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Sacerdotes enamorados

Cuando un año termina, nos sentimos invitados a hacer examen: balance de resultados... Cuando un nuevo año comienza, brindamos por objetivos, proyectos e ilusiones que albergamos en nuestro interior... Un hito importante marcó la vida de la Iglesia en 2012: el Año de la Fe, convocado por Benedicto XVI para el 11 de octubre (con ocasión del 50º aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II) y que se prolongará hasta el 24 de noviembre de 2013 (solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo). Otro hito fundamental en la Iglesia Universal y que ha guiado especialmente la vida de los cristianos en España ha sido la proclamación de San Juan de Ávila como Doctor de la Iglesia el 7 de octubre de 2012: el que ya era patrono del Clero secular español fue puesto ese día como ejemplo de doctrina para todos los cristianos.

Con ese motivo, el pasado 20 de noviembre se celebró en la Universidad Eclesiástica de San Dámaso una Jornada Académica sobre San Juan de Ávila. La coincidencia con el Año de la Fe fue muy significativa: en este año todos los cristianos hemos sido llamados a vivir con mayor coherencia la fe que profesamos y a cooperar en la extensión de esa fe. «Porque todo el que invoque el nombre del Señor se salvará. ¿Pero cómo invocarán a Aquel en quien no creyeron? ¿O cómo creerán si no oyeron hablar de Él? ¿Y cómo oirán sin alguien que les predique? ¿Y cómo predicarán, si no hay enviados?» (Rom 10, 13-15a). Por eso son necesarios sacerdotes: sacerdotes santos. ¿Y qué hacer para que surjan esas vocaciones tan necesarias en la Iglesia? El nuevo Doctor traza algunas líneas maestras...:

San Juan de Ávila vivió la época difícil y -también por eso- apasionante del siglo XVI español, con santos de gran envergadura que prepararon la reforma católica: el Concilio de Trento con el que se revitalizó una Iglesia que vivía “anquilosada”, como ajena al fin sobrenatural que le dio Jesucristo. En aquella época, eran muchos los sacerdotes que llevaban una forma de vida escandalosamente contraria a su condición: «y es tal, que basta a mover a compasión cualesquiera entrañas, por duras que sean, de ver los ministros de Dios hechos esclavos de la maldad, cautivos del demonio y con vida más sucia que los sucios del pueblo, de los cuales se queja Dios con razón» (S. Juan de Ávila, Memorial 2º al Conc. de Trento, 3ª Causa, Remedios, a. 1561). Eso unido a la escasa formación espiritual y teológica de tantos sacerdotes llevaba a un alejamiento progresivo de los fieles (que rechazaban el mal ejemplo y la poca doctrina de los ministros de la Iglesia).

Sobre la actitud que los obispos debían tener con esos sacerdotes, Ávila les prevenía con el ejemplo del maestro negligente que se ausenta de la clase pero antes pide a sus alumnos que estudien y les amenaza con castigarlos a su regreso si no lo hacen. Es propio del maestro prudente no ausentarse sino estar «él presente, que trabaje, sude con ellos, y entonces, aun sin mucho trabajo, verá cumplido lo que les manda» (Memorial 1º al Conc. de Trento, a. 1551). Así aconseja actuar a los obispos con sus sacerdotes, más aún cuando éstos flaquean.

Para mejorar la condición de los clérigos, el santo de Montilla propone, como primer remedio general, cuidar más la selección de quienes buscan entrar en el estado eclesiástico: «ordénese la vida eclesiástica como no la pueden llevar sino los virtuosos, o los que trabajan en serlo» (ibid.), sugiere Ávila con un sentido común apabullante. Así se beneficiarán todos los cristianos porque, aunque la eficacia sacramental del sacerdote no depende de su santidad -es igualmente eficaz la confesión con un gran santo que con un gran pecador-, la santidad del sacerdote sí atrae “humanamente” al pecador en trance de conversión, mientras que un mal ejemplo puede dar al traste con esos deseos de mejora. A continuación plantea el siguiente remedio particular: educar con esmero a los candidatos al estado eclesiástico. Pues si no confiamos un animal enfermo a un veterinario sin la debida preparación, «¿a un alma enferma, por quien Dios murió, la fiamos de un médico que nunca aprendió cómo la había de curar?» (ibid., Necesidad y condiciones de la educación de los candidatos)

«Ardid ha sido éste del demonio: hacer que hubiese tanta falta de doctrina en la Iglesia» (ibid., Colegios para curas y confesores, y para predicadores”), afirma preocupado por la formación intelectual y moral de los futuros sacerdotes. Y propone la creación de colegios en los que los candidatos «aprendan principalmente bondad, y después letras, para que puedan ser sin peligro maestros y edificadores de almas» (ibid., Necesidad y condiciones de la educación de los candidatos) Por eso, cuando analiza los criterios para elegir los candidatos adecuados al sacerdocio, vuelve a preferir la virtud moral a la inteligencia de éstos: «no sea preferido el más docto al más virtuoso (…) Que por experiencia conocen todos, casi nunca haber dañado a la Iglesia el sacerdote selecto que no fuere letrado, ni rico ni alto; y siempre le dañó mucho la malicia armada de letras y de dignidad» (ibid., Elección de los candidatos). Una vez más, busca al sacerdote virtuoso y santo, que atrae a los fieles y los acerca a Cristo: pues aunque los curas no han de actuar bien porque los vean, tampoco deben olvidar que los ven (y a menudo los juzgan e -injustamente- juzgan en ellos a la Iglesia de Cristo e incluso al mismo Dios).

Como Dios es el “actor principal” en cualquier proceso de santificación, el nuevo Doctor defendió siempre la vida de oración como fundamento de la santidad y de la eficacia apostólica. Así escribe a un Fray Luis de Granada todavía joven el siguiente consejo para la dirección de otras almas: «no se dé a ellas cuanto ellas quisieren, porque a cabo de poco tiempo hallará su ánima seca, como la madre que se le han secado los pechos con que amamantaba sus hijos (...) mas si vinieren muchas veces, mándeles ir a hablar con Dios en aquel tiempo que ahí habría de estar» (1ª carta a Fray Luis de Granada, año 1544).

Santo para “hacer” santos. Alma de oración para “hacer” a otros almas de oración. Oración, sacramentos, virtudes...: el sacerdote debe ir siempre por delante.

En cuanto a la disciplina sobre el celibato sacerdotal, Ávila no desconocía la triste situación que atravesaban muchos sacerdotes de su tiempo: «por la mayor parte, ni predican, ni leen, ni confiesan, ni aun dicen misa casi en todo el año; y muchos viven con deshonestísima compañía, sin que nadie sea parte para podérsela quitar» (Memorial 1º al Conc. de Trento). Pero defiende con fuerza la conveniencia del celibato por la total disponibilidad del sacerdote célibe para el culto divino y el servicio de los fieles; y, principalmente, por la semejanza con Cristo, que fue célibe, ya que el sacerdote es “Cristo” cuando celebra los sacramentos: «aunque tengo por mayor mal ser concubinarios que ser casados (...) no hay que aceptar el casamiento por huir del concubinato; porque, aunque el matrimonio en sí es bueno, mas para los ministros de Dios es lleno de inconvenientes muy perjudiciales» (Memorial 2º al Conc. de Trento. De la vida de los eclesiásticos).

Sólo quien entiende la santidad del amor humano dentro del matrimonio puede comprender el sentido del celibato religioso, del celibato sacerdotal y del apostólico: el sacerdote no es un solterón ni un reprimido sino un hombre enamorado: enamorado de Dios y de la Virgen, a quienes dirige de forma exclusiva el afecto limpio propio del enamorado. De igual forma, tampoco es un reprimido, sino un enamorado, el hombre casado que se abstiene de dirigir a otras mujeres el afecto y las muestras de afecto que sólo a su mujer debe.

Quienes se burlan de esto, hacen alarde de una libertad falsa al satisfacer sus apetencias con cualquiera que se cruce en el camino de su vida. Y se muestran incapaces de amar (porque el amor es entrega del corazón y no se puede entregar lo que no se posee, aquello de lo que uno no es dueño). Me recuerdan a esos ciervos que cada año cambian su majestuosa cornamenta: durante los meses que preceden a la berrea se alimentan más para regenerar sus cuernos y competir con otros ciervos para alcanzar el trofeo de cubrir a las ciervas. Es lo natural para esos animales en celo. Los ciervos me parecen admirables, sí, pero no son “modelo” para un hombre cabal (y menos aún en la repetida mudanza de sus cornamentas...)

Así me animo a hacer un brindis en estas primeras semanas de 2013, dentro del Año de la Fe, iluminado también por las enseñanzas del nuevo Doctor. Brindo con un brindis que aglutina el deseo (las ilusiones) y la oración: brindo por todos los sacerdotes y seminaristas, para que sean hombres cada día más enamorados; brindo por ese amor, para que les transforme en imagen viva de Cristo entre los hombres; y brindo para que -instrumentos en las manos de Dios-, entre los frutos apostólicos de su trabajo, surjan nuevas vocaciones sacerdotales de hombres enamorados, hombres que a su vez ayuden a todos los hombres y mujeres a descubrir el camino del amor humano y divino: único que lleva a la verdadera felicidad.

 

Fernando del Castillo del Castillo

Alcalá de Henares, 28 de enero de 2013