“¡PAPÁ NO ME
QUIERE!...”
(Sobre el sentido del
dolor)
Era una época fría (otoño/invierno)
cuando fuimos un grupo de amigos a la Sierra de Cazorla (en Jaén). La casa en
la que nos alojábamos estaba bien acondicionada para soportar el frío:
calefacción y una buena chimenea en la sala de estar.
El segundo día de ese fin de semana,
caída la tarde, se acercó hasta la casa un señor joven que acompañaba a su hijo
(de unos cuatro o cinco años). Éste lloraba desconsoladamente: cuando su
familia se encontraba alrededor del fuego (sobre el que se calentaba la cena en
un cacharro grande de metal), al niño -que como buen niño quería tocarlo todo-
no se le ocurrió otra cosa que apoyar su mano en el puchero sobrecalentado.
Su padre vino a pedirnos alguna
pomada para evitar males mayores en la quemadura que abarcaba toda la palma de
la mano. Se la dimos. Y el padre -con delicadeza extrema, pues sabía que iba a
resultar doloroso, pero a la vez con decisión- empezó a aplicar el ungüento a
su hijo... Los gritos del muchacho se volvieron entonces ensordecedores, pero
su padre seguía sin hacer caso a la petición del chaval de dejar la mano como
estaba... -“¡Papá no me quiere!”, gritaba el zagal. Pero su padre, que sí lo
quería -¡y precisamente porque lo quería!-, hizo oídos sordos a esa exclamación
repetida que se clavaba en su corazón y siguió extendiendo la pomada con
suavidad... Después se despidió de nosotros agradecido.
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Si a alguien se le hubiera ocurrido explicar al chaval que su padre
hacía eso por su bien y que era lo mejor, enseguida juzgaríamos a esa persona
como ingenua: un muchacho de esa edad, cuando siente un dolor tan intenso, no
puede entender que ese “mal” inmediato forma parte de la medicina que le producirá
un bien mayor.
Pues la diferencia entre la capacidad de
entender de un chico de cinco años y la de un señor adulto es muy inferior a la
que se da entre cada uno de nosotros y Dios. Sin embargo, cuando nos asalta el
dolor y el sufrimiento físico o moral (que es más intenso: como cuando perdemos
a un ser querido o sobreviene una enfermedad a la persona amada),
frecuentemente nos rebelamos -con una reacción que podríamos calificar de
pueril, si no fuese tan perniciosa- diciendo: -“¡Dios no me quiere!” o -“¡Dios
no existe!, pues si existiese me habría evitado este mal”...
Ciertamente, resulta difícil aceptar la
existencia del mal. Más aún la del mal moral del pecado y de la injusticia (que
Dios no quiere pero permite, ya que respeta nuestra libertad que, bien
utilizada, puede proporcionar grandes bienes). Y cuando ese mal nos afecta
directamente, parece que todo se viene abajo: el sentido de la vida, la fe...
Reaccionamos como niños chicos al
considerarnos maduros y capaces de entender todo. Pero es el momento de
reflexionar como personas maduras y reconocer que, delante de Dios, somos mas
chicos que un niño de sólo cinco años: -“Papá (mi Padre-Dios) sabe más, y como
sé que me quiere y me cuida, confío en que sacará bienes mayores de estos
males, aunque ahora yo no lo entienda y quizá no llegue a entenderlo mientras
viva...”
Conviene que consideremos esto en los
momentos de paz, para no perder el “Norte” cuando venga la tribulación. Además,
también en la angustia, Dios nos hará sentir su mano paternal sobre cada uno de
nosotros.
Fernando
del Castillo del Castillo