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Compendio de Bioética

 

3. MI MATRIMONIO EN CRISIS… ¿QUÉ PUEDO HACER?

 “Desde el momento que me hice católico, no tengo, naturalmente, más historia de mis ideas religiosas que relatar. Al decir esto no quiero decir que mi entendimiento ha permanecido ocioso, o que haya dejado de pensar en temas teológicos, sino que no tengo variaciones que anotar ni he tenido angustia alguna de corazón [...]

 “Tampoco me ha supuesto turbación alguna la aceptación de los artículos adicionales que no se encuentran en el credo anglicano. Algunos los creía ya, pero ninguno de ellos ha sido para mí una prueba [...] Naturalmente, estoy muy lejos de negar que cada uno de los artículos del credo, tal como los admiten católicos o protestantes, no estén envueltos en dificultades intelectuales y es patente que yo no soy capaz de resolverlas. Hay personas muy sensibles a las dificultades de la religión; yo soy tan sensible a ellas como cualquiera; pero nunca he podido ver la conexión entre percibir estas dificultades, por vivas que sean y mucho que se multipliquen, y la duda, por otra parte, sobre las doctrinas a que van inherentes. A mi entender, diez mil dificultades no hacen una duda; dificultad y duda son cantidades inconmensurables. Puede, naturalmente, haber dificultades en la demostración; pero yo hablo de dificultades intrínsecas a las doctrinas mismas o a sus relaciones con otras. Uno puede estar fastidiado por no poder resolver un problema matemático, cuya solución se le ha dado o no se le ha dado, sin dudar de que tiene solución o que una solución particular es la verdadera.” (John Henry Newman, Apologia pro vita sua, V, in princ.)

¿Tiene sentido empezar este tema con una cita de Newman sobre la Fe, las dificultades y la duda? Sí: la claridad con la que el autor diferencia entre dificultades y duda en el asentimiento de fe, le lleva a afirmar de forma lapidaria que diez mil dificultades no hacen una duda. Esta afirmación nos ayuda a distinguir también entre las incomodidadescontrariedades normales en la vida matrimonial y el desamor o fracaso  dentro del matrimonio.

¡Cómo nos queríamos al principio!...

La fe que uno tiene en lo que otra persona dice no se fundamenta tanto en la evidencia de lo que afirma como en la confianza que nos inspira esa persona. Por este motivo podemos tener dudas acerca de informaciones que nos llegan y que en sí no parecen descabelladas ─por ejemplo, cuando otro compañero del trabajo anuncia una subida de sueldo superior a la esperada o unas vacaciones más prolongadas─; mientras que no dudamos de lo que dice alguien digno de nuestra confianza, aunque haga afirmaciones casi increíbles como nuestra madre si nos dice que ha visto pasear por la calle a quien considerábamos postrado en silla de ruedas para el resto de sus días.

El amor a otra persona hace que crezca la confianza en ella. Más aún: permite que quitemos importancia a los pequeños errores que comete. Y en caso de descubrir grandes errores, ese amor ─que no ingenuidad─ sabe disculparlos con excusas que salvan la intención con que actuó o recuerdan sus aciertos anteriores.

En el noviazgo suele darse un primer enamoramiento bastante superficial. Solo conforme pasa el tiempo va tomando cuerpo un amor más personal: siguen vivos los afectos sensibles, pero bajo esos rasgos físicos y de carácter que nos atraen, descubrimos a otra persona con la que empezamos a plantearnos compartir el resto de nuestra vida.

Cuando un hombre y una mujer deciden casarse, sellan ante testigos cualificados un compromiso con carta de naturaleza que los vincula de por vida. Cada uno conoce que puede cruzarse en su vida otra persona cuyas características le “deslumbren”. Sin embargo, también sabe que la “esencia” de su amor no son los sentimientos ─aunque sean buenos y convenientes para un amor verdaderamente humano─ sino la voluntaria entrega personal.

Si estas ideas se difuminan y el matrimonio permite que su relación no llegue más allá del sentimiento, corre el riesgo de derrumbarse cuando dicho sentimiento se enfría o cuando en la vida de uno de los cónyuges se cruza otra persona que despierta un nuevo  enamoramiento (solo sentimental).

Es entonces cuando se plantean dudas donde solo debería haber dificultades. Y se interpretan los pequeños roces normales de la convivencia como desprecios y muestras de desamor. Se pregunta uno si no habrá sido un error casarse. E incluso ─en un alarde de falsa “humildad”─ llega a considerarse incapaz de adoptar un compromiso “de por vida” con otra persona, porque comprueba que sus sentimientos son volubles (y piensa que el amor humano se reduce a sentimientos).

Nos asalta entonces un pensamiento melancólico que va tomando cuerpo día a día: ¡Cuánto nos queríamos al principio!...

El noviazgo (necesario) tiene un sentido

Cuando un chico y una chica se enamoran y declaran mutuamente su amor, se establece entre ellos una relación de noviazgo.

Como hemos dicho antes, al comienzo  de esa relación prima el sentimiento: el aspecto físico, el modo de ser, el tono de voz, la mirada… Todo lo que vemos en el otro hace que nuestro pensamiento gire en torno a esa persona que, con su sola presencia, nos produce escalofríos y nerviosismo.

El trato hace que ese sentimiento ─sin llegar a desaparecer nunca─ dé paso a un amor más profundo, que descubre detrás de esa mujer o de ese hombre a una persona: nos atrae, ¡sí!, pero ─como persona─ tiene su propia historia (de la que es protagonista). Entonces deseamos que esa historia se entrelace con la nuestra (de la que somos protagonistas) para interpretar juntos una “película” con un “actor” y una “actriz” principales (dos protagonistas: ¡nosotros dos!)

Como el noviazgo no es todavía un compromiso definitivo, se puede dar marcha atrás en la relación. Pero como esta se orienta a un compromiso definitivo, tampoco se trata de una relación trivial: en la vida de los novios se cruzarán otras personas que les parezcan atractivas y que, sin embargo, no serán obstáculo para seguir adelante con esa relación de mutuo conocimiento. Porque en el noviazgo no solo se da una atracción (sentimiento) entre los novios, sino que se reconoce también una declaración de amor personal (acto libre).

Por esta razón hay que orientar el noviazgo hacia el conocimiento personal de quienes se encuentran enamorados. Han de existir manifestaciones de afecto: las propias de la entrega en el noviazgo y no las del amor matrimonial. Pero si el noviazgo se reduce a esas manifestaciones afectivas apropiadas, puede ser el preámbulo de un fracaso matrimonial, por no favorecerse el conocimiento entre los novios.

Nos hemos casado. Y ahora… ¿qué?

La libertad humana es tan grande que un hombre y una mujer pueden comprometerse de por vida el uno con el otro en una entrega de amor personal (con cuerpo y alma): eso es el matrimonio.

Sin embargo, no basta con esa decisión. Hay que alimentar el fuego del amor con pequeñas ramas que, día tras día, mantengan viva la hoguera. Y el primer peligro que nos encontramos ─como en cualquier relación personal prolongada─ es la rutina.

Esa rutina o acostumbramiento al otro lleva a abandonar los detalles pequeños que, con ilusión, tenían entre sí el hombre y la mujer cuando eran novios. La experiencia demuestra la necesidad de que ambos sigan esforzándose ─cada uno─ por conquistar al otro cada día dentro del matrimonio.

A ese peligro de la rutina, manifiesto por descuidos en el arreglo personal y por desinterés en los detalles de la relación, se añade otro no menos importante: la falta de comunicación.

Ambos riesgos actúan como una bomba retardada para la relación matrimonial. Fácilmente se produce, entonces, que uno de los cónyuges perciba la rutina del otro como desinterés o incluso como desprecio (y, casi sin darse cuenta, se van distanciando afectivamente por la falta de comunicación).

Cuando se caldea el ambiente

La falta de comunicación entre los cónyuges desarrolla un ambiente frío. Entonces se da la siguiente paradoja: el hogar es el lugar en el que cualquier persona se refugia para descansar de la tensión acumulada dentro del trabajo y en la calle; sin embargo, es tan dura la sensación de frío que en él encuentran los cónyuges cuando llegan a esta situación que ─casi inconscientemente─ empiezan a retrasar la vuelta del trabajo o a buscar la compañía de otros amigos antes de ir a casa (como un “placebo” para paliar la falta de afecto que les espera en su hogar).

Es una situación anormal. El matrimonio está “enfermo” (y tiene subidas y bajadas de “fiebre”). Entonces, sin solución de continuidad, se pasa de la “indiferencia” en el trato al “encendimiento explosivo” contra el otro.

El motivo de esos encendimientos puede ser insignificante: un retraso, el descuido de un pequeño encargo que nos han dado, la falta de atención a los detalles en la vida del otro (un aniversario que pasa “sin pena ni gloria” por la rutina, un “no caer en la cuenta” de algún aspecto en el modo de vestir, etc.)

Sabemos que un alfilerazo provoca que un balón de fútbol se desinfle, pero este puede ser reparado antes de perder todo el aire. Sin embargo, si el alfilerazo se aplica a un globo hinchado (con paredes evidentemente más delgadas que el balón), el globo revienta.

De igual forma, el matrimonio “tenso” por la incomunicación, débil como las paredes del globo hinchado, “explota” ante el alfilerazo de una pequeña contradicción. Entonces se hacen presentes los recuerdos de agravios que cada uno iba anotando desde tiempo atrás en el interior de su alma (en uno de esos rincones oscuros y sin airear que se han formado por la falta de comunicación). Y afloran esos agravios en un “diálogo” que no es tal, sino monólogo, porque ninguno busca escuchar al otro sino solo “restregarle” tantas heridas que aún permanecen abiertas…

¡Alarma! ¡Arden las palabras!

Por ser personas humanas, todos tenemos pasiones que no son buenas ni malas. Solo llegarán a serlo según la orientación libre que les demos. Cuando la pasión nos domina, en cualquier caso, el resultado de lo que hacemos es siempre negativo: así es en las pasiones “positivas” como la alegría (que degenera en euforia) y en las “negativas” como la tristeza (que lleva a la depresión).

El rencor acumulado aflora cuando estalla la discusión. Se enciende la ira. La lengua se suelta y ambos cónyuges se reprochan las cosas con una crudeza que jamás usarían si estuvieran serenos.

Si alguno recupera la lucidez y cae en la cuenta de esto, debe “rehuir el envite” y evitar la confrontación. Aunque sea ausentándose físicamente por unos momentos (quizá horas), retirándose a otra habitación. Y debe hacerlo porque cualquier frase pronunciada en esa situación de iracundia resultará hiriente, mordaz, irónica… y destrozará más aún la poca “vida” que le queda a un amor conyugal “enfermo” que en esos momentos se encuentra en la “UVI”

Habitualmente, ambos reconocen que en algo han fallado, aunque piensen que la mayor parte de la culpa la tiene el otro: “no me comprende” o “no corresponde al sacrificio que hago por él/ella”... A esas situaciones de máxima tensión suelen seguir periodos de silencio solo interrumpidos por frases cortas (no hirientes, pero secas, que hacen daño porque muestran una aparente frialdad a pesar de lo ocurrido. Y todo a la espera de que “el otro se dé cuenta” por fin de su error y pida perdón.

Ha pasado la “tormenta” pero no el peligro de hundimiento. El paso del tiempo no cura nada: lo más, permite que la “herida” cierre en falso, pues sigue infectada y  ─al crecer la infección─ produce molestias y dolor… y se abre de nuevo con cualquier roce. Porque más tarde volverá la “tormenta” (con más fuerza y peores consecuencias), si no se pone remedio.

Lucha en positivo: ─"¡Te quiero!" (díselo...)

Hay que aprovechar el periodo de silencio (posterior a la “tormenta”) para tomar decisiones positivas. Cuando se ha apagado el acaloramiento de la discusión y el encendimiento interior (es decir, el apasionamiento contra el otro) podemos volver a hablar:

¿Cuánto tiempo hace que no has dicho a tu mujer que la quieres? ¿Cuánto llevas sin decir a tu marido que desearías “comértelo a besos”, que no existe en el mundo ningún hombre como él?...

«¡Amor mío, te quiero mucho! Perdóname todo lo que te dije en esa discusión. Soy un tonto. Estaba “encendido” y no me daba cuenta de lo que decía. Te quiero con toda mi alma. Eres la mujer de mi vida y te necesito. Pero soy como un niño chico: necesito que me perdones, que me comprendas y que me ayudes. ¡Te quiero tanto!... Querría volver a enamorarte como cuando éramos novios. Pero ya no somos novios: nos hemos entregado libremente de por vida. Por eso no puedo imaginar mi vida al margen de ti.

»Soy débil. Pero el orgullo me ha llevado a esconder esa “debilidad” y a mostrarme autosuficiente. Quiero pedirte que hablemos más. Deseo que conozcas siempre cuáles son mis sentimientos. Quiero manifestarte el amor que te tengo. Si alguna vez no lo hago… piensa que es por orgullo, que es el  niño tonto y caprichoso que llevo dentro quien actúa, y no yo. Porque yo ─quiero que recuerdes esto cuando lleguen los momentos difíciles─ te amo con toda la capacidad de amar a una mujer que Dios mismo ha puesto en mi corazón

(Puede ser este un modelo de diálogo. Ninguna mujer enamorada permanecerá insensible ante esa declaración humilde y sincera. Y tampoco ningún hombre, si es la mujer quien manifiesta esos sentimientos).

El amor no vive “del aire”. Los amigos que no se ven, que no muestran con hechos ─o al menos con palabras─ su amistad, saben que esta acabará desapareciendo. Por eso procuran salvar las distancias si se encuentran lejos. Y utilizan el teléfono o se escriben (como aquel que, de forma un tanto cursi, escribía al amigo a quien no veía desde años atrás: «No te preocupes, porque la amistad que nos une es más grande que la distancia que nos separa»). Por eso, cuando están cerca, los amigos necesitan manifestarse de alguna forma el afecto propio de la amistad: quedando y hablando.

En el amor entre un hombre y una mujer (el enamoramiento o el eros) sucede algo parecido, pues al fin y al cabo es otro tipo de amor humano. Por eso, en el matrimonio, cada cónyuge ─aunque convivan bajo el mismo techo y duerman en el mismo lecho─ necesita decir “te quiero” y escuchar “te quiero”. No es excusa pensar: “¡si ya lo sabe!...”, porque para avivar el amor no basta con saber que es así: hay que percibir, sentir, escuchar que es así. Esta es la lucha positiva que salvará el amor (y aun lo acrecentará) en momentos de crisis: las muestras frecuentes de cariño.

Y cuando resulte costoso mostrar el afecto ─porque la relación atraviesa un momento difícil─, debo recordar que esa mujer (o ese hombre) no es solo una persona que me atrae. Sobre todo es alguien que, libremente, quiso embarcarse en la aventura de compartir toda su vida conmigo, entregándose a mí. No solo Dios, también otras personas que asistieron a nuestro matrimonio son testigos que pueden ayudarme a avivar ese recuerdo cuando mi mente se “oscurezca”. Así evitaremos que las pequeñas dificultades se conviertan en un obstáculo insuperable: porque, cuando hay amor, diez mil roces no constituyen una ofensa, diez mil contrariedades no equivalen a un fracaso, diez mil pequeños descuidos no hacen un desprecio...

 

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