MIÉRCOLES
6 DE SEPTIEMBRE DE 2000
Diario
"Sur" (Málaga), pág.39
COLABORACIONES
Una
revolución cristiana
FERNANDO
DEL CASTILLO DEL CASTILLO
Al poco de
regresar de Roma me he sentido empujado a escribir lo que allí he visto,
consciente no sólo de haber vivido unos días inolvidables, sino de haber
participado en un acontecimiento histórico: la XV Jornada Mundial de la
Juventud en Roma, en el año 2000 y con el Papa Juan Pablo II.
Si considerásemos ese viaje como turístico, habría sido un
auténtico fracaso: de nueve noches, tres en autobús, una en Tor Vergata (sobre el duro
suelo), cuatro en los locales de una parroquia romana (esta vez con el duro suelo amortiguado por una colchoneta
de aire), y sólo una en cama: en Roma, calor, caminatas de kilómetros, y
comidas casi de supervivencia.
Sin embargo, a ninguno de los dos millones y medio de personas que
estábamos por allí nos faltaba una sonrisa de oreja a oreja. ¿Por qué? ¿Quizá nos habíamos vuelto locos? No,
sencillamente estábamos en Roma porque nos había convocado el Papa,
y todas esas molestias -ofrecidas- eran otra forma de oración por el
Santo Padre.
Y los romanos, gastando metros cúbicos de agua regando a los
peregrinos para refrescarlos, o dándoles de beber, y llevando cantidades
enormes de comida a las parroquias, ¿también estaban locos? ¡Qué va!, se
limitaban a corresponder con enorme generosidad a la llamada del Papa.
En Tor Vergata, con
unas condiciones que no resultaban cómodas para nadie, se reunieron dos millones y medio de jovenes. No era un concierto de rock -¡ya quisieran para sí la quinta
parte de esa audiencia los grupos de música que más éxito tienen en la
actualidad!-, pero el ambiente de fiesta resultó inigualable. Le cantamos, le
bailamos y le hablamos al Papa (a
gritos, pero le hablamos). Juan Pablo II
siguió
nuestras canciones y nuestros
bailes -marcando el ritmo con sus manos,
ante el delirio de quienes seguíamos sus gestos por la pantalla gigante-, y se emocionó con
nosotros.
Cuando habló (el sábado 19 por la tarde y en la Misa del domingo)
fue a la vez cariñoso y exigente: tenéis que ser mártires -nos decía- sin
derramar vuestra sangre, pero luchando contra corriente para vivir la pureza
en el noviazgo, la fidelidad dentro del matrimonio, la lealtad entre vuestros
amigos; tenéis que hacer oración y frecuentar los sacramentos; sólo Jesucristo
puede llenar por completo vuestros deseos de amar v satisfacer vuestras
ansias de felicidad. Como una despedida, nos pidió que llevásemos su saludo y
su abrazo a todos los que encontráramos a nuestro regreso. Y, citando a Santa
Catalina de Siena, nos recordó que si éramos lo
que debíamos ser, prenderíamos fuego allá donde fuésemos (pirómanos que
encienden las almas en el amor de Cristo).
Algunos periodistas italianos que antes se habían mostrado un poco
distantes respecto al Papa se preguntaron al ver la respuesta de los
jóvenes ya en el acto de acogida (el 15 de agosto) si no estaríamos
asistiendo a una verdadera revolución, diferente de todas las anteriores
(quizá recordando aquellos movimientos estudiantiles de mayo del 68,
entusiastas pero poco duraderos). Sí -les respondo--, estamos asistiendo
a una verdadera revolución: a una revolución pacífica, a la
revolución cristiana para la que el Papa nos ha convocado en el comienzo
del tercer milenio. Por eso, cuando un amigo me comentó al terminar esos días
memorables: «Ya se ha acabado esto», le contesté en seguida: «No, esto no
ha hecho más que empezar». Es el principio de una gran revolución en la que
todos -no sólo los jóvenes- estamos comprometidos. Una revolución que servirá
para que en el mundo vuelva a reconocerse la enorme dignidad y el elevado
destino al que se encuentran llamadas todas las personas
humanas.
Fernando del Castillo del Castillo