El diseño de un “coche”

(ley natural, conciencia y virtudes humanas)

 

Cierto hombre diseñó un coche extraordinario cuyo motor utilizaba gasolina sin plomo. Para que no se redujese la grandiosidad del invento a la de una máquina más o menos compleja, quiso Dios dotar al coche de vida propia: pero no de una vida cualquiera, pues estaría animado por un alma espiritual y gozaría por tanto de libertad. El coche libre comenzó a circular y, después de un buen rato, decidió parar en una estación de servicio para repostar gasolina. Cuando miró los precios, descubrió que el gasóleo era mucho más barato que la gasolina, y "decidió" ahorrar dinero: al arrancar, el coche empezó a dar tirones y enseguida se paró. Al estropearse tuvo que pedir ayuda para sacar –con ayuda de una goma- todo el combustible que había introducido en el depósito y echar a continuación gasolina (al final terminó gastando el doble de dinero y muchísimo tiempo para limpiar el motor). Como es lógico, algunos le reconvinieron para que en lo sucesivo no actuase en contra del más elemental sentido común.

 

Más tarde "decidió" otras cosas cuyos efectos perjudiciales no fueron tan inmediatos como los del cambio de gasolina: ir en cuarta a 40 km/h, no cambiar nunca el aceite -"es que a mí me gusta así", decía el coche-, etc.: el resultado es que, poco a poco, también terminó perjudicándose. Y es que un coche verdaderamente “responsable” puede "decidir" qué es lo que le parece mejor, pero al haber sido diseñado por otro, hará bien en preguntarse -o en preguntarle a su autor- cómo es su diseño, para así decidir inteligentemente qué es lo mejor para él: podrá elegir libre e inteligentemente si le conviene ir a Madrid o a Barcelona, pero se equivocará si decide consumir gasoil siendo su motor de gasolina, o tomar cualquier otra decisión sin tener en cuenta su diseño.

 

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Cada uno de nosotros tiene una naturaleza -la humana- de la que no es autor. Por esa naturaleza nos afectan unas leyes que cumplimos de forma necesaria (leyes físicas, como cuerpos físicos que somos; y leyes biológicas, como animales). Pero al ser hombres gozamos de libertad. Hay cosas que -por ser hombres, por tener naturaleza humana- nos convienen y cosas que nos perjudican. Como somos libres podemos elegir las que nos perjudican, pero nunca conseguir que sean buenas para nosotros (pues no somos nosotros quienes hemos "diseñado" nuestra naturaleza).

De ahí que tengamos que esforzarnos primero por descubrir cuál es la ley natural. Después debemos procurar vivir de acuerdo con esa ley (pues nadie en su sano juicio desea perjudicarse). Dentro de esa ley habrá numerosos caminos para alcanzar la felicidad que buscamos -igual que el coche del ejemplo podía "elegir" entre ir a Barcelona, a Madrid, o a otro sitio-, pero fuera de esa ley no podremos ser felices.

Esa ley natural afecta a todos los hombres (varones o mujeres, de cualquier edad, raza, condición y cultura) por el hecho de ser hombres. Todos los hombres pueden llegar a conocerla, aunque a veces resulte difícil (sobre todo porque nuestra inteligencia también se encuentra afectada por la huella del pecado original con el que todos nacemos). Sin embargo, los cristianos tenemos una gran ventaja: Dios ha querido darnos el “manual de instrucciones” del coche para que no nos equivoquemos –no son otra cosa los diez mandamientos- y un experto a quien consultar –la Iglesia que Él mismo fundó- cuando nos asalten dudas sobre aspectos más concretos. Además, contamos con la ayuda de la gracia -que principalmente nos viene por los sacramentos- para cuidar de forma exquisita el “coche” y reparar los daños que produzcamos en él por mal uso.

La ley natural sería pues, para cada hombre, como las “normas de funcionamiento del coche”. Sin embargo, ya que hemos supuesto el caso de un coche “libre” (“piloto” de su propia conducción), resulta evidente que no basta con “saber” las normas sino que es preciso “practicar” la buena conducción...

Una buena conducción habitual genera un “hábito” bueno de conducir (por ejemplo, la conducción de quien reduce las marchas al acercarse a un semáforo rojo en vez de utilizar abusivamente el freno; o la conducción del que evita “quemar embrague” cuando debe detenerse en mitad de una cuesta): de igual forma, la repetición de actos buenos (acordes con nuestra naturaleza) nos lleva a adquirir virtudes humanas que hacen más fácil obrar el bien en cualquier circunstancia.

Igual que un buen conductor muestra su habilidad al volante en cualquier carretera, también el hombre prudente, justo, fuerte, atemperado... obra con prudencia, justicia, fortaleza y templanza en cualquier circunstancia. Y lo hace así porque actúa en conciencia sin engañarse con falsas excusas al servicio de su comodidad, su egoísmo o su soberbia.

Si, por desgracia, el buen conductor sufre un accidente por su culpa, no pierde por eso su pericia al volante sino que, incluso, con la reflexión humilde sobre las causas del accidente, mejorará su conducción y evitará riesgos en el futuro. De igual forma, el hombre virtuoso puede actuar alguna vez de forma injusta, imprudente, cobarde, temeraria, destemplada... sin dejar de ser virtuoso: entonces, si es humilde, la reflexión sobre el error (“errare humanum est”), el reconocimiento sincero de sus fallos y la petición de perdón (a Dios y a las personas perjudicadas) pueden llevarle a ser mejor persona que antes.

Sobre la importancia de educar en las virtudes desde la infancia y la juventud, podemos recordar lo que sucede a un coche que en sus primeros kilómetros (en el “rodaje”) circula habitualmente muy despacio con marchas “largas” (por ejemplo a 40 km/h en 4ª)...: después no tiene potencia para hacer buenos adelantamientos. También sirve el ejemplo del conductor que se habitúa a defectos en la conducción durante años (deja el embrague pisado cuando se detiene en un semáforo, no cambia de marcha con suavidad...): después le cuesta mucho más trabajo “reeducar” su conducción que si estuviese aprendiendo por primera vez.

“Eso de la ley natural y de las virtudes esta muy bien -dicen algunos-, pero la Iglesia también impone obligaciones -como la de ir a Misa los domingos- que acaban transformándose en obstáculos: si no existiese esa ley, yo no pecaría cuando dejo de ir pudiendo hacerlo...”

Considerar esas leyes eclesiásticas como un obstáculo es igual que quejarse de que haya semáforos que nos obliguen a detenernos cuando están en rojo. Todos tenemos experiencia del caos que se organiza cuando fallan los semáforos en un cruce: ¿cuánto se tardaría en atravesar un Madrid lleno de coches pero con todos los semáforos estropeados? Sólo un loco podría preferir la ausencia de semáforos para circular por la ciudad, o que no existiesen señales que indiquen las curvas peligrosas en carretera. Es bueno que la Iglesia nos obligue a ir a Misa –aun a riesgo de que muchos pequen mortalmente por despreciar ese mandamiento-: precisamente para que no descuidemos nuestra alma, aunque el precepto de ir “agrave” la situación de quien decide no hacerlo.