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Compendio de Bioética

 

23. DEMOGRAFÍA

Érase una vez... Malthus 

Thomas Robert Malthus, economista inglés y pastor anglicano, nació en Rookery (1766) y falleció el 23 de diciembre de 1834. Se hizo famoso por la teoría de la población expuesta en su Ensayo sobre los principios de la población (publicado en 1798), obra que revisó continuamente hasta su muerte, teniendo en cuenta las críticas y los nuevos datos.

Según Malthus, la población tiende a aumentar en progresión geométrica, pero la provisión de alimentos solo lo hace en progresión aritmética. ¿Cómo impedir el crecimiento excesivo de la población? Cabían dos posibles frenos, según Malthus: uno positivo (aumento del coeficiente de mortalidad por el hambre, las guerras, plagas, enfermedades, alcoholismo, infanticidios, canibalismo, etc.); y otro preventivo (disminución del coeficiente de nacimientos). Los métodos de contención que Malthus recomendó pueden sorprender ahora a muchos: celibato y aplazamiento del matrimonio. Buen susto se habría dado si hubiese sospechado que, con el paso del tiempo, se propondrían métodos como la anticoncepción, la esterilización e incluso el aborto.

Malthus se equivocó: minusvaloró la eficacia de la técnica, que ha permitido un crecimiento en la producción proporcional al de la población. Sin embargo, aunque se hizo patente el error de las previsiones malthusianas hace muchos años, las ideas de Malthus han tenido una gran influencia en la política demográfica y en la ciencia económica posterior. Numerosos políticos y economistas han defendido las doctrinas malthusianas. Pero, a diferencia de Malthus, reconocen como "ético" cualquier medio que permita frenar el crecimiento de la población.

El economista Agnus Maddison, en su libro "La Economía mundial 1820-1992. Análisis y estadísticas" (París-1997), desmintió con datos las predicciones de Malthus, pues el crecimiento de la riqueza ha ido muy por delante del aumento de la población:

De 1820 a 1992, la población de ha multiplicado por cinco, la riqueza global por cuarenta, y el nivel de vida individual casi por nueve. Otro resultado importante: la desigualdad entre las naciones no ha cesado de aumentar durante estos dos siglos. Los países o las regiones más prósperas a comienzos del periodo, que eran Europa occidental, América del Norte, Australia y Nueva Zelanda, son las que han progresado más rápido. La diferencia entre el país más rico y el más pobre era de 3 a 1 en 1820; en 1992, de 72 a 1. África ha permanecido en la parte baja de la clasificación, con una renta per cápita media que equivale hoy a la que tenía Europa en 1820.

Durante la década de los 50, 60, 70 y 80 (esta, hasta 1994) el crecimiento anual de la población mundial (en %) fue, respectivamente: 2'1, 2'1, 2'0 y 1'7. El crecimiento de la producción de cereales (en %), durante esos mismos periodos, ha sido: 3'7, 3'2, 2'6 y 2'4 (cfr. FAO, 1994). Otro dato curioso es que desde 1980 la India se ha convertido en exportador de cereales, a pesar de que siga habiendo grandes capas de su población que padecen hambre, por un mal reparto de los recursos. Ha sido gracias a la llamada "revolución verde": cuyo origen es una variedad de arroz de muy alto rendimiento, obtenida en 1967 por cruzamientos en laboratorios.

Pero la realidad es que, a pesar del crecimiento de la riqueza global y del nivel de vida individual, cientos de millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza. ¿Qué actitud razonable debemos tomar ante el llamado "problema demográfico"?

Una apuesta por la vida

Periódicamente, el FNUAP (Fondo de Población de las Naciones Unidas), publica informes en los que, desde hace tiempo, manifiesta su preocupación por el crecimiento de la población mundial. En su informe de 1990 (con tintes "catastrofistas"), esta organización hizo una fuerte llamada a reducir el crecimiento de la población ante los "daños irreparables" que ese incremento podría causar a los sistemas ecológicos (nos sonreímos, por no llorar, ante esa preocupación por los ecosistemas a costa de las personas).

La actitud de los gobernantes ante los informes "alarmistas" no siempre ha sido prudente. Después del “baby-boom” (explosión de la natalidad durante las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial) se desarrolló una campaña antinatalista en los países occidentales, ante la alarma por el crecimiento de la población. Como consecuencia de esa campaña, el índice coyuntural de fecundidad o ICF (nº de hijos por mujer) pasó de 3'17 a 1'55 en Holanda entre 1962 y 1982, de 2'57 a 1'47 en Dinamarca, de 2'62 a 1'64 en Bélgica y de 2'46 a 1'40 en la entonces Alemania Occidental. Esta caída, especialmente pronunciada en la década de los 70, ha llegado hasta el punto de que en 2012, dentro de Europa solo Irlanda alcanza umbral mínimo para asegurar el reemplazo generacional (2'1 hijos por mujer). Y al 2’0 llegan tan solo Islandia, Reino Unido, Francia y Kosovo. En 2012, la tasa de fecundidad en Europa es de 1’6, y de 1’4 en España.

La política demográfica en los países de la vieja Europa ya ha cambiado de signo. Pero la lucha por incrementar el número de nacimientos no se muestra tan eficaz como la contraria, debido al espíritu consumista y a la búsqueda prioritaria del bienestar material que impregnan nuestra sociedad. Así, diversas subvenciones e incentivos económicos por el número de hijos y de nacimientos, apenas elevaron de 1'82 a 1'84 el ICF en Francia entre los años 85 y 86 (aunque en 2012 ha llegado al 2’0). España, cuya política demográfica podríamos calificar como deplorable durante la década de los 80, se encuentra por debajo del 2'1 desde 1981. Por eso, la prudencia que faltó en los años 60 y 70 es más necesaria ahora.

No hay que olvidar que son muchos los factores ─médicos, psicológicos, económicos, etc.─ que los padres deben considerar antes de tener un nuevo hijo. Lógicamente, el Estado debe desempeñar, más que nunca, un papel subsidiario. Algunos alegarán la ignorancia de muchos padres y la urgente situación actual para justificar una intervención directa de los gobernantes. Personalmente, me parecería un atropello a la libertad de las conciencias (atropello que se ha dado con demasiada frecuencia en los países del Tercer Mundo).

Un caso límite de estos abusos llegó en China con la ley que (desde 1982) prohibía a las mujeres tener más de un hijo. Las consecuencias de esta ley fueron inmediatas: en todo el mundo nacen unos 105 o 106 niños por cada 100 niñas, y también ocurría así en China hasta... 1982. Los censos en 1990 registran en torno a 111 nacimientos de niños por cada 100 niñas (el 5 % de las niñas nacidas ─es decir, más de 600.000 en 1990─ no son inscritas en el registro civil, sobre todo en las zonas rurales, donde resulta más fácil burlar la vigilancia de las autoridades); algunas de esas niñas no censadas son abandonadas, otras son adoptadas de manera informal (la proporción 111/100 al nacer se transforma en 108/100 al llegar a la edad escolar). Además, un número incierto de niñas eran víctimas del infanticidio ya que, puestos a tener un solo hijo, el hombre resultaba más “útil” que la mujer para trabajar en el campo. Pero las autoridades chinas fueron contundentes: en febrero de 1990 elaboraron directrices que preveían multas elevadísimas para las familias que tengan un segundo hijo, hasta el punto de que muchas familias perdieron sus posesiones por no poder pagarlas.

Nadie debe oponerse a la decisión responsable que unos padres toman de tener más hijos. Si esa decisión meditada la toman muchos porque sus condiciones les permiten sacarlos adelante (no sin sacrificio), dudo que la suma de muchas decisiones responsables dé como resultado un crecimiento irresponsable de la población. En cambio, cuando la decisión de tener o no más hijos se fundamenta en el egoísmo, sí podemos encontrarnos con un decrecimiento y envejecimiento irresponsable de la población.

Quiero formular algunos interrogantes que todavía no he visto resueltos. En 2012, la densidad de la población mundial era de 52 hab/km2. Sin embargo, mientras que en la Unión Europea se elevaba a 116, en América era de 22 (29 en Iberoamérica), y en África de 35. Alemania tiene una densidad de 229 hab/km2, e Italia de 202. Alemania procura potenciar desde mediados de los 80 su natalidad, igual que hacen ahora casi todos los países de Europa Occidental. Si sus gobernantes no se equivocan al hacerlo, ¿por qué Alemania puede soportar una densidad 8 veces mayor que Iberoamérica y 6’5 veces mayor que África y estas, en cambio, deben reducir su natalidad? ¿Por qué Europa debe empeñarse en crecer y a los países en desarrollo se les prohíbe? ¿No estaremos volviendo a ese espíritu colonialista del que aparentemente nos habíamos olvidado, para tener "bajo control" lo que suceda en esos países? Resulta vergonzoso ver cómo en las últimas conferencias mundiales sobre la población, los países desarrollados han intentado implantar esa política antinatalista en el Tercer Mundo a toda costa. No criticamos que se dé información a las familias sobre la regulación de la natalidad para que decidan libremente, sino que se les imponga desde arriba esa decisión (en ocasiones, mediante burdos chantajes).

¿Hay escasez de alimentos? Eso ya no se lo cree nadie: por la política agropecuaria de la UE, en España estamos arrancando vides y criando menos vacas, y esto sin contar con las enormes cantidades de productos agrícolas que se tiran por motivos comerciales. Sin embargo, muchos miles de millones de personas siguen padeciendo hambre: no hay escasez de recursos alimenticios, sino escasez de infraestructuras en los países del Tercer Mundo para obtener esos recursos y falta de formación para administrarlos adecuadamente. Aunque sea más fácil decirles "no tengáis niños" que ayudarles a elevar su nivel de vida para que puedan tenerlos y sacarlos adelante, hagamos como decía el proverbio chino: "en lugar de darle un pez, regálale una caña y enséñale a pescar".

Por eso, ante la pregunta sobre cuál debe ser la política que adopten los gobiernos, pienso que: 1) los países más desarrollados deben respetar la soberanía de los menos desarrollados y no chantajearlos ("─Te doy alimentos y medicinas si realizas una esterilización masiva en tu población"); 2) el Estado nunca debe abandonar su papel de subsidiario, pues la decisión libre de tener o no más hijos corresponde a los padres; 3) el Estado puede intervenir subvencionando iniciativas de información sobre los métodos naturales de control de la natalidad, en beneficio de quienes responsablemente decidan aplazar el nacimiento de un nuevo hijo, pues esos métodos respetan la dignidad de los esposos, no desestabilizan a la familia y no favorecen la promiscuidad sexual entre la juventud; 4) entre las muy variadas decisiones que se tomen, siempre hay que apostar por la vida.

La “vieja” Europa y España...

Al estudiar la demografía, es inevitable que nos apliquemos con particular dedicación a resolver los problemas demográficos que nos afectan más de cerca: los de la “vieja” Europa (vieja no solo por su larga tradición, sino por el envejecimiento progresivo de su población); y los de España, cada día, también más vieja...

Se da la paradoja de que en Europa (con una densidad de población muy superior a la de África y América) nos encontramos con el problema de que nacen pocos niños. Me explico: se requiere una media de 2'1 hijos por mujer para asegurar el "relevo generacional" (sin crecimiento de la población), es decir, 2 hijos por matrimonio (y 0'1 "de propina" por los que no lleguen a tener descendencia); pues en Europa casi ningún país alcanza ese mínimo. ─¿Grave? Con la tasa de 1’6 estabilizada en Europa (1’4 en España): 200 personas tendrían una descendencia de 160 hijos (140 en España); y estos de 128 (98 en España) ¿De dónde saldrán las pensiones?

─Por eso no hay que tener miedo a los hijos (hoy, más bien hay que temer por la falta de hijos). Puede que las difíciles circunstancias económicas, graves motivos médicos o de otro tipo, aconsejen que un matrimonio retrase el nacimiento de un nuevo hijo absteniéndose del acto conyugal cuando la mujer es fecunda. Esta situación quizá pueda darse más ahora en familias de países poco desarrollados. Pero que nadie diga estupideces como: "es una grave irresponsabilidad con la sociedad tener muchos hijos". Sobre todo en Europa, donde la única "grave irresponsabilidad" sería no tener más por egoísmo cuando se dan las condiciones adecuadas para, no sin sacrificio, sacarlos adelante.

El valor de cada persona

En el terreno de la Sanidad se dan contrastes sorprendentes: inversión simultánea de dinero para promover el aborto y la fecundación "in vitro", práctica de la inseminación artificial y promoción de la contracepción, etc. Y las instituciones, cuando circunstancias graves aconsejan aplazar un nuevo nacimiento,  recomiendan el uso de preservativos o de anticonceptivos, que desestabilizan la familia, favorecen la promiscuidad sexual y dificultan un desarrollo adecuado de la personalidad en las personas jóvenes.

Todo esto es consecuencia de un error en el que fácilmente pueden caer quienes estudian la demografía, o trabajan en el gobierno de sociedades con millones de personas: perder de vista el valor de cada persona humana. Al estudiar la población mundial, se alzan voces agoreras (camufladas con tintes ecológicos) que señalan la especie humana como una amenaza para salvaguardar la naturaleza, como un cáncer de la misma. Lógicamente, estas voces no cargan su propia conciencia con el "delito ecológico" de haber nacido, pero sí sensibilizan a muchos en la línea de impedir otros nacimientos (evitando la concepción del nuevo ser o truncando su vida antes de nacer). Y se tranquilizan diciendo que la "especie humana" no corre peligro por esto.

¿Es que solo nos interesa el hombre como especie? Personalmente me preocupa la permanencia de las distintas especies animales, vegetales, etc., pero no cada uno de sus individuos. Así, ante un hipotético peligro de extinción de la especie ovina y un espectacular crecimiento poblacional de nutrias, visones, etc., no dudaría en promover la elaboración de prendas de vestir con esas pieles a costa de la industria lanar. Porque mi aprecio por los mustélidos se dirige a la especie, no a los individuos. Y la intención de preservar las especies ─igual que la conservación de la Naturaleza─ se orienta, en último término, al servicio del hombre.

Pero el hombre es diferente. No me preocupa la subsistencia de la especie Homo sapiens, sino la existencia de todas y cada una de las personas que hay y que habrá en este mundo hasta el final de los siglos. Porque cada persona es única e irrepetible, y posee una dignidad altísima. Porque está llamada a ser protagonista de su historia personal y a alcanzar libremente su plenitud y su felicidad. Cada persona humana tiene un precio incalculable. Por eso no da igual uno más que uno menos. Todos somos importantes e insustituibles: nadie puede querer con nuestra voluntad ─sino solo nosotros─, ni vivir nuestra historia cargada de ricos matices personales.

Cuando esto se pierde de vista, se desmorona cualquier humanismo. Incluso se pervierte el principio democrático "un hombre, un voto" y, en política, se buscan solo los votos, desatendiendo las necesidades de quienes no pueden influir inmediatamente en los resultados de unas elecciones (los no nacidos, los niños, los discapacitados que no llegan a adoptar una actitud crítica). Y el interés por grupos sociales más necesitados (pensionistas, jóvenes en busca de su primer empleo) termina siendo un interés “interesado", interesado... por su voto.

Aunque con frecuencia precisemos manejar cifras, debemos insistir en que no hay tantos millones de habitantes en una nación, ni tantos miles de millones en el mundo, sino una, y otra... y otra persona: todas igualmente importantes. ¡Cómo cambiaría el modo de gobernar las naciones si este principio firme no se borrase nunca de la cabeza de los máximos responsables de nuestra sociedad! Nos encontraríamos un gobierno quizá menos utilitarista (que no útil) y menos pragmático (que no práctico y eficaz), pero más humano: y esto, en definitiva, es lo que cuenta. Jamás debemos olvidar el inestimable valor de cada persona humana.

 

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