posible vuelta atrás.
Mi vida se volvió de colores y ya no pude ver ni hacer nada fuera de la presencia siempre cercana de nuestro maravilloso Dios. Entonces entré en la etapa del compromiso, el esfuerzo por madurar, por aprender, por ser eficaz, trabajador incansable, disciplinado, valiente y responsable. Terminé el Bachillerato –que llevaba a la rastra–, estudié una carrera que antes ni se me había ocurrido que pudiera estudiar, me doctoré, me casé, el Señor nos dejó en préstamo cuatro preciosos hijitos para que volcáramos en ellos nuestro cariño, y me dediqué en cuerpo y alma a trabajar, a dar conferencias por todos lados, a escribir libros e incluso a salir por la televisión debatiendo desaforadamente con las lumbreras del circo de las maravillas... En fin, una larga y dura cuesta arriba que me hizo fuerte y valioso, pero también inflexible y difícil para la convivencia. Fue el momento en que Dios –para liberarme de mí mismo– me cambió de destino.

Los doctores descubrieron que tenía cáncer, y que mi vida se acababa en unos meses (o unos años si había suerte). El trancazo, sin embargo, me supo a gloria. Me vi de pronto encerrado en un hospital, como en una casa de Ejercicios, desposeído de todo, sin familia que sacar adelante, sin alumnos que educar, sin responsabilidad alguna..., en las manos de Dios que me invitaba a dejar la lucha –¡por fin!– e irme con Él al paraíso. Y, pese a no merecerlo, la verdad es que me encantó la idea. Al principio se me hizo muy cuesta arriba el pensar que mis hijos aún eran demasiado pequeños (más que nada porque todos nos creemos insustituibles, y yo más que todos). Pero la cosa no fue tan terrible como uno se imagina y, a lo tonto, a lo tonto, ya han pasado tres años y aún sigo entre los vivos, sembrando cristiandad donde me dejan.

Y así pensaba yo que se acabaría la cosa; pero no. Dios siempre nos sorprende. ¡Es que es la leche! Resulta que hace unos meses empieza el tumor a crecer e invadir terminaciones nerviosas de toda la parte baja de mi organismo, y empieza a doler en serio. Y llega un momento en que ya no puedo aguantar.

Mi vida se vuelve desagradable. Me paso la noche y la mañana entera dormitando y entre pesadillas, y la tarde arrastrando la pierna por la casa y sin poder hacer prácticamente nada, porque no me deja el culo (¡ay, el culo, qué cosa más útil!) No puedo escribir porque no puedo sentarme al ordenador ni un cuarto de hora, no puedo tocar el teclado de música, ni cenar con mi familia viendo la tele sentado en el sofá, porque me arden las posaderas y las piernas hasta los tobillos. Sólo puedo estar en la cama, y malamente.


Sólo una cosa importante

Cama, cama y cama, viendo la tele y el techo de mi cuarto. Y eso me deprime y entristece. Y, además, mis hijos aún no saben nada –en teoría– de lo que se les avecina, y me ven raro, y todo se desvirtúa y nada parece salir bien. Y mi vida sigue a base de paciencia, soledad y confianza resignada en que todo se acabará cuando Dios quiera. Entonces me ingresan en el hospital, me llenan el cuerpo de drogas y se me va radicalmente el dolor –y también la sesera–. Estoy como en una nube, con la boca seca como una piedra. Pero en cuatro días afinan la dosis que me corresponde y me dan de alta. Ahora ya soy un enfermo terminal al que le quedan unos seis meses, pero que, sorprendentemente y frente a todos los pronósticos, ¡ha recuperado la paz! Bueno, no, ¡ha encontrado la paz por primera vez en su vida! Ahora me siento un hombre absolutamente nuevo. Ya se lo he contado todo a nuestros hijos, y parece que lo han asumido con elegancia y valor.

Ya no hay secretos retorcidos que dificultan la convivencia: Dios me invita a ir al cielo un poco antes de lo que esperábamos, y nada más. No pasa nada. Todo sigue estando en sus manos y no hay nada que temer. Y, en fin, se me pasan las horas flotando (esta vez de verdad) en una nube de felicidad, de alegría desbordante, de esas que te dan cuando terminan los Ejercicios y sientes el corazón limpio y dispuesto a todo, sin miedo a nada ni a nadie, sin reserva alguna, sin angustia ni tensión por ningún lado. Abro los ojos y veo a Dios. Los cierro y lo sigo viendo.

Ahora sólo hay una cosa que me parece importante: comunicar a los demás la grandeza de Dios. Chillar a los cuatro vientos que sí, que es verdad, que Cristo ha resucitado, que no es una locura ni un sueño, que no es una bonita ilusión que nos hemos ido inventando las personas piadosas para consolarnos del infierno en que vivimos. Que la oración es realmente la fuente de la vida sobrenatural. Que es verdad lo que dicen los místicos, que la oración entregada, en paz, es el mejor bálsamo para las heridas. Ya no me parecen cosas de libros piadosos convenientemente exageradas para causar impacto en los lectores inocentes. Es la pura verdad. ¿Que cómo se consigue esto? Pues, no tengo ni idea; ni me importa. Dios lo ha querido así y eso me basta.

Javier Mahillo

 

                Publicado en “Alfa y Omega” nº287 (27-XII-2001)