SINCERIDAD
I) Introducción: la
sinceridad en las Sagradas Escrituras
1)
Reprensión de Jesús a los judíos (Jn 8,
31-47):
-"Si
vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis
la verdad, y la verdad os hará libres". (...)
-"Yo
hablo de lo que vi en mi Padre, y vosotros hacéis lo
que oísteis a vuestro padre.
Le respondieron:
-"Nuestro
padre es Abraham".
-"Si
fueseis hijos de Abraham -les dijo Jesús- haríais las obras de Abraham"
(...)
-"Si
Dios fuese vuestro padre, me amaríais -les dijo Jesús-; pues yo he salido de
Dios y he venido aquí. Yo no he salido de mí mismo sino que Él me ha enviado.
¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis oír mi palabra. Vosotros
tenéis por padre al diablo y queréis cumplir las apetencias de vuestro padre;
él era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay
verdad en él. Cuando habla la mentira, de lo suyo habla, porque es mentiroso y
el padre de la mentira. Sin embargo, a mí, que digo la verdad, no me creéis.
(...) El que es de Dios escucha las palabras de Dios; por eso vosotros no
las escucháis, porque no sois de Dios.
2) Adán y Eva: el
primer pecado
(Gen 2, 16-17):
Y el Señor Dios impuso
al hombre este mandamiento: -“De todos los árboles del jardín podrás comer;
pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día
que comas de él, morirás”
(Gen 3, 1-5):
La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que
había hecho el Señor Dios, y dijo a la mujer:
-“¿De modo que os ha
mandado Dios que no comáis de ningún árbol (primera mentira) del jardín?”
La mujer respondió a la
serpiente (diálogo
con la tentación...):
-“Podemos comer el
fruto de los árboles del jardín; pero Dios nos ha mandado: No comáis ni
toquéis el fruto del árbol que está en medio del jardín, pues moriríais”.
La serpiente dijo a la
mujer: -“No moriréis en modo alguno (segunda
mentira);
es que Dios (induce a desconfiar de
Dios) sabe que el día que comáis de él se os
abrirán los ojos y seréis como Dios (le
presenta a Dios como enemigo), conocedores del bien y del mal”.
(cfr. Gen 3, 6-8): Come Eva y come Adán; descubren su
desnudez y se tapan con hojas de higuera; y al oír la voz de Dios se ocultan
de su presencia (¡y Dios lo ve todo!) entre los árboles del jardín…
(Gen
3, 9-10): El Señor Dios llamó al hombre y le dijo: -"¿Dónde estás?" (la conciencia…) Éste contestó: -"Oí tu voz en el
jardín y tuve miedo porque estaba desnudo ("tuve miedo": se ha roto la amistad…); por eso me
oculté".
3)
Caín y Abel: el primer homicidio (Gen 4, 3b-10):
El
Señor miró complacido a Abel y su ofrenda, pero no a Caín y la suya. Por esto
Caín se irritó en gran manera y andaba cabizbajo. Entonces dijo el Señor
a Caín:
-“¿Por
qué estás irritado? ¿Por qué andas cabizbajo? ¿No llevarías el rostro alto si
obrases bien? Pero si no obras bien, el pecado está a tu puerta; no
obstante, tú podrás dominarlo”.
Caín
dijo a su hermano Abel: -“Vamos al campo”. Y
cuando estaban en el campo, Caín se alzó contra su hermano Abel, y lo mató.
Entonces
el Señor dijo a Caín: -“¿Dónde está tu hermano Abel?”
Él
respondió: -“No lo sé (mentira) ¿Acaso soy yo el
guardián de mi hermano? (excusa)
El
Señor le dijo: -“¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí
desde la tierra” (…)
4) Otras
palabras de Jesús recogidas en los Evangelios
- “La
verdad os hará libres”.
- “Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida”
Felipe
lleva a Natanael, que estaba bajo una higuera, hasta
Jesús (no olvidemos que Natanael, cuando Felipe le
sugirió que Jesús podría ser el Mesías, le espetó: ¿De Nazaret
puede salir algo bueno?). El Señor lo recibe diciéndole:
-“He
aquí un verdadero israelita, en quien no hay doblez ni engaño”.
Y Natanael demuestra con su reacción que, efectivamente,
sería un poco bruto pero no tenía doblez, y le responde: -“¿De qué me conoces?”
Por eso, cuando el Señor le dice: -“Antes de que Felipe te llamara, cuando
estabas debajo de la higuera, yo te vi”, Natanael rectifica: “Tú eres el Rey de Israel” (algunos autores
piensan que esa confesión se debió a que Natanael
estaba haciendo oración debajo de la higuera).
Después
de estar discutiendo los Apóstoles sobre quien sería mayor en el reino que iba
a instaurar el Mesías, avergonzados porque Jesús los había pillado “in
fraganti” en esa discusión, el Señor tomó a un niño y lo puso en medio de
ellos:
-“Os
lo aseguro: si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos”.
(Siempre
han sido los niños -los niños pequeños, no maleados- un ejemplo de sencillez y
sinceridad para los mayores)
II) Sinceridad con uno mismo
Hace
mucho se dijo que el mejor negocio del mundo era comprar a un hombre por lo que valía y venderlo después por lo que él mismo pensaba que valía… Y quien
eso afirmó no iba muy descaminado en su apreciación, según me parece.
Puede
parecer absurdo esto de “sinceridad con uno mismo”: pero resulta difícil, muy
difícil, no tener la tentación de autoengañarnos con
falsas excusas cuando juzgamos algunas de nuestras actuaciones.
La conciencia:
es el juicio que realiza nuestra inteligencia acerca de la bondad o maldad
(moral) de los propios actos (ya realizados o que prevemos hacer). Si nos
indica que algo que pensamos hacer (conciencia
antecedente) es malo -aunque nos apetezca- y llevamos a cabo esa acción,
nos remuerde (conciencia consecuente) y hace que nos sintamos mal con nosotros
mismos. Por el contrario, si nos aconseja
realizar algo y -aunque cueste- seguimos su juicio, al culminar esa acción nos alaba y hace que nos sintamos bien.
Es lo
más sagrado de nuestra alma. El “lugar” íntimo donde sólo Dios y cada uno de
nosotros -nadie más- podemos “mirar” (los demás sólo pueden ayudarnos según lo
que les contemos, pero nunca emitirán juicios de conciencia sobre nuestras
acciones, sino sólo sobre las suyas). Hay que cuidarla, no acallarla, no
“encallecerla” (y se encallece o endurece cuando, en repetidas ocasiones,
dejamos de escucharla cuando nos indica que un modo de obrar está mal).
Una conciencia
delicada (no escrupulosa) es un regalo de Dios, porque:
1º)
Nos permite descubrir lo que es bueno y obrar el bien (las “normas de
funcionamiento” acordes con la naturaleza humana
que tenemos)
2º)
Cuando -por debilidad, generalmente- obramos mal, nos ayuda a reconocer el
error, pedir perdón y rectificar (y, al hacer esas cosas, recuperamos la paz)
La
conciencia se puede acallar cuando
nos resultan incómodos sus juicios: una de las formas más frecuentes de acallar la conciencia es caer en el activismo
(¡tengo tantas cosas que hacer que… ni tiempo me queda para pensar!: y si no
tengo tantas cosas… ¡me las busco!) Es también esto lo que le sucede a muchas personas
que necesitan estar siempre rodeadas
de ruido: música, la tele encendida en la casa (aunque nadie esté viéndola) o
la radio (aunque nadie la escuche) o salir a la calle… Les da miedo el silencio -a veces- porque les aterroriza encontrarse consigo mismos,
tal y como son, protagonistas y responsables de sus acciones. Es una huida hacia delante frenética…
Además,
la conciencia se puede endurecer por no
hacerle caso (también dijo alguien hace tiempo que el que no vive como piensa, acaba pensando como vive: y tenía
razón, porque resulta excesivamente incómodo vivir sometido de forma continua
al juicio negativo de la propia conciencia). Es la diferencia -que de forma
gráfica solía describir San Josemaría- entre la piel delicada de un niño (que
percibe molestias cuando se le posa un mosquito) y la piel ruda de un
trabajador (que quizá no sienta ni cuando se le ha posado una avispa). Uno
acaba convenciéndose (engañándose): -“No, si yo actué así por…; si mi intención
real era…”
Un objetivo
importante es formar bien la propia conciencia. Y para eso, preguntar a
quien tiene criterio (puede ser un sacerdote o una persona recta y con
formación), si tenemos duda acerca de cómo actuar en determinadas
circunstancias.
Un secreto para formar bien la conciencia:
hacer oración mental. Aparte de la consulta a quien puede ayudarnos con su
consejo, el mejor modo de juzgar rectamente es dialogar con el Señor (mejor aún
si es delante del Sagrario de una iglesia, donde Él
nos espera especialmente).
III) Sinceridad con los demás
Con
frecuencia hemos hablado de la necesidad de “soltar el sapo” que uno lleva
dentro (cuando tiene algo que le cuesta contar y que debe contar para poner
remedio a lo que va mal) y de la conveniencia de “limpiar las gusaneras” que se
forman en el alma cuando falla la sinceridad.
Pero
al que ya ha “aireado” el alma con quien debe hacerlo le puede suceder...
Cuando
uno se ha sincerado una vez con quien puede ayudarle (un hermano mayor, el
padre o la madre, un profesor, el sacerdote, etc.), el saberse escuchado,
comprendido y ayudado (por los consejos y también por la oración) ayuda a ser
sincero nuevamente cada vez. Pero quizá la soberbia nos inclina a ocultar
algo. No debemos engañarnos: sería mejor no decir nada que contar una verdad
a medias. Porque los consejos que recibiríamos no serían acertados por la
falta de información de quien nos los da. La mentira burda no engaña a
nadie (decir: “ayer falté a la cita que teníamos porque me telefoneó el Rey”, no
es creíble); pero la verdad a medias sí (“no acudí a la cita porque
recibí un encargo de mis padres”... y callamos que, aunque recibimos ese
encargo, la causa de nuestro retraso es que nos encontramos con unos amigos por
la calle y nos apetecía más estar con ellos). La verdad a medias es la peor
de las mentiras: el alumno que le cuenta a su preceptor en el Colegio que
ha discutido con sus padres o se ha peleado con su hermano, que ha llegado
tarde a casa después de salir el sábado... pero calla lo de los porros que se
fumó con sus amigos esa noche de sábado.
El
caso de la confesión es especial: callar a sabiendas un pecado mortal haría
inválida la confesión de los demás pecados y añadiría a estos un nuevo pecado
mortal de sacrilegio del que habríamos de confesarnos en la siguiente.
Pero no
sólo en la confesión: en cualquier conversación confiada con quien debe
ayudarnos, debemos ir con el propósito de contar todo lo que esa persona
necesite saber para ayudarnos. Quizá, si nos cuesta mucho ser sinceros en algún
aspecto, haya que empezar diciendo: -“Hay dos o tres cosas que tengo que contar
y que me cuestan: los tiros van por aquí...” (hacemos
una referencia general, y el que nos escucha facilitará nuestra sinceridad).
No
debemos buscar el prestigio de un “fuego artificial”, pensando: -“¡Qué
bien he quedado en esta conversación!”... Porque a veces quedamos bien,
precisamente, cuando quedamos mal, pues piensan de nosotros: -“¡es noble y sincero (aunque le cueste), gente de fiar...”
Especialmente
en la dirección espiritual con el sacerdote o con quien puede aconsejarnos en
lo referente a nuestra alma. Tampoco se trata de hacer “visible” el aire
(es un modo de hablar para referir lo que puede suceder a una persona
escrupulosa, que se obsesiona hasta con un “mota de polvo” que descubre en su alma).
Quizá la pregunta clave pueda ser: ¿Esta persona a la que estoy abriendo mi
alma me conoce como realmente soy y cómo estoy ahora? ¿Sabe qué preocupaciones
tengo -e incluso intento acallar- dentro de mi alma? ¿Soy “transparente” (que
no significa “incoloro”, pues mi alma puede estar sucia) para esa
persona, o más bien “turbio” (aunque sea una “turbidez blanca” como la de la
cal)?
Para
terminar este apartado: por discreción, no debo contar todo a todo el
mundo, pero jamás debo mentir a nadie (¿o deseo ser llamado también
yo “hijo del diablo”, que era “padre de la mentira”?)
IV) Sinceridad con Dios
Inevitable preguntarse: ¿Para qué? Si Él lo sabe todo...
¡Ya! Y mejor que tú (decía San Agustín que Dios es interior
intimo meo, más íntimo que mi propia intimidad). Pero si tú no le
hablas -con claridad, sin tapujos (no olvides las excusas de Adán y Eva tras el
primer pecado, y de Caín después de asesinar a su hermano)- en esos tiempos
dedicados a la oración personal, Él no podrá ayudarte en el fondo de tu
conciencia.
Para la oración no existen temas “tabú” (sería propio
de gente estúpida intentar ocultar cosas a Dios, que todo lo sabe). Hay que contarle
todo y -lo que es más importante- escuchar las sugerencias
que me hace en el fondo del alma.
Encontrarás a Dios, ahora, en el
Sagrario de cualquier iglesia.
También en tu alma en gracia.
Y si no estás en gracia, porque le has echado a patadas
por algún pecado mortal, lo encontrarás esperándote -muy cerca- como el
padre del hijo pródigo, en el sacramento de la
confesión.
Como
resumen, dos ideas fundamentales:
En el trato con Dios, hazte
niño: confiado, sencillo, audaz (pídele... ¡la Luna!) ¡Qué envidia
-me refiero a una “envidia” buena- me dan esos niños que se acercan a comulgar
con el alma limpísima!
El único peligro
gravísimo para nuestra alma es la insinceridad, pues lleva a la soberbia que
impide poner remedio a lo que va mal. Porque cuando somos sinceros, todo,
ABSOLUTAMENTE TODO, tiene remedio.
Fernando
del Castillo del Castillo