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Madrid, 3-4 de mayo de 2003 |
Tel.: 91 343 97
32-38-28 |
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TESTIMONIOS DE LA VIGILIA -Un matrimonio- Querido Santo Padre: Somos una familia española que le está enormemente
agradecida. Hemos tenido la suerte de participar en la Jornadas Mundiales de
la Juventud en Santiago de Compostela, Czestochowa, Paris y Roma en el año
jubilar, y estas jornadas han marcado nuestras vidas. Comprendimos que
merecía la pena ofrecer nuestra juventud a Cristo pues sólo Él da sentido a
nuestra vida. Con su ejemplo, Santo Padre, hemos aprendido que se puede
seguir siendo joven a pesar de la edad, del dolor y de la enfermedad. Recordamos las palabras que dijo Tor Vergata sobre las
dificultades para vivir un noviazgo cristiano. Sus palabras nos ayudaron a
definir nuestro camino, conscientes de que el noviazgo es la antesala del
matrimonio, y que el verdadero matrimonio es cosa de tres: Dios, el hombre y
la mujer. Damos gracias a Dios por nuestra primera hija y le pedimos estar
siempre abiertos a la vida a pesar de las dificultades. Que nos ayude a ser
testigos, a través del matrimonio, del amor de Dios a los hombres,
defendiendo y promoviendo en privado y en público el carácter sagrado del
matrimonio, como unión indisoluble del hombre y la mujer, abiertos a la vida,
donde el hijo no es ni una amenaza a la comodidad, ni un derecho de los
padres, sino un regalo de Dios que ha de acogerse con alegría. Gracias también, Santo Padre, por su valentía, por su
lucha incansable en defensa de los derechos del hombre, en especial de los
pobres, los marginados, los enfermos, los no nacidos, los moribundos, y por
su lucha a favor de la paz. Nos ha hecho conscientes de que seguir a
Jesucristo implica muchas veces ir contra corriente, exigiéndonos un
testimonio valiente en una sociedad que a menudo vive de espaldas a Dios. Gracias por exhortarnos a hacernos presente en la vida
pública y a impregnar este mundo del espíritu del Evangelio. Gracias por
animarnos a desear la santidad, la misma que mañana contemplaremos en los
Beatos que serán canonizados. También nosotros deseamos ser santos, aunque
experimentamos la fragilidad y el pecado. Estamos convencidos de que la
gracia y el perdón de Dios son más fuertes que nuestra debilidad. Queremos darle gracias también por toda su vida: por su
dedicación a la Iglesia, por su entrega total a Jesucristo, y por su amor
grande a la juventud. Y gracias por llevarnos a María, guía segura para alcanzar
a Jesucristo. También nosotros queremos decir: Totus tuus.
Querido Santo Padre: Gracias por estar con nosotros, por ayudarnos con su
palabra y con su ejemplo a seguir a Jesucristo. Soy Lourdes, disminuida física. Mi discapacidad me afecta
al habla. No puedo hablar y tampoco puedo andar; por ello debo utilizar una
silla de ruedas. Durante mucho tiempo he vivido angustiada. A menudo me he
preguntado cuál era el sentido de mi vida y por qué me ha pasado esto a mí.
Esta pregunta ha sido constante y la prueba ha sido dura. Durante años la
única respuesta ha sido descubrir cada mañana que estaba siempre en el mismo
sitio: atada a una silla de ruedas. A veces he sentido que me habían arrancado
la esperanza. Me sentía como si llevara una cruz, pero sin el aliento de la
fe. Un día descubrí a Jesucristo y cambió mi vida. El Señor
con su gracia me ayudó a recobrar la esperanza y a caminar hacia delante.
Ahora, cuando veo a otros jóvenes enfermos al lado mío pienso que mi cruz es
muy pequeña comparada con la de ellos, y me gustaría mostrarles cómo yo
encontré al Señor para transformar su dolor en un camino de esperanza, de
vida y de santidad. La fe fortalece mi vida. Cada día me pongo en las manos de
Dios. Él me da fuerza. El me ayuda siempre a superar los momentos difíciles y
ha puesto a mi lado muchas personas que me quieren y me animan a seguir con
alegría mi camino de fe. Santo Padre: soy una joven como todos los que le acompañan
en esta tarde. Soy consciente de que tengo una minusvalía, pero me siento
útil y, por ello, alegre. Sé que mi silla de ruedas es como un altar en el
que, además de santificarme, estoy ofreciendo mi dolor y mis limitaciones por
la Iglesia, por Vuestra Santidad, por los jóvenes y por la salvación del
mundo. En mi Via-Crucis me siento alentada por el testimonio de
Vuestra Santidad, que lleva también sobre sus hombros la cruz de la
enfermedad y de las limitaciones físicas y, además, el dolor y el sufrimiento
de toda la humanidad. ¡Gracias, Santo Padre, por su ejemplo! Lourdes Cuní -Seminarista- ¡Santo Padre! Me llamo Enrique, tengo veintisiete años y soy diácono de
la diócesis de Madrid. Dentro de ocho días, si Dios quiere, con otros catorce
compañeros seré ordenado sacerdote. ¡Sacerdote de Jesucristo! En este momento
crucial de mi vida, al contemplar hasta dónde ha llegado el amor de Dios por
mí... sólo puedo adorarlo y darle gracias por el don de la vocación, que no
ha sido otra cosa sino la historia de un amor que ha cambiado mi vida,
que ha roto el estrecho marco de mi puerta, que ha ensanchado mi corazón...,
que me ha abierto a un horizonte de plenitud. Como muchos jóvenes que en esta tarde han venido a
encontrarse con Vuestra Santidad, conocí a Dios desde niño en mi familia, en
mi parroquia, mis catequistas, mi grupo de amigos. Como muchos otros, entré
en la universidad, salía con una chica y era un joven normal. Pero poco a
poco, mi amistad con Cristo lo fue inundando todo, pedía más. Y yo reconocía
que era más feliz cuando no me reservaba nada. La oración, la Eucaristía
diaria, la dirección espiritual... eran los medios de los que Dios se servía
para mostrarme con absoluta claridad su bondad y su amor. Mi sed de felicidad
la iba llenando Cristo. Santo Padre: recuerdo qué profunda impresión me causaron
sus palabras cuando en junio del noventa y tres, nos dijo a los jóvenes
reunidos en Madrid: “¡No tengáis miedo! ¡ No tengáis
miedo a ser santos!”. En ese mismo lugar, el Papa que había visto siendo niño
animando a los jóvenes a “abrir las puertas a Cristo”... me hablaba a mí.
Hablaba a todos, pero me lo decía a mí: “¡Enrique! ¡Ábrele a Cristo el
corazón de par en par! ¡No tengas miedo!” Y en su voz y en su mirada reconocía
la voz y la mirada amorosa de Jesucristo, que desde su Cruz tiene sus
ojos puestos en los míos... Desde entonces, no he cesado de buscar esa
mirada... París, Roma,... La última cita, el verano pasado en
Toronto, donde esa mirada nos prometía “la misma alegría de Jesús”. Hay que
dar la vida. Sabemos que nuestro mundo está herido por el odio, el pecado y
la muerte... y que muchos no han recibido la Buena Noticia de que Dios les
ama tiernamente. Los hombres tienen hambre y sed, ¡hambre y sed de Cristo!,
de su perdón y misericordia. Por eso, en esta tarde estamos aquí varios
cientos de seminaristas de toda España para decir a Vuestra Santidad que
puede contar con nosotros, que el Señor puede contar con nuestras vidas, para
realizar a través nuestro la obra de la salvación de los hombres. Santo Padre, en nombre de todos y, muy especialmente de
los que seremos ordenados el próximo domingo, ¡gracias por su palabra, su
testimonio sacerdotal y su vida entregada, que tanto ha significado en
nuestro camino vocacional! Le ruego que nos encomiende al Señor para que
seamos santos sacerdotes. Y que su palabra y su mirada alcancen el corazón de
muchos jóvenes para que también ellos respondan sí a Jesucristo con la
entrega sacerdotal de sus vidas, que nosotros nos disponemos a comenzar. Enrique González Torres (Seminario
Conciliar de Madrid) -Monja
contemplativa- Santo Padre: Soy una monja de Belén y de la Asunción, que vive una vida
de soledad según la tradición monástica de San Bruno. Tengo 25 años. Antes de
ingresar en el Monasterio he vivido una fuerte experiencia de Iglesia. En
varios momentos de mi camino he participado en Encuentros de jóvenes
convocados por Vuestra Santidad y sus palabras han sido determinantes en mi
vocación. En ellos he descubierto que era pequeña, débil, ni por
asomo mejor que los demás, pero he descubierto también que el Señor me ha
elegido para vivir en la tierra lo que todos vivirán en el cielo. El Señor me
ha cubierto con su mano y me ha llevado al desierto para vivir un proceso o
viaje interior al corazón. Día tras día, el Señor me va despojando de las
muchas capas que recubren mi verdadera identidad, mi yo profundo, mi ser de
gracia. Es un trabajo interior que a veces se presenta como un
combate, para renunciar a todo lo falso que me habita y a las seducciones del
mundo. Recibo la llamada a vivir un nuevo y radical nacimiento de lo alto, un
nacimiento del Espíritu. En esta esperanza, cada día, cada minuto, muero con
Cristo y resucito con Él. La Virgen glorificada me hace participar de su
Asunción y también de su doloroso alumbramiento de las multitudes de hijos de
Dios, “el resto de sus hijos”, como dice el Apocalipsis. En lo más secreto de mi celda, y más aún, en lo más profundo
de mi corazón, tienen cabida todos los hombres y mujeres del mundo, mis
hermanos. Viviendo en el silencio y la soledad con Dios, siento aún más, si
cabe, que no puedo disociar el Amor a Dios del amor a cada persona humana.
Por eso sé con toda la certeza de la fe que estoy participando en la Nueva
Evangelización, a la que Vuestra Santidad nos ha convocado, desde mi puesto
en la Iglesia, con una inmensa alegría, esperando el momento en que la vida
de todo hombre no sea más que alabanza eterna de Aquél que nos amó. Muchas gracias, Santo Padre, por su testimonio de amor a
Jesucristo y de entrega incondicional a la Iglesia, y por lo que este
testimonio significa para mí, para mis Hermanas, para la Iglesia y para toda
la humanidad. Una monja de Belén, de la Asunción
de la Virgen y de -Hermana
de la Cruz- Querido Santo Padre: Soy la Hermana Rut de Jesús. Tengo 28 años. Pertenezco al
Instituto de Hermanas de la Cruz, fundado por La Beata Ángela de la Cruz, que
mañana canonizará Vuestra Santidad. Ingresé en él a los 20 años. Aunque soy
juniora de votos temporales, estoy comprometida con Jesús para siempre, con
un amor indiviso, en una vida de oración y de servicio a los más pobres,
enfermos y abandonados en sus propios domicilios. Les lavo la ropa, les
arreglo la casa, les hago la comida, curo sus llagas, los velo por las
noches,... y lo más importante, les doy todo el amor que necesitan, porque en
la oración Jesús me lo regala. Dios es amor (1 Jn 4,8) y yo se lo devuelvo amando
a los pobres, entregándoles mi juventud y mi vida entera. Antes de ingresar en el Instituto, era una joven normal:
me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura,...
Había soñado muchas veces con mi futuro. Pero un día vi por la calle a dos
Hermanas que me llamaron la atención: por su recogimiento, su paso ligero y
la paz de su semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior
oí una voz que me decía: ¿qué haces con tu vida? Quise justificarme: estudio,
saco buenas notas, tengo muchos amigos,.. Me quedé mirándolas hasta que
desaparecieron de mi vista mientras yo me preguntaba: ¿quiénes son? ¿a dónde van?. Como Nicodemo, invité a Jesús en la noche de mi inquieto
corazón y en la oración entré en diálogo con Él. Con Él sentí la llamada de
tantos hermanos que me pedían mi tiempo, mi juventud, el amor que había
recibido del Señor. Y busqué, y me encontré con la mujer que estaba más cerca
del misterio de la Cruz de Jesús, junto a María: Sor Ángela de la Cruz. Ella
se había configurado tanto con la Cruz de Jesús que se hizo amor para los
pobres que sufren. Me cautivó y quise ser de las suyas. Y aquí estoy, Santidad. Consciente de lo que he dejado. He
dejado todo lo que los jóvenes que están con nosotros en esta tarde poseen:
la libertad, el dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá
unos hijos... Todo lo he dejado por Jesucristo que cautivó mi corazón, para
hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de
barro. Tengo que confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no
me cambio por nada ni por nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a
ser testigo, me acompaña con su gracia. Gracias, Santo Padre, por su vida
entregada sin reservas como testigo fiel del Evangelio, por fortalecer
nuestra fe, avivar nuestra esperanza y abrir nuestro corazón al amor ardiente
del que sabe perder su vida para que los demás la ganen. Gracias, Santo
Padre, por su vida, que a muchos de nosotros nos ha marcado. Gracias por
venir a decirnos a los jóvenes de España que el mundo necesita testigos vivos
del Evangelio y que cada uno nosotros podemos ser uno de esos valientes que
se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque lo que
nosotros no hagamos por los pobres, contemplando en ellos el rostro de
Cristo, se quedará sin hacer. Gracias de nuevo, Santo Padre. Hna. Rut de Jesús (Instituto
Hermanas de la Cruz) -La Cruz
en mi vida- Dice un himno de la Liturgia de las Horas: “...Que
cuando llegue el dolor / que yo sé que llegará / que no se me enturbie el
amor / ni se me nuble la paz.” Y ese creo o, mejor dicho, quiero que sea
el centro de mi ofrecimiento. Todos los días ofrezco mi labor cotidiana, mas
también hago ofrenda de mi vida al que es mi Creador. Yo, como dice el Santo
Padre, quisiera ser Luz para el mundo. Que todos aquellos que me contemplen
vean reflejada la gloria de Dios Padre en mi silla de ruedas. Observad las ruedas de mi silla: son los clavos de
Jesucristo. Contemplad el reposacabezas: es el letrero donde dice quien soy
(un siervo de Dios que quiere hacer su Voluntad, aunque a veces, tal vez a
menudo, me rebelo); porque lo que sí tengo demasiado claro es que no soy
santo, PERO QUIERO SERLO. Observad mi cuerpo retorcido, no soy yo sino Aquel
quien me sostiene en su pecho. Y también quien me conduce, quien guía mis
pasos, es la Humildad de Nuestra Madre: María; porque a ellos no se les ve,
pero son el motor de este peregrinar por el mundo. No quisiera ser vanidoso (que lo soy), no quisiera ser
orgulloso (que también lo soy) pero siento y experimento todos los días que
Dios me ha elegido, como a muchos de vosotros, para ser escándalo de la
Cruz, como diría San Pablo. A veces la gente se me queda mirando con
extrañeza; en ocasiones yo les miro desafiante, no comprendiendo que es a
Cristo a quien ven. Este mundo rehúsa el dolor, yo lo acepto para completar
la Redención de Cristo en este mismo mundo. ¡VIVA CRISTO CRUCIFICADO¡ ¡VIVA CRISTO RESUCITADO¡ José Javier -Un joven (diócesis de Madrid)- Querido Santo Padre: Me llamo Guillermo Blasco. Tengo 19 años, pertenezco a una
familia de seis hijos y estudio arquitectura técnica. Nací el día de la
Inmaculada y la Virgen me ha llevado siempre bajo su manto. Estudié en el Colegio
de Ntra. Sra. del Recuerdo de Madrid y mis padres me han educado en la fe. Desde niño, Santo Padre, he sentido en mi corazón algo
grande. En 1999 peregriné a Santiago de Compostela con un grupo que surgía de
las manos de la María: los Montañeros de la Asunción. Ese camino me hizo un
bien inmenso. Allí sentí que Cristo quería algo más de mí. El 15 de agosto de 1998, día de la Asunción, murió mi
hermano Fernando en Irlanda en un atentado terrorista. Tenía 12 años. Este
hecho marcó mi vida de adolescente. Esa misma noche, cuando supe lo ocurrido,
llamé hasta la madrugada a todos los hospitales de Irlanda. Al día siguiente,
se confirmó la terrible noticia e, inmediatamente, fui a Misa con mi padre. Entre la perplejidad y el miedo, una pequeña luz se encendió
en el horizonte. Era la luz del camino de Santiago, algo que había penetrado
hasta lo mas profundo de mi ser. En la comunión
encontré una fuerza que jamás hubiese imaginado. Nunca había visto el poder
de Dios en las personas. Cuando mis padres perdonaron a los asesinos de mi
hermano, su testimonio se gravó a fuego en mi corazón. Desde entonces tengo
la convicción de que la Virgen ha intercedido de una forma muy especial por
mi familia. La muerte de mi hermano supuso un gran cambio para mí. Mi
familia se unió como una piña, y gracias al ejemplo de mi madre, comencé a ir
a Misa todos los días antes de ir a clase. Lo necesitaba. Había descubierto
que Jesús es el mejor amigo, del que nadie me puede separar. Vi también que
necesitaba la fuerza interior que me da la Eucaristía. Fueron tiempos duros, Santidad, pero la comunión diaria, y
el testimonio cristiano de mis padres mantuvieron a flote mi esperanza.
Peregriné a Javier, a Santiago en 1999, y en el 2000 participé con Vuestra
Santidad en la inolvidable Vigilia de Tor Vergata. Allí sentí que el Espíritu
Santo se derramaba sobre nosotros, igual que en esta tarde lo hace en Cuatro
Vientos. Al año siguiente, Cristo quería darme algo más; algo que
sólo se da a quien se quiere de verdad. Me dio a su madre, a María, a quien
me ha ido enseñando el inmenso amor de su Hijo. Y le ofrecí mi vida. Me
consagré a ella. Desde entonces soy de la Virgen y ella no ha dejado de
protegerme. Desde aquel día, y para siempre, intento a través de la
oración, ofrecerle cada cosa que hago: cada entrenamiento, cada lámina que
dibujo... Ella me ha ayudado a saborear la oración, el diálogo con el Amigo
que nunca falla, que sólo me pide que me deje amar, que sólo desea colmarme de gracias. Por eso, permítame Santidad que
invite a mis hermanos los jóvenes a compartir el amor de María, el amor de
Cristo, el Amigo fiel que nunca permite que nos sintamos solos, que sólo nos
pide que le dejemos llenar nuestro corazón de su amor y que en esta tarde nos
hace esta pregunta: ¿Quieres ser mi testigo, quieres ser amado? Estoy convencido, Santo Padre, de que el secreto de la
vida de Vuestra Santidad es su amor a la Virgen, expresado en el lema TOTUS
TUUS. De ahí nace su fuerza para recorrer el mundo entero, a pesar de la
enfermedad y los achaques físicos, como testigo de la verdad y del amor de
Cristo. Gracias, Papa amigo, por venir a España y por enseñarnos que María es
el camino mas corto para llegar al Señor. |
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