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ELOGIO DE MI MADRE
Poco a poco se borran los recuerdos de su memoria. No quiero yo
que suceda así en la mía. Ni que estas perlas -son muy buenos recuerdos- caigan
en el olvido… (Desde pequeña mostró poseer una memoria prodigiosa. Así, en las
obras de teatro que representaba, aprendía su papel y los de sus amigas para
ayudarlas como “apuntadora”. Sus hijos hemos asistido -medio siglo después- a
la declamación de esos versos, que aún recordaba).
Me lo ha contado
muchas veces, también ahora: una vez que -antes de casarse ella- su hermano
Aurelio repasaba los nombres de los pretendientes que tenía mamá, hizo
referencia a “ese primo tuyo” -decía- que también mostraba interés. –“¡Lo que
faltaba!-respondía ella como una exhalación-: ¡calvo, cojo y primo!” (Lo de calvo
es “genético”: cuando se casó, papá ya era calvo, y algunos de sus hijos hemos
heredado su calvicie… Lo de cojo se debe a la herida que sufrió papá durante la
Guerra Civil española y que le mantuvo durante el resto de su vida con la
pierna izquierda rígida, por lo que tenía en su coche siempre un adaptador que
le permitía usar el embrague mediante una palanca manual. Lo de primo por el
parentesco entre los padres de papá y de mamá). Siempre que mamá ha revivido
este recuerdo, le he escuchado añadir, llena de satisfacción: “Y sin embargo,
Dios me lo tenía preparado: era el mejor”. Cincuenta años casados no hacen sino
confirmar la fuerza del amor que se tuvieron.
Durante los años
que vivió en Alcuneza (Guadalajara) con su hermano
-ya sacerdote-, para cuidar de él, el espíritu alegre de mi madre junto al
cariño que su hermano le profesaba consiguieron de Aurelio metas que
resultarían inalcanzables para cualquiera de sus otras hermanas: -¡Haz el
Cristo!, le pedía ella después de una gran nevada. Y el tío Aurelio accedía de
buen humor y se tumbaba, todo lo largo que era -frío da sólo de pensarlo-, con
los brazos en cruz sobre la nieve.
Con el mismo
espíritu alegre cantaba a su hermano para “hacerle rabiar”: “A mí me gusta lo blanco/ ¡viva lo blanco!/
¡muera lo negro!/ Que lo negro es cosa
triste/ Yo soy alegre/ Yo no lo quiero” (en clara referencia a la sotana).
Y ese buen humor era correspondido: Aurelio mostraba su desagrado ante la idea
de que ella participase en el baile del pueblo cuando había fiesta, pero mamá
-igual que papá- siempre había sido gran aficionada a bailar. Entonces, cuando
había música, ella participaba en el baile y cuando se acercaba Aurelio sus
amigos le avisaban: ¡que viene!, y ella se apartaba de la pista. –“¿Qué
haces?”, inquiría su hermano. –“Ya lo ves -respondía ella- mirar cómo bailan
los otros”. Y cuando el tío Aurelio se iba, ella seguía disfrutando de esos
bailes limpios en los que se expansionaba su espíritu joven. Pero una vez, al
retirarse el tío Aurelio se escondió y vio todo lo que hacía. Al llegar ella a
casa, él le preguntó por el baile: –“Ya me has visto, estaba mirando”. –“Sí,
mirando… -apostillaba él-: has bailado con éste, después con aquél, después con
el otro…”
Cuando se casó,
fue siempre el apoyo de papá y de sus hijos…
Es cierto que el
carácter más fuerte de papá hizo que los hijos acudiéramos “en primera
instancia” a mamá cuando habíamos hecho algún “desaguisado” (en los estudios o
en otros temas). Pero cierto también que supo corregirnos con claridad cuando -quizá
influidos por un mal amigote- actuábamos
de forma impropia de un buen cristiano: esa fue mi experiencia personal.
De ella aprendimos
las oraciones de la mañana a Dios y a la Virgen. También la costumbre de
confesarnos a menudo. Y era mamá la que nos aglutinaba
para rezar el rosario en familia. Tan arraigada quedó en nuestra alma la
necesidad de la Misa que, ni aun en los momentos más oscuros de mi vida
cristiana -durante la adolescencia- recuerdo haber dejado de asistir a su
celebración en un día de precepto.
“Gimnasta
infatigable”, aprovechaba cualquier momento para realizar ejercicios físicos,
mientras escuchaba la radio, cuando subíamos al pinar (en Sigüenza o en la
Toba): con los pies juntos y las piernas rectas, tocaba con las palmas de sus
manos en el suelo (sus hijos a duras penas llegábamos con la punta de los dedos
tras muchos esfuerzos). En todas esas ocasiones de mayor intimidad también
recibimos -toda la familia y las amigas que la acompañaban- un ejemplo
imborrable de pudor en su forma de vestir.
En las comidas le
gustaba servirse las patas del pollo -no el muslo- y el cuello, “abarrer” la
raspa central del pescado y la cabeza, echar en su plato los puerros enteros
que habían dado sabor a la sopa… Sólo después descubrí -hablando con amigos
cuyas madres tenían “gustos” semejantes- que los “gustos raros” de mamá (cuyo
plato, cuando se había servido, parecía a veces “la bolsa de la basura”) no
eran sino manifestación de un sacrificio silencioso por nosotros.
Su afán de
servicio no se limitaba a los de la propia familia: con sus consejos -lo sé por
ejemplos concretos- ayudaba a muchas amigas en el trato con sus maridos o en la
educación de los hijos. Le preocupaba la formación cristiana de todas: por eso
organizó en casa reuniones con sus amigas. En las charlas que les daba
desgranaba los aspectos de la vida cristiana que ella procuraba encarnar en su propia
vida. Recuerdo mi “queja” cariñosa cuando llegaba del colegio a casa y notaba
un intenso olor a “perfume de señora”: –Mamá, has tenido reunión con tus
amigas, ¿verdad?
Ya como abuela,
también ha desempeñado su papel de forma incomparable (como pueden corroborar
sus nietos).
El ejemplo de su
oración -siempre junto a papá- en Madrid, en la capilla de La Toba o en las
Clarisas de Sigüenza… ha quedado grabado en la retina de quienes la han visto
(también en la de las religiosas Franciscanas: me lo dijo la hermana de mi
padre). Sigue ayudándonos ahora con su cariño y su oración (interna y externa)
y se muestra -con las limitaciones de la edad y de su enfermedad- más eficaz
que nunca.
Empieza a encarar
la recta final de su vida (Dios quiera que sea una recta muy larga). Por eso
deseo que todos -mis hermanos, familiares (tíos, primos…) y quienes la conocéis-
correspondamos a tanta entrega con oración abundante por ella, con cariño y con
una vida cristiana coherente y virtuosa.
Puedo terminar
este elogio afirmando, sin empalago pero con la crudeza de la expresión andaluza:
¡viva la madre que me parió!
Marbella, 9 de febrero de 2005
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A Dios no
podemos verlo con los ojos. Pero Él ?se hace ver? a través de las personas
que lo tienen ?muy dentro? de su alma por la gracia. Por eso lloramos cuando
llama a una de esas personas a su presencia: sabemos que en el cielo están
mejor (¡mucho mejor!), pero somos egoístas y deseamos ?sentir? a Dios muy
cerca teniéndolas siempre físicamente junto a nosotros. Aunque están más
cerca de nosotros que antes, ya no las vemos... y eso duele... y lloramos... ¡Mamá, te
quiero! Ahora tenemos que dejar que Dios se meta en nuestras almas como
hicisteis tú y papá. Así Él ?se dejará ver? en nosotros (a pesar de tantos
defectos personales y tantos errores...), y seremos más felices... y
contribuiremos a la felicidad de nuestros familiares y amigos... Así el ?adiós?
que nos hemos dicho será un ?hasta luego? porque -con su ayuda-, cuando Dios
quiera, estaremos preparados para reencontrarnos
junto a Él para siempre, para siempre, para siempre... Alcorcón,
7 de julio de 2012. |
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