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El diseño de un “coche” (ley natural, conciencia y virtudes
humanas) Cierto
hombre diseñó un coche extraordinario cuyo motor utilizaba gasolina sin
plomo. Para que no se redujese la grandiosidad del invento a la de una máquina
más o menos compleja, quiso Dios dotar al coche de vida propia: pero no de
una vida cualquiera, pues estaría animado por un alma espiritual y gozaría
por tanto de libertad. El coche libre comenzó a circular y, después de un
buen rato, decidió parar en una estación de servicio para repostar gasolina.
Cuando miró los precios, descubrió que el gasóleo era mucho más barato que la
gasolina, y "decidió" ahorrar dinero: al arrancar, el coche empezó
a dar tirones y enseguida se paró. Al estropearse tuvo que pedir ayuda para
sacar –con ayuda de una goma- todo el combustible que había introducido en el
depósito y echar a continuación gasolina (al final terminó gastando el doble
de dinero y muchísimo tiempo para limpiar el motor). Como es lógico, algunos
le reconvinieron para que en lo sucesivo no actuase en contra del más
elemental sentido común. Más
tarde "decidió" otras cosas cuyos efectos perjudiciales no fueron
tan inmediatos como los del cambio de gasolina: ir en cuarta a 40 km/h, no
cambiar nunca el aceite -"es que a mí me gusta así", decía el
coche-, etc.: el resultado es que, poco a poco, también terminó
perjudicándose. Y es que un coche verdaderamente “responsable” puede
"decidir" qué es lo que le parece mejor, pero al haber sido
diseñado por otro, hará bien en preguntarse -o en preguntarle a su autor-
cómo es su diseño, para así decidir inteligentemente qué es lo mejor para él:
podrá elegir libre e inteligentemente si le conviene ir a Madrid o a
Barcelona, pero se equivocará si decide consumir gasoil siendo su motor de
gasolina, o tomar cualquier otra decisión sin tener en cuenta su diseño. ***************** Cada
uno de nosotros tiene una naturaleza -la humana- de la que no es autor. Por
esa naturaleza nos afectan unas leyes que cumplimos de forma necesaria (leyes
físicas, como cuerpos físicos que somos; y leyes biológicas, como animales).
Pero al ser hombres gozamos de libertad. Hay cosas que -por ser hombres, por
tener naturaleza humana- nos convienen y cosas que nos perjudican. Como somos
libres podemos elegir las que nos perjudican, pero nunca conseguir que sean
buenas para nosotros (pues no somos nosotros quienes hemos
"diseñado" nuestra naturaleza). De
ahí que tengamos que esforzarnos primero por descubrir cuál es la ley
natural. Después debemos procurar vivir de acuerdo con esa ley (pues nadie en
su sano juicio desea perjudicarse). Dentro de esa ley habrá numerosos caminos
para alcanzar la felicidad que buscamos -igual que el coche del ejemplo podía
"elegir" entre ir a Barcelona, a Madrid, o a otro sitio-, pero
fuera de esa ley no podremos ser felices. Esa ley natural afecta a todos los
hombres (varones o mujeres, de cualquier edad, raza, condición y cultura) por
el hecho de ser hombres. Todos los hombres pueden llegar a conocerla, aunque
a veces resulte difícil (sobre todo porque nuestra inteligencia también se
encuentra afectada por la huella del pecado original con el que todos
nacemos). Sin embargo, los cristianos tenemos una gran ventaja: Dios ha
querido darnos el “manual de instrucciones” del coche para que no nos
equivoquemos –no son otra cosa los diez mandamientos- y un experto a quien
consultar –la Iglesia que Él mismo fundó- cuando nos asalten dudas sobre
aspectos más concretos. Además, contamos con la ayuda de la gracia -que
principalmente nos viene por los sacramentos- para cuidar de forma exquisita
el “coche” y reparar los daños que produzcamos en él por mal uso. La
ley natural sería pues, para cada hombre, como las “normas de funcionamiento
del coche”. Sin embargo, ya que hemos supuesto el caso de un coche “libre”
(“piloto” de su propia conducción), resulta evidente que no basta con “saber”
las normas sino que es preciso “practicar” la buena conducción... Una
buena conducción habitual genera un “hábito” bueno de conducir (por ejemplo,
la conducción de quien reduce las marchas al acercarse a un semáforo rojo en
vez de utilizar abusivamente el freno; o la conducción del que evita “quemar
embrague” cuando debe detenerse en mitad de una cuesta): de igual forma, la
repetición de actos buenos (acordes con nuestra naturaleza) nos lleva
a adquirir virtudes humanas que hacen más fácil obrar el bien en
cualquier circunstancia. Igual
que un buen conductor muestra su habilidad al volante en cualquier carretera,
también el hombre prudente, justo, fuerte, atemperado... obra con prudencia,
justicia, fortaleza y templanza en cualquier circunstancia. Y lo hace así
porque actúa en conciencia sin engañarse con falsas excusas al
servicio de su comodidad, su egoísmo o su soberbia. Si,
por desgracia, el buen conductor sufre un accidente por su culpa, no pierde
por eso su pericia al volante sino que, incluso, con la reflexión humilde
sobre las causas del accidente, mejorará su conducción y evitará riesgos en
el futuro. De igual forma, el hombre virtuoso puede actuar alguna vez de
forma injusta, imprudente, cobarde, temeraria, destemplada... sin dejar de
ser virtuoso: entonces, si es humilde, la reflexión sobre el error (“errare humanum est”), el reconocimiento
sincero de sus fallos y la petición de perdón (a Dios y a las personas perjudicadas) pueden
llevarle a ser mejor persona que antes. Sobre la importancia de educar en las
virtudes desde la infancia y la juventud, podemos recordar lo que sucede a un
coche que en sus primeros kilómetros (en el “rodaje”) circula habitualmente
muy despacio con marchas “largas” (por ejemplo a 40 km/h en 4ª)...: después
no tiene potencia para hacer buenos adelantamientos. También sirve el ejemplo
del conductor que se habitúa a defectos en la conducción durante años (deja
el embrague pisado cuando se detiene en un semáforo, no cambia de marcha con
suavidad...): después le cuesta mucho más trabajo “reeducar” su conducción
que si estuviese aprendiendo por primera vez. “Eso de la ley natural y de las
virtudes esta muy bien -dicen algunos-, pero la Iglesia también impone
obligaciones -como la de ir a Misa los domingos- que acaban transformándose
en obstáculos: si no existiese esa ley, yo no pecaría cuando dejo de ir
pudiendo hacerlo...” Considerar esas leyes eclesiásticas
como un obstáculo es igual que quejarse de que haya semáforos que nos
obliguen a detenernos cuando están en rojo. Todos tenemos experiencia del
caos que se organiza cuando fallan los semáforos en un cruce: ¿cuánto se
tardaría en atravesar un Madrid lleno de coches pero con todos los semáforos
estropeados? Sólo un loco podría preferir la ausencia de semáforos para
circular por la ciudad, o que no existiesen señales que indiquen las curvas
peligrosas en carretera. Es bueno que la Iglesia nos obligue a ir a Misa –aun
a riesgo de que muchos pequen mortalmente por despreciar ese mandamiento-:
precisamente para que no descuidemos nuestra alma, aunque el precepto de ir
“agrave” la situación de quien decide no hacerlo. |