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COMPENDIO DE BIOÉTICA

[Hace pocos años, un buen amigo ─profesor también: en La Rioja─ me pidió que le hiciese un guion general sobre bioética, pues debía hablar de este tema a un grupo de padres. Fruto de esa petición escribí este compendio o resumen. Pienso que resulta útil como introducción a la bioética para quien sea profano en la materia. Y quizá también para quienes, habiendo estudiado estos temas más a fondo, se vean en la tesitura de tener que hablar sobre bioética en una única sesión. No obstante, cada tema específico se desarrolla en el guion correspondiente. A su vez, cada guion puede ser complementado con la lectura de obras especializadas.]

Tengo la impresión de que, desde hace bastante tiempo, la verdad en sí no cotiza al alza. Y no lo hace a costa de una falsa tolerancia (falsa porque no puede recibir el adjetivo de tolerante ninguna actitud que sirva para desvirtuar la verdad). Por esta razón voy a permitirme el “lujo” de ser políticamente incorrecto, eso sí, siendo respetuoso con todas las personas, pues el respeto a cada persona humana está en la base de mi exposición. Y lo haré consciente del riesgo que corro de ser tildado como “reaccionario” por muchos tolerantes a quienes poco parece importarles la verdad.

El punto de partida para desarrollar cualquier estudio de bioética es reconocer la elevada dignidad de cada persona humana. Persona es, en definición de Boecio, individua substantia  rationalis naturae, “sustancia individual de naturaleza racional” o, de forma aún más breve, individuo racional. Todos los seres vivos son individuos: animales, vegetales, bacterias, hongos... Todos poseen un principio de vida (algunos lo denominan alma) que les confiere especial unidad. Sin embargo solo el hombre tiene un principio de vida espiritual: solo él es libre, responsable de sus actos si ejercita su libertad y, por eso, protagonista de su historia personal.

Me parece conveniente insertar aquí un texto particularmente luminoso de Martin Rhonheimer sobre la persona humana, que vale la pena leer despacio: 

«El "yo" humano no se puede identificar ni con el alma ni con el espíritu: anima mea non est ego, "mi alma no es idéntica a mi yo" (Sto. Tomás de Aquino, Com. ad I Cor, 15, lect.2). El hombre es una unidad sustancial y esencial de cuerpo y espíritu. A esa unidad esencial le damos el nombre de persona humana: en ella recibe la "naturaleza" una dimensión espiritual y el "espíritu" una dimensión natural [...]

»No cabe duda de que lo específicamente personal es lo espiritual. Por ello, filosóficamente son pensables personas puramente espirituales. Pero el ser persona humana no es "ser espíritu". El hombre es persona en virtud de su espiritualidad, pero "persona humana" lo es el hombre entero como unidad esencial corporal-espiritual [...] "Persona" designa siempre al individuo concreto, y en el caso del hombre a la unidad subsistente de alma espiritual y cuerpo: ellos dos constituyen juntos el "yo" humano [...]

»La razón humana como medida siempre es, por tanto, la razón de una persona humana: de un ser constituido corporal-espiritualmente. Para el hombre racional la corporalidad, los sentidos, los afectos, los instintos no son "entorno", "cosas ajenas", sino elementos constitutivos de su "yo". No son un ámbito de objetos para su actuar, sino principios de acción. De esa manera, los actos corporales de un hombre son siempre, por su estructura y constitución teleológica, actos personales. Es decir, están dispuestos para ser realizados de conformidad con la unidad esencial corporal-espiritual del hombre, esto es, para ser en tanto que actos corporales a la vez actos espirituales».

Martin Rhonheimer, La Perspectiva de la Moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Madrid (2000), 196-197.

Como animal, el hombre posee un apetito sexual por el que le atraen naturalmente los individuos del otro sexo. Como animal, también posee otros apetitos que lo inclinan sensiblemente hacia alimentos que le convienen. Ambos apetitos son buenos en todos los animales porque les facilitan conseguir bienes básicos (la descendencia, y la alimentación, respectivamente). Pero si el hombre pone su libertad al servicio de esos apetitos para obtener más placer, se hace esclavo de ellos y del placer.  Sin embargo, mientras que en el apetito de comer el término de la atracción es algo, en el apetito sexual es alguien. Por eso toda relación sexual, para ser auténticamente humana, debe integrarse en una relación de amor personal [cap. 2].

En la masturbación el hombre o la mujer se “utilizan” a sí mismos de forma egoísta [cap. 1]. También acrecientan el egoísmo las relaciones sexuales en las que ─de alguna manera─ el otro es solo “algo” apetecido y no “alguien” amado. La unión corporal es una manifestación del amor y la entrega que preexisten a esa unión. Por eso, cuando se mantienen relaciones sexuales antes del matrimonio [cap. 1], estas son una manifestación “hipócrita”, pues la entrega personal y vital todavía es solo un proyecto durante el noviazgo. Cualquier relación sexual en la que el otro sea percibido como mero “objeto de placer” es impersonal y egoísta: igual que en la masturbación el “objeto” era uno mismo, aquí lo es otra la persona de la que “me aprovecho” para obtener placer. Cuando dos personas casadas necesitan “modificar” esencialmente su genitalidad antes de la unión sexual para evitar la concepción (por el preservativo, los anticonceptivos o cualquier esterilización temporal o permanente), también se pervierte el amor: no se ama a esa persona (como es) sino algunos aspectos de esa persona, no se ama a “alguien” sino “algo de alguien”. Y en la unión no se entrega la persona íntegra sino parcialmente. Se desarrolla entonces un amor de egoísmo impersonal: de egoísmo mutuo, si la “modificación” es aceptada por ambos.

Los hijos son un bien, un regalo y una responsabilidad. Cuando un matrimonio juzgue conveniente retrasar la llegada de un nuevo hijo por motivos graves (económicos, médicos, psicológicos...), si los cónyuges mantienen relaciones solo durante los periodos en los que la mujer no es fecunda (métodos naturales de regulación de la natalidad) [cap. 6] no caen en el egoísmo, pues ninguno de los dos es modificado para esa relación sino que cada uno se entrega y es aceptado como es. Pensar de otra forma nos llevaría a hablar de egoísmo cuando los cónyuges se unen en esos periodos aunque también lo hagan en periodos de fecundidad, y a tildar de egoístas las relaciones cuando la mujer ha llegado a la menopausia: ninguna persona con sentido común se atrevería a afirmar eso. Aparte de esto los métodos naturales también pueden ser utilizados por matrimonios con dificultades para tener hijos, que eligen unirse precisamente los días en los que es más probable la concepción. Sin embargo, sería contrario al amor recurrir a esos métodos naturales para evitar la llegada de nuevos hijos si fuese por egoísmo de los cónyuges: la acción en sí sería correcta, pero el fin no (parecido a cuando uno da limosna solo para quedar bien ante otros).

Hemos dicho que los hijos son un bien y un regalo. Pero no un derecho: más bien son una fuente de obligaciones. Por eso, cuando no se consigue que lleguen de forma natural, tampoco se debe recurrir a otros medios que “suplen” la unión de los cónyuges (la inseminación artificial o la fecundación “in vitro”) [cap. 9]. Yo puedo pedir a un arquitecto que me construya una casa, a un sastre que me fabrique un traje o a un ingeniero mecánico que me haga un coche, pero el hijo es una persona y por eso no puedo pedir al médico que me haga un hijo. El matrimonio no confiere a los cónyuges el derecho a concebir un hijo sino solo el derecho a poner los medios ─mediante la manifestación del amor conyugal─ para concebir un hijo. Es correcto, pues, recurrir a tratamientos de fertilidad y a intervenciones quirúrgicas para remover obstáculos, siempre que no se supla el acto conyugal en sí. La técnica no puede suplir el amor. Y cada persona debe ser fruto de un acto de amor de sus padres.

De esas dos prácticas artificiales la fecundación “in vitro” es más grave que la inseminación artificial, pues se obtienen más embriones (para asegurar el éxito del proceso), y los embriones “sobrantes” son congelados y desechados o utilizados en experimentación e investigación. Es una grave falta de respeto a esas nuevas personas humanas (pues ya son ya personas, aunque todavía no ejerciten su libertad). Por tratarse de personas humanas, cualquier práctica no terapéutica sobre embriones humanos (prácticas de investigación y experimentación), es gravemente inmoral. La utilización de “células madre embrionarias” [cap. 11], aun cuando busque curar enfermedades, es gravemente inmoral por atentar contra la vida del embrión humano, que muere al estar constituido por muy pocas células. Sin embargo, la utilización de células madre de tejidos adultos sí es ética por respetar la vida humana (aparte de que hasta ahora se ha mostrado como la única práctica verdaderamente eficaz). En cuanto a la clonación [cap. 10]: la clonación reproductora es aberrante por buscar la “fabricación” de personas con unas determinadas características (una vez más, la manipulación en el origen de la vida humana muestra la falta de aprecio a cada persona en sí); pero la clonación terapéutica es más aberrante aún por implicar la destrucción del individuo clonado. Otras consecuencias de las técnicas aplicadas a la reproducción son la selección del sexo, la fecundación “in vitro” entre personas no casadas, el recurso a “madres de alquiler” para llevar a término el desarrollo del hijo obtenido por fecundación “in vitro”, etc.

La pérdida de respeto a cada persona humana desde el comienzo de su vida hasta su término ha permitido que se extienda la práctica del aborto [cap. 12]. Se empieza presentando ante la opinión pública casos extremos para ablandar el corazón de la gente, como el de una violación: en 2006 se practicaron en España 13 abortos por este motivo frente a los 101.592 que hubo en total (nos fijamos en estadísticas de 2006, primer año en que se superaron los cien mil abortos en España, pues desde entonces ha estado por encima de los 100.000). Ni siquiera en esos casos resulta aceptable la práctica del aborto: la violación es un delito gravísimo, pero no debe pagarlo el hijo sino el violador, y este tampoco con la pena de muerte. ¿Alguien consideraría justo que tuviese menos derechos la persona fruto de una violación que otra nacida dentro de una familia? Pues así sucede cuando esa persona se encuentra aún en el vientre de su madre, pues algunos consideran que entonces no tiene derecho a vivir. Tampoco tiene sentido justificar el aborto ante posibles deficiencias del feto (2.875 abortos en España el año 2006). Además, resulta incoherente quitarles derechos antes de nacer y a la vez desarrollar leyes que buscan su integración en la vida social. En cuanto al riesgo para la vida y la salud física o psíquica de la madre, los 98.573 abortos en España en 2006 bajo este supuesto (el 97% del total) nos hacen preguntar ¿tan mal estaba la Sanidad en España para que fuese un riesgo?) Se trata de una falacia, pues el aborto en sí es una operación arriesgada para la madre y sus consecuencias psicológicas pueden ser (y lo son de hecho) terribles. La ley Aído en julio de 2010 puso al descubierto esa falacia, pues en 2112 más del 91% de los abortos fueron realizados “a petición de la mujer”.

De justificar el aborto en algunos supuestos, los defensores de esta práctica han pasado a considerarla como un derecho de la mujer hasta cierto tiempo del embarazo: resulta que, para ellos, un feto de 13 semanas y 6 días no es “persona”, mientras que uno de 14 semanas sí... Quienes defienden semejante postura alegan que en las primeras semanas se trata solo de un ser vivo que no puede ejercer su libertad y que, por lo tanto, no es humano.

Recordemos que el nuevo ser vivo que empieza a existir tras la fecundación es un ser humano, como lo demostraría el cariotipo de cualquier célula. Y ese ser, desde la concepción empieza un desarrollo continuo. ¿Es posible que un ser humano no sea persona humana? Algunos defienden que no es persona si falta la actividad cerebral (y falta porque todavía no se ha desarrollado suficientemente el sistema nervioso: basta con esperar...). Pero un niño recién nacido (que, aunque tiene actividad cerebral, no da muestras de racionalidad), ¿es persona?... ¿Es persona alguien a quien se ha aplicado una anestesia total y que por eso no reacciona ante estímulos sensibles? ¿Lo es quien ha entrado en un estado de coma por accidente?

A cualquier abortista le parecerá una atrocidad justificar el infanticidio, aunque la madre encuentre dificultades para sacar a su hijo adelante. ¿Por qué razón actúan así? Porque entre el embrión humano y el niño recién nacido hay una diferencia subjetiva esencial: al recién nacido ya lo vemos. Con una expresión que puede resultar dura: porque el aborto es un crimen que podemos mantener oculto ante nuestros ojos (¡no así ante nuestra conciencia!)

No sería aborto voluntario y, por tanto, tampoco inmoral, el que viniese como consecuencia no querida de tratar médicamente una enfermedad grave de la madre, como un cáncer. Sin embargo, es tan fuerte el instinto materno, que las madres suelen preferir retrasar esos tratamientos hasta que nazca el hijo, aunque su decisión ponga en mayor peligro la propia vida.

Se realizan otros abortos menos traumáticos (psicológicamente) para la madre pero no menos graves en sus consecuencias: los que se llevan a cabo por ingestión de la píldora RU-486 en las primeras semanas del embarazo. Además, esa píldora es un inhibidor de la progesterona tan fuerte que puede producir graves consecuencias en la salud de quienes la toman, como frecuentes hemorragias vaginales.

Es necesario apoyar a las personas con un embarazo no deseado. Así evitaremos que recurran al aborto como “solución”. También se podrían modificar las leyes que regulan la adopción de menores para agilizar los procesos de adopción: esto beneficiaría a quienes adoptan y a los niños adoptados (muchos de los cuales estarían condenados al aborto en otras circunstancias). También debe prestarse una adecuada atención psicológica a quienes, después de abortar, descubren la gravedad de lo que han hecho [cap. 12].

Otros métodos no son estudiados como abortivos aunque muchas veces lo sean. Es el caso del DIU: dispositivo intrauterino, que evita la anidación del embrión en el útero cuando no consigue impedir la fecundación. También la píldora del día después [cap. 15]: complejo hormonal que busca impedir la fecundación, bloqueando o retrasando la ovulación de la mujer y modificando el moco cervical para impedir el acceso de los espermatozoides. Cuando no consigue esos efectos y un espermatozoide se une al óvulo, lo que la píldora impide es la implantación o anidación del óvulo fecundado (embrión humano) en el útero. En este caso su efecto será abortivo. Las mujeres que mantienen relaciones imprudentes y esporádicas y, por temor a quedar embarazadas, acceden a tomar la pdd nunca llegan a saber si finalmente han impedido una concepción o han provocado un aborto. Por eso es injusto silenciar el efecto abortivo de la píldora del día después y hay que defender el derecho a la objeción de conciencia de los médicos y los farmacéuticos. Además, también la pdd es una “bomba hormonal” con efectos secundarios fuertes en la mujer.

A veces, los momentos finales de la vida resultan difíciles por sufrimientos físicos, psicológicos y por sentimientos de soledad. La razón por la que la eutanasia [cap. 16] nunca puede ser moralmente aceptada es la dignidad de toda persona humana (también si está enferma) y el reconocimiento de la vida como un don. Yo puedo pedir que me fabriquen un coche y cuando este se deteriora puedo decidir llevarlo al desguace. Sin embargo, nadie decide el comienzo de su vida y por eso todos debemos ser considerados como administradores libres y no como dueños absolutos de la misma. Por eso nadie tiene autoridad moral para decidir irse al “desguace”, o llevar a otros al “desguace” de la eutanasia.

Por supuesto, no hay que confundir con la eutanasia los cuidados paliativos que se dan a enfermos terminales. Esos cuidados buscan aliviar y suprimir el dolor para hacer más humana la enfermedad del paciente terminal. Aunque alguna vez puedan tener como efecto secundario acortar la vida del paciente, no son eutanasia. Al contrario: cuando los médicos se obcecan en prolongar la vida del paciente terminal mediante un tratamiento que genera condiciones penosas al enfermo, caen en un encarnizamiento terapéutico absolutamente reprobable. Sin embargo, provocar la muerte de esos enfermos terminales sí sería una verdadera eutanasia: indigna y reprobable [cap. 17].

El consumo de drogas [cap. 19] altera el normal funcionamiento del sistema nervioso. Algunas drogas producen efectos más fuertes (heroína, morfina, LSD) y otras más suaves (la marihuana en porros). Esa búsqueda de bienestar sensible provoca momentos transitorios de falta de libertad. Así, la persona ebria o quien ha consumido drogas pierde transitoriamente su libertad, al menos de manera parcial. Al hacernos menos libres, el consumo de drogas nos deshumaniza. Y la búsqueda por sí mismo del placer egoísta nos aísla. De ahí que el consumo de drogas sea gravemente inmoral, aparte de que produzca daños en la salud. El uso de morfina como analgésico en un cáncer terminal es perfectamente moral, mientras que el consumo rutinario de un porro es perfectamente INMORAL. El daño producido por consumo de drogas (también por consumo excesivo de alcohol) no se ciñe solo al drogadicto, pues afecta a su vida familiar y a quienes lo rodean. Bajo los efectos de la droga el drogadicto es una persona que no actúa como tal. Y cuando consume se usa a sí misma solo como objeto de placer: de forma parecida a lo que sucedía en la masturbación.

Relacionadas con la ciencia, aunque no estrictamente bioéticas, nos encontramos con investigaciones científicas [cap. 21] en las que podemos juzgar el rigor de las conclusiones a las que llegan: esas investigaciones serán “científicas” cuando se desarrollan con rigor y veracidad en todos sus pasos. Manipular la ciencia para justificar actitudes, como sucede a veces en el estudio sobre el desarrollo embrionario para justificar la manipulación de embriones humanos, no es ético. Y cuando la ciencia positiva hace extrapolaciones más allá de su ámbito y las presenta como conclusiones propias de esa ciencia, también cae en lo inmoral por faltar a la verdad. Este criterio se puede aplicar a investigaciones que llegan a conclusiones “dogmáticas” sobre el origen del hombre para negar la espiritualidad del alma, la misma “libertad” del hombre y la intervención de Dios en su origen [cap. 22]. No olvidemos que las ciencias “positivas” solo pueden llegar a conclusiones “positivas”: las verdades filosóficas son  alcanzables por el método filosófico y no se pueden presentar nunca como verdades “positivas” (experimentales) aunque se trate de evidencias. Así, un biólogo, con el método “positivo” de esa disciplina científica y sin recurrir a la filosofía, jamás podrá llegar a conclusiones “biológicas” (ni favorables ni desfavorables) acerca de la libertad humana o de la existencia de Dios. Tampoco un físico podrá “demostrar”, en cuanto físico,  la creación ni la no creación de las cosas materiales que estudia.

Por último analizamos ciertas actitudes políticas acerca de la demografía [cap. 23] que buscan controlar la población de algunos países o del mundo. Debemos considerar los criterios expuestos al comienzo de este “compendio” sobre la elevada dignidad de cada persona humana. Y a esos criterios añadir otro: nunca las autoridades públicas deben violentar la libertad de los matrimonios en su decisión de tener más o menos hijos. Pero esa violencia se ejerce ahora con más fuerza mediante chantajes en los países del tercer mundo. Según el principio de subsidiariedad, la función de las autoridades ha de ser primero solo informativa y después respetuosa con esas decisiones, pero nunca coactiva. Al analizar los problemas demográficos evitaremos caer en demagogias. De hecho, se reconoce que actualmente se dan situaciones de hambre en el mundo mientras existen excedentes de alimentos en los países desarrollados, hasta el punto de ralentizar la producción de ciertos cultivos para evitar perjuicios económicos a los agricultores [cap. 24]. En realidad, la causa del hambre no es tanto la falta de recursos cuanto una injusta distribución y un difícil acceso de los países menos desarrollados a los recursos técnicos (materiales) y humanos (formación).

 

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