PALABRAS DE JUAN PABLO II A 3 de mayo de 2003
1. ¡Os saludo con cariño, jóvenes de Madrid y
de España! Muchos de vosotros habéis venido de lejos, desde todas las
diócesis y regiones del País. Estoy profundamente emocionado por
vuestra calurosa y cordial acogida. Os confieso que deseaba mucho este
encuentro con vosotros. Os saludo y os repito las mismas palabras que
dirigí a los jóvenes en el estadio Santiago Bernabéu, durante mi
primera visita a España, hace ya más de veinte años: “Vosotros
sois la esperanza de la Iglesia y de la sociedad (...) Sigo
creyendo en los jóvenes, en vosotros” (3 noviembre 1982, n. 1). Os abrazo con gran afecto, y junto con
vosotros saludo también a los Obispos, sacerdotes y demás colaboradores
pastorales que os acompañan en vuestro camino de fe. Agradezco la presencia de Sus Altezas Reales,
el Príncipe de Asturias y los Duques de Palma, así como de las
Autoridades del Gobierno español. Quiero agradecer también las amables palabras
de bienvenida que, en nombre de todos los presentes, me han dirigido
Mons. Braulio Rodríguez, Presidente de la Comisión Episcopal de
Apostolado Seglar y los jóvenes Margarita y José. Saludo también a
Mons. Manuel Estepa, Arzobispo Castrense, y a las Autoridades Militares
que nos acogen en esta Base Aérea. 2. Queridos jóvenes, en vuestra existencia ha
de brillar la gracia de Dios, la misma que resplandeció en
María, la llena de gracia. Con gran acierto habéis querido en esta
vigilia meditar los misterios del Rosario llevando a la práctica la
antigua máxima espiritual: "A Jesús por María". Ciertamente,
en el Rosario aprendemos de María a contemplar la belleza del
rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor.
Al comenzar esta oración, por lo tanto, dirijamos la mirada a la Madre
del Señor, y pidámosle que nos guíe hasta su Hijo Jesús: “Reina
del cielo, ¡alégrate! DISCURSO 1. Conducidos de la mano de la Virgen María y
acompañados por el ejemplo y la intercesión de los nuevos Santos, hemos
recorrido en la oración diversos momentos de la vida de Jesús. El Rosario, en efecto, en su sencillez y
profundidad, es un verdadero compendio del Evangelio y
conduce al corazón mismo del mensaje cristiano: “Tanto amó Dios al
mundo que dió a su Hijo único, para que todo el que crea en El no
perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). María, además de ser la Madre cercana,
discreta y comprensiva, es la mejor Maestra para llegar al conocimiento
de la verdad a través de la contemplación. El drama de la
cultura actual es la falta de interioridad, la ausencia de
contemplación. Sin interioridad la cultura carece de entrañas, es como
un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. ¿De qué es capaz la
humanidad sin interioridad? Lamentablemente, conocemos muy bien la
respuesta. Cuando falta el espíritu contemplativo no se
defiende la vida y se degenera todo lo humano. Sin
Eel hombre moderno pone en peligro su misma porra. 2. Queridos jóvenes, os invito a formar parte
de la “Escuela de la Virgen María”. Ella es modelo insuperable de
contemplación y ejemplo admirable de interioridad fecunda, gozosa y
enriquecedora. Ella os enseñará a no separar nunca la acción de
la contemplación, así contribuiréis mejor a hacer realidad un
gran sueño: el nacimiento de la nueva Europa del espíritu. Una
Europa fiel a sus raíces cristianas, no encerrada en sí misma
sino abierta al diálogo y a la colaboración con los demás pueblos de la
tierra; una Europa consciente de estar llamada a ser faro de
civilización y estímulo de progreso para el
mundo, decidida a aunar sus esfuerzos y su creatividad al servicio de
la paz y de la solidaridad entre los pueblos. 3. Amados jóvenes, sabéis bien cuánto me
preocupa la paz en el mundo. La espiral de la violencia, el terrorismo
y la guerra provoca, todavía en nuestros días, odio y muerte. La paz -
lo sabemos - es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir
con insistencia y que, además, debemos construir entre todos
mediante una profunda conversión interior. Por eso, hoy quiero
comprometeros a ser operadores y artífices de paz.
Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder
fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza del
perdón. Manteneos lejos de toda forma de nacionalismo
exasperado, de racismo y de intolerancia. Testimoniad con vuestra vida
que las ideas no se imponen, sino que se proponen.
¡Nunca os dejéis desalentar por el mal! Para ello necesitáis la ayuda
de la oración y el consuelo que brota de una amistad íntima con Cristo.
Sólo así, viviendo la experiencia del amor de Dios e irradiando la
fraternidad evangélica, podréis ser los constructores de un mundo
mejor, auténticos hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. 4. Mañana tendré la dicha de proclamar cinco
nuevos santos, hijos e hijas de esta noble Nación y de esta Iglesia.
Ellos “fueron jóvenes como vosotros, llenos de energía, ilusión y ganas
de vivir. El encuentro con Cristo transformó sus vidas (...) Por eso,
fueron capaces de arrastrar a otros jóvenes, amigos suyos, y de crear
obras de oración, evangelización y caridad que aún perduran” (Mensaje
de los Obispos españoles con ocasión del viaje del Santo Padre, 4). Queridos jóvenes, ¡id con confianza al
encuentro de Jesús! y, como los nuevos santos, ¡no tengáis
miedo de hablar de Él! pues Cristo es la respuesta verdadera a
todas las preguntas sobre el hombre y su destino. Es preciso que
vosotros jóvenes os convirtáis en apóstoles de vuestros
coetáneos. Sé muy bien que esto no es fácil. Muchas veces
tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: “¡Ah, Señor!
Mira que no sé expresarme, que soy un muchacho” (Jr 1,6). No os
desaniméis, porque no estáis solos: el Señor nunca dejará de
acompañaros, con su gracia y el don de su Espíritu. 5. Esta presencia fiel del Señor os hace
capaces de asumir el compromiso de la nueva evangelización, a la que
todos los hijos de la Iglesia están llamados. Es una tarea de todos. En
ella los laicos tienen un papel protagonista,
especialmente los matrimonios y las familias cristianas; sin embargo,
la evangelización requiere hoy con urgencia sacerdotes y personas
consagradas. Ésta es la razón por la que deseo decir a cada uno de
vosotros, jóvenes: si sientes la llamada de Dios que te dice:
“¡Sígueme!” (Mc 2,14; Lc 5,27), no la acalles. Sé generoso, responde
como María ofreciendo a Dios el sí gozoso de tu persona y de tu vida. Os doy mi testimonio: yo fui ordenado
sacerdote cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56. Al volver
la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que
vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por
amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la
vida por el Evangelio y por los hermanos! 6. Al concluir mis
palabras quiero invocar a María, la estrella luminosa que anuncia el
despuntar del Sol que nace de lo Alto, Jesucristo: ¡Dios te salve, María, llena de gracia! Santa María, Madre de los jóvenes, Santa María, Virgen Inmaculada, |
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